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La vida era doliente y transcurría. En el cine de El Oratorio, don Antonio Roda, su santo y sacerdote director, gritaba en medio de los besos escapados a la tijera despistada: «Son hermanos, son hermanos». Yo no entendía bien y sólo me reí mucho después. En el de Santo Domingo («Por haber sido malo, cada media hora del domingo a presentarse, prietas las filas, gestos marciales, al páter conserje» y claro, como el ir y venir impedía cualquier juego indecente, pues a ver la película decente), el páter director, muy poco nibelúnguico no obstante, don Alejo García, solía interrumpir las situaciones semejantes saliendo de la sotana que abría y desabría la pantalla para evocar no sé qué músico llamado Haydn y que entonces me parecía tan intruso como su evocador.
Recuerdo un viaje de estudios dieciseisañero por las Francias, las Austrias, las Italias (6000 autobusísticos kilómetros en quince días) y me veo junto a otros como yo mirando a
Cleopatra y
Tom Jones en alemán y no entendiendo ni lo que veíamos.
Juntos hasta la muerte y nunca hasta la cama, se predicaba entonces. Era posible amar a
Laura, pero no antes de matar los
Deseos humanos, porque serían nuestra
Perdición. Nos tapaban los ojos, los oídos, para que no supiéramos que
el amor también podía ser «algo que termina al amanecer», como decía no recuerdo quién ni en qué película.
En
Corazones indomables, Henry Fonda y
Claudette Colbert habitan una casa en la que los cobija uno de esos personajes ásperos y tiernos, de bronco y adusto parecer y comprensivo ser que el maestro
John Ford sembró por su filmografía. Colbert y Fonda entran en el cobertizo y sienten el casto orgasmo de la felicidad al contemplar la chimenea, símbolo del hogar, del calor, del amor. En la hermosa y genial
El hombre tranquilo, es la cama, llena de honestidad, la que se estremece ante los chespirianos
Maureen O’Hara y
John Wayne, apasionados y violentos en su erotismo reglamentado por una sociedad de convenciones en la que los sentimientos deben ocultarse. Aunque la fierecilla, en este caso, doma tanto como es domada, porque su pelirroja cabellera simboliza un amor con el sexo escondido pero inserto en sus guedejas, y el domador también entiende de ternuras.
A los estrábicos alcahuetes de la castidad en la posguerra se les olvidó, como es ya tópica sapiencia, esconder el incesto que engendraban en
Mogambo, cuando abortaban la relación sentimental de
Grace Kelly y
Clark Gable a la sombra del animal más hermoso del mundo, como algunos quisieron ver en
Ava Gardner.
Hitchcock, otro gigante de las pantallas, crea una aventura prodigiosa
Con la muerte en los talones, y los censores cortan la escena en el camerino trenístico, cuando la bella
Eva Marie Saint se deja seducir por el cazador cazado
Cary Grant. No obstante, los bizcos cortadores del césped filmográfico no vieron el coito metafórico de la escena homónima y final, cuando el tren
penetra un túnel como un sexo otro sexo.
No todo era censura, claro está: como condescendencia al morbo,
Anatomía de un asesinato incluía la palabra
bragas entre sus diálogos. Gilda
Hayworthse desnudaba el preservativo enguantado en su brazo mientras felacionaba mentalmente a los espectadores. Y otro éxito fue el de
El graduado, claro que
Dustin Hoffman aclaraba que el sexo a secas con
Anne Bancroft no le era suficiente porque lo que ya necesitaba era el amor, y se rapta a la chica desde el mismo altar en el que ella iba a casarse para casársela él, eso sí, castamente.
Sin embargo fueron castradas, tal vez por considerarlas zoofilia, las caricias de King Kong a Fay Wray: yo recuerdo que, al revisarla hace una década en la televisión, no recordaba aquellos manotazos o dedazos ternurotes y asombrados de la bestia a la bella.
