¿Qué me decía a mí mismo en ese texto? Que hay un territorio en nuestra mismidad, pleno de misterios y revelaciones, al que apenas tenemos acceso y que es intraducible al pensamiento. Que lo esencial es invisible para la pluma; que la palabra no está capacitada para expresar todo lo que sentimos; que la plenitud y la clarividencia están "allí donde la pluma se detiene" porque se sabe impotente para reflejar el pozo visionario al que se asoma.
Me pareció curioso que el último verso, por ser endecasílabo, cerrase, como un aldabonazo inesperado, la serie de octosílabos que le precede, combinación esta inusual, y aun arrítmica. Seguramente porque quería resaltar formalmente el contenido: la imposible o chirriante relación entre emoción y razón, anhelo y logro.
Todos sentimos una estancia oscura en nuestra identidad oculta que se asoma a las barandas de nuestra conciencia por una grieta y nos permite entreverla. Es la irracionalidad queriendo formar parte de nuestro yo racional. Y solo a veces la palabra consigue ser testigo de esa fuga emocional del paraíso o el infierno que habita en nuestro ser. Para ello hay que mirar hacia arriba, hacia el tabor de nuestra inmensidad indescifrable. Tal vez por eso titulé el poema, "Por una elevada senda", tangente con la mística.