De entre las muchas y grandes obras de Ravel, enriquecidas por su orquestación, es la íntima delicia de la Pavana para una infanta difunta la que más amo y me ha acompañado durante casi toda mi vida.
La levedad del piano expande una melancolía -irreductible en mí porque tal vez en ella se reencarna Oniria-. La cadencia insiste en un obstinato tan triste como aristocrático, como una elegía insinuada que rehúye toda onstentación:
En nadie pensó Ravel al componerla, pero es como si hubiera sido escrita para Ofelia y sus iguales:
He aquí la versión orquestal dirigida por Reiner: los diferentes instrumentos van sucediéndose al entonar la melodía pianística, si cabe, más delicuescente:
Una versión grabada como homenaje a Lady Di:
La versión vocal grabada para el mismo homenaje:
Su fúnebre lirismo no ha pasado desapercibido para la modernidad, que ha utilizado su melodía para ilustrar la muerte social, como en esta adaptación de William Orbit:
¡Tantos años llevaba buscando un gran amor y desenamorándose en cuanto aparecía para convertirse en amorío!
¡Habitar una isla solitaria y encontrar allí otra soledad poblada de sí misma a la que amar como tal vez se amaron solamente los habitantes del Edén!
Pero Adán y Eva quedaban muy lejanos y ahora se puede estar aislado entre la multitud, ese ruin universo que reúne y arruina toda isla viviente.
Así que Él -Ella-, cansada ya su búsqueda, se emocionó cuando encontró a Ella -Él-: y se amaron, cantaron y escribieron palabras y alborozos de los que solo resplandecen en los labios, el abrazo y los ojos de quienes se enhechizan al hallarse y comparten la magia de la fascinación.
¡Qué sueños y delirios prolongaban sus días! ¡Qué dicha la que había de venir!
Pero la realidad maltrata la existencia y el sueño se convierte en pesadilla.
Así que Ella y Él dejaron de repente de encontrarse, de sentirse, de amarse.
- ¿Por qué esta oscuridad y este silencio en donde había luz y algarabía íntima? ¿Quién ha impuesto la ausencia en nuestras vidas?
La verdad de cada uno es lo que cada uno cree que es verdad. Y nada pueden los otros para demostrar lo contrario: porque a la razón egótica le repugna admitir su error e inventa causas para su contumacia. Solo dejamos de ser contumaces cuando sufrimos por ello: por eso solamente aceptamos nuestros propios consejos, los nacidos de nuestra propia experiencia; sin embargo, para entonces, cuánto daño nos hemos hecho, y cuánto tiempo hemos perdido, en esa inexcusable estupidez de un autoaprendizaje que no admite maestros. Como si aprender de los errores no fuese el primer paso en el camino del conocimiento.
1.- El
poeta escribe lo que siente tras una melodía reflexiva que ordena cadenciosamente
sus palabras. Sus sentimientos se parecen a los de todos. Sin embargo, algunos
poetas traspasan los umbrales de la “normalidad” y sintonizan con la anomalía
cognitiva, la sensación ultrasensorial. Ahí comienza la lírica fantástica:
arranca, de esa zona irracional, lascas que luego pule en versos y poemas
-también en determinados cuentos, que son poemas sin verso- a veces
fantasmagóricos y otras sencillamente “extraordinarios”, en la acepción que Poe
utilizó para denominar sus realidades. Surgen de esta manera estados de ánimo,
espacios síquicos, mitos o “leyendas”, como las de Bécquer, en torno a “un más
allá” que está en el aquí y el ahora del hombre cotidiano, si bien solamente al
alcance del sentir de algunos hombres.
No puedo
detenerme en ello ahora; pero indicaré, siquiera, unos puntos de partida.
¿Qué
límites poner a esta poesía? ¿Cómo acotarla para que no se extravíen sus
ejemplos por demasía o por defecto? Por lo pronto, no distinguiendo entre verso
y prosa: siendo la lírica una de las pocas ventanas por las que se asoma la
inefabilidad, no parece idóneo eludir aquellos textos que nos abren hacia la
expresión y comprensión de lo inefable, trátese de La carta de amor, de Fragonard, o de la opus131 de Beethoven.