Muchas imágenes fueron guillotinadas por los amputadores del universo mundo, y ninguno, si no es con el auxilio de la televisión al convertirse en cine (cuando descansa de los concursos y la publicidad) competidores en embarazar de necedad el mundo, hemos tenido la suerte de que nos ocurriera como al personaje de
Cinema Paradiso, receptor de los besos robados en su infancia por la mano mismísima del que se los secuestrase a la pantalla.
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¿Cómo iba a ser la vida en esa España sino un apunte manuscritamente erróneo de lo que es la existencia en realidad e intensidad? Al castrársele a la vida el amor en toda su dimensión, sólo queda la imagen del misterio, resuelto por la mente como un milagro en forma de cigueña, o de una represión dilatada en amores o amoríos placebos del amor, o válvulas de escape de la mente sobre los chistes fáciles, burlas en medio de una
Calle Mayor con su tragedia provinciana de sueños pisoteados, machismo y misoginia vergonzantes, la sumisión de la mujer, la estupidez del hombre creyéndose querido cuando era tan nada más que odiado por la esposa o el hijo. En ese mundo en el que la sinrazón vital sustituyó la razón de la vida, en el que el pecado de la castidad (porque es
contra naturam) exilió la sensualidad hasta reducirla al sexo familiar y procreador, era fácil creer, o hacer creer, que igual que existía un Ser Supremo en el Olimpo de los cielos había una providencia terrenal con rostro de Caudillo que vigilaba con sus enmascaradas manos (y su voz en
off añadida para apoyar la tesis) la vida ciudadana de cualquier
Ladrón de bicicletas que se arrepintiese de haber querido sobrevivirse a la muerte de hambre y de miseria pensando tan siquiera que era posible hacerlo transgrediendo una sola de las normas de aquella sociedad tan justa que encumbraba a quienes morían o asesinaban en nombre de la Patria y olvidaba a quienes la sufrían porque unos carceleros de la mente la habían secuestrado a su antojo dictador y estupidizador. Se explica la proliferación de cine
histórico con su cartón de piedra y su piedra tatuada con nombres de
Colón o
Agustinilla de Aragón o Marcelino o
Juana la Loca, símbolos o emblemas de amores tan santos como puros y patrióticos. Y que, en su vertiente liberatoria de la represión, apareciese luego el macho ibérico como paradigmático contraste de la fiel infantería y el
landismo deviniese o se categorizase como una
Asignatura pendiente, o el bienaventurado tonto del pueblo (capicúa de la consigna
el pueblo es tonto y sólo hay que tenerlo en cuenta en tanto que nos sirve) degenerase en el linamorguismo disuasorio igualmente del poco seso que quedase en las molleras, porque el seso y el sexo son directamente proporcionales a la sensibilidad e inversamente a la inteligencia y la cultura. Ya quiso decir
Marxque la televisión es el opio del pueblo, porque el cine no existía en su tiempo y aún no podía utilizarse como impune y opiómana religiosidad alienatoria de la verdad. El amor tenía que ser conyugal (aunque el conyugalismo, a pesar de la ejemplaridad de
Glenn Ford en
Los sobornados o
Semilla de maldad,se suponía más sórdido desde que
Frank Sinatra y
Lee Reemick así lo explicitaran desde
El detective) y tan ausente de lubricidad que incluso Tarzanín había sido engendrado sin la conjugación horizontal de cualquier verbo copulativo entre el
Weissmüller y la Sullivan, sino a la inacadémica manera y camasútrica actitud de don san José y doña Virgen María. En fin.
Las únicas películas
de amor eran las muchas versiones adulteradas y no adúlteras, al margen de su calidad, de
Romeo y Julieta: Orfeo negro, Un hombre y una mujer, West side story, Los tarantos, El amor brujo, Love story. De entre esas historias,
Breve encuentro predicaba como ninguna que la infidelidad conyugal, de existir, debía incluir la castidad, además de un billete de regreso al comprensivo hogar. Aunque
Orson Welles, el titán más genial de la pantalla, mostrase, en prodigiosa elipsis, el paso del amor al desamor filmando en un círculo sabio al
Ciudadano Kane y su esposa asexuada.
