Luis T. Bonmatí es editor, narrador y autor de dos libros de poemas. En el primero mostraba su aprendizaje, a la vez que su mundo como una "suma de barro". El segundo, "La edad de las piedras", manifiesta su maestría y su capacidad para arcillar una existencia personal y universalizable con una dicción diferente al ejercicio poetario nacional de estos lustros. Su agilidad como relator de cuentos y novelas derivó en una épica lírica del autobiografismo en el mencionado "La edad de las piedras", itinerario que también parece conducirle a este poema, marcado por una narratividad aséptica del yo -ma non troppo- y atenta, más que a una poética, a una prosística en verso.
Quizá no sea ajeno a ello su actual dedicación traductorial de la Eneida virgiliana, en verso endecasílabo.
El siguiente poema, como estampa narrativa próxima al realismo que es, ha elegido el alejandrino para expresarse:
MANERA DE NO HUIR
1942: los alemanes ocupan la Francia de Vichy
Concretamente, un muelle del puerto de Marsella:
el antiguo Rive Neuve del Puerto Viejo corre
en la noche de otoño hacia esa niebla clara
de las aguas inmóviles. Ahora solo se mueven
sobre sus cortas patas de alambre los roedores
bullendo con descaro entre los bultos huérfanos
que no han sido embarcados porque ya no cabían
en las panzas repletas de los barcos zarpados.
Concretamente, un hombre y una mujer que huyen.
«A las seis sale un barco carbonero...», susurra
en un bistrot infame de otro muelle, el des Belgues,
una voz en secreto que se pierde entre el humo
indescifrable que atiborra la estancia.
Eran casi las doce de la noche, ellos dos
se obligan a creer para quizá salvarse.
«...Un barco carbonero que no admite finolis,
aunque todo es posible. El capitán no es limpio
y fuma siempre en pipa. Puede que con dinero...
Tendrán que andar ustedes un kilómetro o casi.»
Con la cena ellos pagan también la información
sin dejar traslucir el dinero que llevan
y que no es demasiado. Salen luego a esconderse,
para esperar el paso de la noche en la noche.
Cuando él dice «¿A las cinco?», ella ya se ha dormido.
El hombre, largamente, entonces la recuerda
tal como fue, como es. Y luego empieza a ver
la amenaza verdosa que se acerca y que temen:
ese mar de uniformes que pretende anegarlos
y hacerse con las grúas ahora quietas, calladas
por la falta de viento, plantar tinglados nuevos,
hurgar entre los bultos, los despojos, los bienes
abandonados, sueltos de quienes ya han huido.
Por eso él no se duerme y «Son las cinco, nos vamos».
Entre las luces débiles, y aunque ya estén a punto
de echárseles encima los que pisan sus huellas,
el hombre y la mujer se obligan a andar lentos
a pesar de esa prisa nerviosa del que quiere
que, aunque nefastamente, todo se acabe ya.
Cargan con sus maletas, cuatro cajas pesadas
en que con ellos viajan sus historias colgantes
de dos vidas que oscilan al compás de unos pasos
que quieren evitar que los vean huir
simulando que no huyen. Él es alto y muy serio
y circunspecto, igual que aquellos que no tienen
razón para ser tímidos, no aguanta que las cosas
bajo sus pies se muevan, ama las certidumbres,
porque nunca un científico da puntada sin hilo,
e ignora la aventura. Ella no es alta, mira
el pasado y lo endiosa, odia el presente, teme
un futuro ilegible, antes reía mucho
(él cree que demasiado) y volverá a reírse
cuando las cosas cambien... si es que cambian. Los dos
son imperfectos y ambos se quieren como son:
quizá dieran la vida el uno por el otro
sin dejar de gritarse. Avanzan como pueden
por la noche, en la niebla, en silencio. Aun así
sus roces y arrastrones de pies fregando el suelo
—porque cuanto más se anda más pesan las maletas—
desordenan las ratas que se ven exigidas
a esconderse en los fardos, transmutarse en estatuas.
Son demasiado largos el muelle y su cansancio
sordo sobre el cemento. «¿Falta mucho?», «No, un poco,
muy poco, me parece. Ya llegamos, ¡aguanta!»