Entiendo por lírica
fantástica -a falta de mejor nombre- aquella que provoca en el lector -al
asimilar la realidad del autor- una desubicación espacio-temporal, abocados los
sentidos, sin remedio, a la posibilidad y a la probabilidad de
otros mundos. Esa contingencia de mundos paralelos, sean cuales fueren
-sensoriales, espaciales, temporales- es la fuerza motriz de toda alteridad,
concretada en un otro yo o en una otra colectividad. Constituye la transgresión
de la realidad tradicional por la irrupción de lo insólito. Tal irrupción tiene
varias causas, aunque todas pueden resumirse en la difuminación de la
conciencia, como apunta la rima LXXV de Bécquer:
¿Será verdad que cuando toca el sueño con sus dedos de rosa
nuestros ojos,
de la cárcel que habita
huye el espíritu
en vuelo presuroso?
¿Será verdad que, huésped
de las nieblas,
de la brisa nocturna al
tenue soplo,
alado sube a la región
vacía
a
encontrarse con otros?
La cita del alma con otras almas cuando la voluntad
desaparece, viene a decir Bécquer, recogiendo una atávica fantasmagoría. Ese recurso utiliza Leopardi en El sueño: el tópico de la duermevela para mostrar un
encuentro de ultratumba con su amada, huyendo de caer en la tramoya fantasmal,
pero recurriendo a las posibilidades que ofrece la ficción del muerto
aparecido. (También es en la duermevela de la siesta cuando el fauno de Mallarmée -que Debussy inmortalizara- vive su fantasía). Más sutilmente, Coleridge muestra el rostro sin rostro
de un espíritu en el poema titulado, precisamente, Fantasma -cuya libre
versión copio-:
Todo
cuanto pudiese recordar lo terrestre,
tanto en origen
como en similitud,
se había
desvanecido.
Erguido tras la
piedra trascendida,
nada quedó en el
rostro iluminado
sino su propio
espíritu:
ella, tan
solamente ella,
brillaba con luz
propia
a través de su
cuerpo transparente.
Indefinición, la anterior, que se
define y deviene místico erotismo carnal en la Noche oscura de Juan de Yepes, quien, como tantos
otros, concede al encuentro amoroso una espiritualización que trasciende lo
efímero de la carnalidad y encarna el sueño de la inmortalidad. Y ahí, en ese
océano de tiempo sin tiempo, o tiempo intemporal, en ese rincón síquico llamado
eternidad, transcurre la aventura de la mente, avariciosa de conocimiento de lo
que fue y lo que será.
También
el malditismo -la conciencia violada por la desesperanza- es un estado del alma
por el que mirar al otro lado, como muestra Baudelaire en el Spleen siguiente:
Cuando el cielo cae
(...) sobre el espíritu gimiente,
...
las campanas, de súbito,
dejan caer su estruendo
...
y largos catafalcos, sin
tambores ni música,
desfilan lentamente por
mi alma...
La
muerte crea monstruos y fantasmas; pero también utopías, paraísos: estancias de
“el más allá” en las que prolongar “el más acá”. La ultratumba como una
persistencia de la antetumba, aunque sea dolorosa como un insoportable
purgatorio o un horrible infierno (en esa necesidad, sin duda, hay que buscar
el exitoso eco de la predicación de cuantos evangelios eclesiásticos se
disputan la carne del espíritu).
2.-
El elemento mágico raigal de la lírica fantástica es aquel que hace su
aparición en el Romance del Infante Arnaldos, y que no se explica -aunque así
se pretenda hacer- acudiendo a la hipérbole o alguna otra retórica: si se cree
en “un cantar / que la mar ponía en calma, / los vientos hace amainar...” es
porque lo divínico existe en la mente de quien observa la naturaleza. ¿O es
esta la que posee el don de transfigurarse “contra natura”?
Así
pues, lo sobrenatural es el rasgo distintivo de la lírica fantástica. Pero no
llamaría yo la atención sobre este punto si no fuera porque lo sobrenatural
entraña misterio; y es el misterio la sustancia que mayor atractivo ejerce
sobre el ser humano, ya que, como ser racional, el hombre necesita, inexorablemente
y como afirmación de su identidad, explicarse lo irracional, liberarlo de la
animalidad.
3.- En fin:
si hallase tiempo para tan atractivo tema, lo dividiría en dos apartados, más
adyacentes que autónomos:
a) Lírica de la
fantasía. Bien
pudiera denominarsePoesía de la realidad imaginada: acude a lo
ficticio como si fuera una realidad aceptada. Digamos que, como todo es
posible, las obras aquí consignadas serían aquellas que tratan una posibilidad, por muy remota que sea. El estudiante de Salamanca (Espronceda), El monte de las ánimas (Bécquer), o algún milagro de Berceo pueden dar idea
de su estrategia sensorial. Pertenecen a este conjunto invenciones metalíricas como El paraíso perdido (Milton), Fausto (Goethe), 1984 (Orwel),
Fahrenheit 451 (Badbury) o El planeta de los simios (Boulle).