Pero la cima del amor asexuado tal vez fuera
Del rosa al amarillo, con sus dos historias de antes y después de la pasión, con sus dos parábolas sobre el amor más fuerte que la carne, con la castidad (o la castración) de nuevo como único tema: incluso en ella se conjugaba verbalmente el verbo
amar como si se tratase de algo aséptico y no de pura vida, carnalidad, sanguinidad, ternura pero también pasión. La destreza de los legisladores consistió en convertir (para las mentes cuya pureza cuidaban) un acto natural, el sexo, en un artificio añadido al amor por las malas conciencias de allende las fronteras donde ni Dios ni Patria ni Caudillo existían, sino el mal y el desorden gobernando las calles.
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A veces la realidad gasta bromas pesadas a la historia, y lo que nace como un canto a la revolución se convierte, porque la existencia es un laberinto inextricable e impredecible, en un panegírico de la contumacia. Lo más hermoso de la hermosa gesta de
Espartaco es la amorosa historia de hermosura sensual entre
Jean Simmons y
Kirk Douglas, el cruce de miradas con que Kubrick traza su idilio bucólico imposible: bien es cierto que no parece creíble tal delicadeza y sensibilidad, honestidad y respeto sexual en el mundo de esclavos que refleja, donde la fuerza y no la tolerancia eran el origen del mundo y la supervivencia. Pero el espectador agradece la ternura entre las espadas, y la violencia queda paralítica ante el ámbar de unas imágenes inesperadas en un universo de combates. Los amantes convencen de que incluso en la adversidad y la miseria existe el paraíso interior cuando los corazones se anteponen a los egoísmos. Si el filme se vio en España fue porque, suprimido el otro idilio entre
Laurence Olivier y
Tony Curtis (Olivier: «Mi gusto incluye tanto las ostras como los caracoles»), la imposible victoria de los oprimidos está desde el comienzo anunciada cuando Espartaco es vencido, pero sobrevive, en el duelo sobre la palestra con
Woody Strode (El sargento negro de Ford), quien se sacrifica para que el destino consuma la derrota del libertador en brazos de una cruz, como un cristo siempre colérico ante los mercaderes de la Roma que tan lejana en la opulencia y tan cercana en el espíritu estaba de la España del posfratricidio. La lucha por la libertad quedaba así reducida a la aventura de un Quijote tan perdedor como heroico. Y el guionista supo usar el lenguaje que convenía para reflejar esa íntima derrota: que la esclavitud no es solamente un estar en la vida, sino un ser adquirido y sustancial, y el eglógico encuentro entre los amantes es desolador y es elocuente. «Prohíbeme que te abandone nunca», dice Varinia; y Espartaco condesciende en su lenguaje impositivo, contra cuyo significado está luchando: «Te lo prohíbo». Unos actores en estado de gracia, un color hacia el que propendía
Kubrick antes incluso de hallar sus filtros mágicos para
2001,un relato de altruismos y de heroicidades, una melancolía que salta de la épica a la lírica, siempre dentro de la más alta poesía, debieron convertir la cinta, paradójicamente, en una especie de cruzada paralela al devenir del franquismo. El
Todo por la patria parecía latir en aquel espectáculo de masas venido de tan lejos, con holocaustos tan ajenos al moscardón del Alcázar como recordatorios del mismo en las mentes de quienes han ajibarado el mundo a la visión impuesta por el más célebre de los desconocidos, el caudillo de las tinieblas, ya lo he dicho, Jaime de Andrade.
Espartaco estaba dando, sicológicamente, carta de garantía de nobleza a dos décadas de Franco.
En aquel mundo que huía de una guerra, aunque mantenía las cárceles y los fusilamientos
(Senderos de gloria, golpe mortal contra la muerte militar, no pudo verse hasta años después), la vida cotidiana debía ser tan feliz como fuera pintada por el cinematógrafo. Y otra película vino a forzar y reforzar la imagen de un país en el que el gansterismo era un señor simpático conquistador de una dama tan
hija de María como entregada a la libertad de un amor que redimía al tahúr: de nuevo Jean Simmons, ahora con
Marlon Brando, cantaba las excelencias del error subsanado por el arrepentimiento en el musical
Ellos y ellas, de
Mankiewicz. Una vez más venía a legitimarse que los excesos visuales habían de secuestrarse como servicio a un espectador que se desencantaría si creyese que la vida era tan libertina como algunos chorizos de la libertad, además extranjeros y sandios por lo mismo, pretendían mostrar en la pantalla.