Entre la niebla clara surge la mole incierta,
amarrada de flanco contra el muelle ahí delante,
del animal dormido y variable que aguarda
la hora de su salida hacia el mar, un gran bóvido
pardo dentro del agua oscura y del futuro.
Al llegar junto al barco se tienen que sentar
en sus propias maletas y entonces un dolor
de brazos destensados los recorre, respiran
deprisa, demasiado deprisa y sin embargo
se creen casi felices: la esperanza es así.
Sentado, desde el puente el capitán los ve
llegar tan poco a poco que su pipa se apaga
y él la insulta y golpea la cazoleta sucia
con impotencia seca. «Otros pobres ingenuos»,
musita y se levanta crujiendo de su asiento.
El rostro, ennegrecido bajo la gorra oscura,
emerge desde el negro chaquetón, por el frío
abrochado hasta el cuello. Con la pipa y las manos
dentro de los bolsillos, jura un algo, blasfema
por costumbre y empieza desde lo alto a bajar
como un dios muy pequeño envuelto entre las trizas
flotantes del carbón. Ya entre los tripulantes
que se afanan callados prestos a la maniobra,
pregunta a voz en grito: «¿Qué desean ustedes?,
¿buscan algo? Hasta aquí nada puede llegar
si no es carbón». Al hombre y la mujer aquello
les parece un pecado que los asusta más.
Y el hombre balbucea: «Aún tenemos un poco
de dinero, unos cuantos francos». «Bien, ¿pero cuánto
son esos cuantos francos?, ¿son quinientos o mil
o son diez mil?». El hombre, que es exacto, no sabe
mentir, regatear: «Todo lo que llevamos
son trescientos». Y añade: «Aunque también tenemos
esperanza». Ya se halla muy cerca el capitán
al que solo le sale decirles en voz baja:
«Lo único que hay de sobra estos días es miedo».
La pareja comienza a deshacer sus pasos
volviendo entre dos luces al principio del muelle,
mucho menos ilusos, si es posible, que a la ida.
Ahora el capitán puede ver derretirse
sus espaldas, y entonces una inmensa piedad
lo acapara, le trepa de los pies a las cejas
y lo obliga: «No van ustedes a estar cómodos
dentro de la bodega: los llevo por un franco».
Da la vuelta y camina hacia el barco sabiendo
que lo siguen los dos. No mira hacia atrás, pues
se siente muy incómodo con los agradecidos,
y bromea: «Cuidado no vayan a manchárseme.
Zarpamos enseguida». El hombre y la mujer
recién resucitados se detienen de pronto
porque el hombre, que ama las certezas, pregunta
con débil optimismo y con media esperanza:
«¿A dónde va este barco? ¡Necesito saber!».
La mujer tiembla un poco, lo conoce y maldice
porque puede que vaya a estropearlo todo.
El capitán responde pensando en otra cosa:
«Oiga, estamos en guerra, me darán el destino
a mitad de mañana, en altamar. Existen,
ya saben, los espías». «¡Pero así yo no puedo...!
Yo a ningún sitio voy sin saber dónde voy.
No podemos nosotros, es decir, yo no puedo
ir hacia sabe dios». Y encara a la mujer:
«Si quieres irte sola...». «No, que si tú no vienes
con quién discutiría», dice ella en un susurro
que disimula toda su desesperación.
Y entonces, devastados, comienzan a alejarse
de un incierto destino hacia otro insoslayable,
como sucede cuando se esquiva la esperanza.
El capitán los mira desde el puente de mando,
ya apenas enlucidos por el alba, achicarse
despacio, recargados ellos con sus maletas.
Recupera la pipa del bolsillo, la enciende,
puede que los comprenda, pero dice: «¡Tontainas!».
Son las seis. Acaricia una cuerda que cuelga
temblando en la cabina, estira de ella abajo
y la sirena empieza largamente a flotar
por el aire, en la niebla, empapándolo todo
con un mugido sordo.
Como un buey remolón
el barco se separa del pesebre del muelle
para empezar a arar las aguas imprecisas.
(del libro en elaboración Narraciones)
No hay comentarios:
Publicar un comentario