Suelen arrastrar una fuerte carga alegórica.
b)
Lírica de la realidad desconocida y apenas vislumbrada. Indaga o
manifiesta esa porción del ser que se resiste a la conciencia y que cuando
aflora derriba a quien lo siente sin que este pueda evitar colocarse en
situación de sentir -y consentir- aquello que teme y que lo ama. Cuantas obras
citase en este grupo constituirían, a mi juicio, notables demostraciones de la probabilidad
de otra conciencia: aquellas obras que asoman al lector a un espejo que le
abruma, como ocurre con los autorretratos de Van Gogh. El cuervo (Poe),
El rayo de luna (Bécquer), Funes el memorioso (Borges), Todos los fuegos el fuego (Cortázar)... me parecen evidentes ejemplos. También cabe aquí
aquella poesía que apela a un ser no admitido por la lógica convencional, que
avizora o vislumbra otros mundos: la mística ronda esta literatura, que solo lo
es en cuanto que el hombre escribe para reconocerse, no para exhibir su
inteligencia de poeta o autor.
De cómo provocar miedo sin estridencias ni monstruos exteriores. El tema explícito del doble. Una mirada a la infancia adolescente muy distinta a la del mismo director en la memorable Matar un ruiseñor.
Predicaba Oniria en el desierto, que es el público que mejor sabe escuchar y aplaudir a través de los siglos. El eco murmulloso editaba en las paredes del viento su melodiosa voz sencilla y pura:
Mi escritura se alimenta de mi vida: por eso ambas son tan frágiles. Algún perverso endriago me hizo sentir desahuciada y remití mi existencia a lo que salvase mi escritura. Muchas veces confesé que cuando no necesitase escribir sería la demostración de que mi vida había vencido sus fantasmas. Por eso antes me aterraba la afasia. Ahora me alegra no tener qué decir.
Creo que ya no soy un castillo habitado por monstruos solamente. Tal vez, por fin, puedo afirmar que las palabras ya no son mi espejo. Y el verbo se calló.
En un rincón un cofre simulaba antigüedad. Estaba lleno de monedas doradas y herrumbrosos bombones. Cada vez que lo abría, con su mano tocaba su niñez, cuando “La isla del Tesoro” y sus afines eran la única realidad y su hogar el abandono desde el que huir a esos mares lejanos para buscar los paraísos que, puesto que existían en su corazón, debían existir en algún sitio. Se dejó caer sobre la alfombra.
Vio los cabellos sueltos de todos los tamaños y colores, rizados y sin rizo, morenos, rubios, cortos, teñidos, largos, uno de cada clase, como trofeos, reliquias, flores en un jardín: solía colocarlos sobre la cama para que quien los viese se esforzase en ser mejor que “la otra”: “la que conquista es siempre aquella que se hace imprescindible: en la risa, en la melancolía, en el sexo, en los secretos, en todas ocasiones; cuando alguien siente una emoción, y al deseo se anuda el rostro, el cuerpo, la mente de una persona, esta se hace necesaria, inevitable, ya no piensas en otra”, solía decir como estrategia.
Sobre la alfombra estaba, de bruces hacia el cielo, aunque el techo impidiese su visión, no su contemplación, mientras caía la música como una ninfa bella desatada de un sueño y convertida en lluvia salmodiando su cuerpo, sobre su piel y sus ojos cerrados, abandonado el libro durante unos instantes para atrapar el éxtasis, dejándose acunar por la dicha, un ladrido lejano, un susurro del viento, un recuerdo ancestral sentido como propio, el pasado mugiendo en la memoria devoradoramente, el porvenir intruso con su puerta insegura, pero el presente allí, tan solo superable si aquellas sensaciones alguien las comprendiese, si aquella plenitud la compartiese un cuerpo de carne, inteligencia y sensibilidad, un amoroso ser de ternura creciente, de indómita sustancia para su corazón cansado y añorante, un bebedizo mágico que le diese la paz, que le otorgase la mirada absoluta en la que dos sintientes se reconocen y arman el complot absoluto de la felicidad. Alguien vendrá, alguien vendrá, sopla con furia, repitió volviendo a la lectura.
Y allí el ventilador, como una cúpula espiral aventando las notas en una brisa tenue por todos los rincones y sus poros. Sabía que no era cierto, pero daba lo mismo: entró por la ventana, traspasando barrotes, y se tendió a su lado, ceñida su figura por la cenefa azul y toda la lujuria y el amor en los labios, sus gestos eran lentos, apenas se movía, como una nube que aspirase la lluvia hacia lo alto en vez de derramarla, una levitación constante cayendo tenuemente y no cayendo con tanta lentitud que la ecuación más vertiginosa o la velocidad mayor hubieran regresado a su comienzo antes de alzar su vértigo infinito, y a su lado tendida, paralela al delirio y al sueño más sublime, yacía sujetando su voz con su mirada para que no dijese, para que se callase, para que si sentía fuese un silencio que no dejase huellas, que no guardase pruebas de que había existido, la duda en el amor es lo que hace que viva y se renueve para saberse cierto, acaríciame suave, sin tocarme, sin verme, sacude los espasmos que habitan mis entrañas y pugnan por salir y vivir para ti, para mí, suéñame, víveme, pon tu mano en mi mente, túrbame con tu aliento, déjame compartirte, déjame ser tú junto a ti y esfuérzate en ser yo junto a mí, es la única certeza el instante del beso, púlsame con tus dedos distantes y sacrifícame, me entrego, soy tus ansias, escúchame plañir como esa música, entra en mi corazón y arráncalo y sórbelo en tu boca hasta que forme parte de tu sangre la mía, ¿me has oído?, te amo ...
Fue un rayo fulminante: toda una eternidad esperando la plenitud y ahora que estaba allí no sabía qué hacer, dejó que se marchara; porque ¿qué hacer con el amor cuando se encuentra?
Sostiene Blanca Andréu -en un correo personal en el que enlaza un blog público- que, según una quimérica encuesta, es la quinta -o el quinto- mejor poeta de las últimas décadas: me alegro; y me alegraría más si, en verdad, lo fuera. Porque ya se sabe que las encuestas se hacen para que quien no tiene criterio propio sepa qué debe pensar; lo que se olvida, o no se sabe, es que en arte -en poesía- no hay democracia, sino individuo. Y lo que no quiere recordarse, aunque se sabe, es que algunos individuos son humildes y otros solo vocíferos fantasmas.
En varias ocasiones he citado a
José Cantero. Algunos me preguntan sobre él, y yo, poco perplejo ya por sabedor
de que nadie es profeta en su tierra -en su tiempo, sería más exacto-, no
quiero eludir la ocasión de dedicarle unas líneas.
Lo conocí en 1967, en Salamanca.
Allí residía desde su adolescencia. Había nacido “a cuatro pasos de Orihuela”,
en diciembre de 1946, y vivido en una calle cercana al Colegio Santo Domingo, a
cuyas aulas asistió durante algunos cursos, aunque ni él ni yo nos recordábamos
viviendo en los recuerdos del otro. Nuestras afinidades se explicitaron
enseguida y, a pesar de que no volvimos a vernos después de 1988, mantuvimos
durante 25 años una correspondencia para mí tan enriquecedora como atormentada.
Deudor me siento de Cantero. Nunca he olvidado las mañanas en que nos
dedicábamos a entorpecer el estudio, en Anaya, de nuestras condiscípulas, y a
escribirles sonetos acrósticos “en catorce minutos”, como los versos, más uno
“para repasarlos”. Tampoco olvido -jamás lo olvidaré- un atardecer crucifixante
y golgotado subiendo al cementerio de Ávila en busca de una tumba que no
llegamos a encontrar.
Repaso esa correspondencia y la
tristeza y la nostalgia se sientan a mi lado como amigos que me hieren al
compás que me consuelan. Hay en ella persecuciones en que las batutas de “los
grises” nos imprimían pentagramas discordantes en la espalda; hay tercas
evasiones de las clases de Lázaro Carreter, mientras sus ojos polifémicos nos
busconeaban para criticarnos algún poema en la edición anotada del día
siguiente; hay acordes de guitarras lastimeras en las madrugadas bajo los
balcones de muchachas que a veces, solo a veces, callaban nuestras bocas con
las suyas mientras el ruido de El General pasaba en ronda nocturna y
dispersante, poniendo, sin saberlo, el toque de queda en nuestros besos
clandestinos; hay tardes junto al Tormes, bajo el Puente Romano, con olores a
invierno y mucho frío, jugando a ser Calixtos de bellas Melibeas mientras la
noche hacía de Celestina y el toro del Lazarillo mugía como un viento
centinela; hay recitales, vértigos, dolor, amor, y risas, y llantos apagados
por el vino; hay un fray Luis amaneciendo ebrio, desperezándose con un vaso en
la mano, en brindis con el cielo, y un rector Unamuno que no podía gritar su
autoridad porque un cigarro impertinente amordazaba su voz tantas mañanas; hay
juventud vivida con angustia; hay poemas.
Solo pretendo dar un escorzo de
José Cantero. Y como un autor vive para escribir y hace de su escritura su
única vida, prefiero mostrar fragmentos de esa vida -su obra- a otros datos
externos “imprescindibles” solo para los eruditos -entre los que no me cuento-
que eligen “saber” eruditamente sin comprender tras esa erudición. Por eso
copio este texto (marzo, 1972):
Vía cognitiva (Homenaje en La Flecha)
Hay un lugar detrás del
horizonte,
y junto al corazón, de paz
serena
y suave amenidad y gozo
lleno.
Baja la nube y trepa al
cielo el monte
en esos verdes prados donde
suena
la música del cosmos dulce y
pleno.
Allí brota clarísima fontana
con el agua más pura, y el
espliego
perfuma allí la vida cada
día.
Allí la claridad es
cotidiana,
allí se mece el alma en el
sosiego
y promulga la luz su
epifanía.
La oscura y blanda hormiga
allí construye
la máquina del orbe en
miniatura
que al ideal del hombre se
asemeja;
y para aquel que lo mundano
huye,
en mágica y severa
arquitectura,
la laboriosa abeja su miel
deja.
Delicada mesura hay en la
rosa,
fulgor y rojo aroma en su
belleza,
y la fugacidad de su pureza
resumen es del ansia,
codiciosa
de eternidad y plenitud,
gloriosa
al elevarse en su
naturaleza.
Entre libros y amores
dividido,
paso mi tiempo fugitivo en
una
eterna primavera dilatada.
Fervoroso y ardiente, y
trascendido,
ni temo al llanto ni a la
gris fortuna
en el solaz azul de esta
morada.
Voy a su paz colmada de
infinito
cuando de la verdad pierdo
el sendero
y me tientan los falsos
esplendores.
La soledad templada
necesito;
y del resto del mundo sólo
quiero
un pájaro, una fuente,
algunas flores.
Debo decir al lector que ni este ni el siguiente poema que rescato figuran en la edición de
Poesía total (1993), libro que él
mismo preparó y que no quiso ver
impreso. Quizá estoy traicionando la memoria del amigo al difundir sus
confidencias que, por otra parte, él desestimó en la antedicha obra por
juzgarlas, sin duda, primerizos poemas, de corte clasicoide, y ajenos a la
estética que asumió. Ciertamente, la poesía de José Cantero navega -y la
amistad, náufraga, no me ciega- por otros derroteros más exigentes y herméticos.
Pero ya he dicho que estoy apuntando al hombre y no solo al poeta, aunque este
absorbiera y vampirizase a aquel.
Una autocrítica severa le llevó a
decir en una entrevista, consciente de su alejamiento de la poesía al uso: No
espero nada de la crítica; en todo caso, descalificaciones. Y con el tiempo
fue abandonando la escritura (deduzco que hacia los 35 años), su profesión de
bibliotecario, su familia, toda vida social (hacia los 40) y hundiéndose hacia
dentro de sí mismo. (Ya no leo porque solo se publican libros, igual que no
voy al cine porque solo ponen películas). Y la soledad física conduce a
la soledad síquica, en un solipsismo inextricable: algún amor secreto y poco
venturoso consumió sus últimos años. Murió el 8 de marzo de 1993: Newton -la
fuerza de la gravedad- lo asesinó contra el suelo 25 años después de otra
muerte que estigmatizó toda su vida. En su ensayo Los poetas suicidas (1990) afirmaba: El suicidio es la ejecución
de Dios: por haberse atrevido a crear una obra imperfecta. Y en su última
carta había escrito con una letra rota: Envidio a los condenados a muerte:
ellos no tienen que elegir. Y acompañaba este poema, al parecer dirigido a MDM:
Amanecer
Mira
mi
sexo
anclado
entre
tus
ingles
y dime que no escuchas el fragor
del
cosmos
renaciendo
en
tus
entrañas.
Hasta aquí el breve apunte de este
hombre que nació para escribir su muerte. Nunca supe su segundo apellido:
como si hubiese ocultado su verdadera identidad (Soy hijo natural, y
huérfano). Lázaro Carreter, en el prólogo al libro citado, tampoco aclara nada. Otros dirán de
él lo que yo no he sabido -y, por doloroso y próximo, no he querido- decir.
Morir: caer desde la duda hacia la
sima de la incertidumbre (Poesía total,
p 207).