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¿Y cómo abrir la mente o las fronteras si podían entrar los invasores de las almas en forma de extraterrestres comunistas, igual que desde la parafernalia extranjeril y xenofóbica llegaban alienígenas tan monstruosamente monstruos como los de
La guerra de los mundos, El enigma de otro mundo, La humanidad en peligro, La burbuja, El día de los trífidos, El experimento del doctor Quatermass, La invasión de los ladrones de cuerpos, Planeta prohibido, dispuestos todos, y otros muchos peligros, a devorar nuestras creencias o a castigarnos por transgredirlas? Ahí estaban, sin ir más lejos que a nuestras pesadillas o a nuestras intenciones sumergidas, la criatura del pantano o el señor Hyde acechando al ingenuo y arriesgado señor Jekyll. Porque si bien es cierto que algún extranjero podía venir a poner paz, como un bienllegado
mister Marshall cualquiera, pudiera ser engañoso o en todo caso equívoco, como el odiosamente amado de
Ultimátum a la Tierra, que, tampoco había que olvidarlo, al fin y al cabo era pura ciencia-ficción y no, como los antedichos títulos, mensajes disuasorios y bienintencionados frente a las ideologías extranjeras. ¿Acaso no era manifiesto que todo lo no español era un cúmulo de calamidades en este
Este perro mundo? ¿O no era evidente que el juglar de la alegría de
Cantando bajo la lluvia o
Un americano en París mentía en su júbilo y su
joie de vivreporque «se canta lo que se pierde» y tal euforia sobre la existencia era igualmente una ciencia ficción y cuentos de hadas para confundirnos en la creencia de que existían tierras de jauja? Lo que era certeramente cierto es que uno podía, si abría la boca del pensamiento para perderse en el discurso de la transgresión de las consignas, podía o debía, digo, encontrarse preso de una locura semejante a la de
El proceso, experiencia terrible por la que no valía la pena arriesgarse a meter la cabeza en la ventana de otras ideas, nefastas además, y que exigían y justificaban un guardián tan carismático como
El gran dictador, filme que, por si se malinterpretaba, no llegó a las pantallas y se sustituyó por tanto homónimo antipódico nacido, lo repito, del evangelio según El Campeador Francisco Franco. Por eso hubiera sido un delito de lesa caudillez concienciarse (léase
prostituirse) como cualquier
general della Rovere. Además, quien se empecinase en quebrantar
El séptimo sello de aquella sociedad tal vez se viera amenazado,
Al final de la escapada mental, con el horror de ser poseído por
La semilla del diablo extranjero. (Por entonces los
grises golpeaban en los pechos a las chicas, y con toallas mojadas nos azotaban,
para que no se note).
Bien. Mixtificada la energía erótica, puede transustanciársela y orientársela hacia el poder y hacia la sumisión como obediencia, a la divinización y la santificación para merecerla. Los Reyes Católicos, que por algo eran católicos además de reyes, ya supieron que debían suprimir el feudalismo no por lo que tenía de dictadura, sino para que no le hiciera sombra a su despostismo centralizado y personalizado, tal como han hecho todos los Francos que en el mundo han sido eliminando a sus competidores antes, durante y después de encumbrarse como únicos titanes del poder. De modo que, dominada la energía genesíaca, como ésta ni se crea ni se destruye, sino que se la transforma (y toda transformación es una creación) en
amor a la patria y en
amor a un tal Dios, terrible es considerar que
Marcelino, pan y vino es en realidad una novela gótica a la que se le ha dado la vuelta para convertir el horrible castillo en buhardilla mágica y el monstruoso esfínter de la maldad, draculón o dragón en un alien de hadas (reintegrado a la vida por un excelso y celestial Doctor Franfenstein del castillo del cielo) crucificado en el altruismo de sufrir su dolor para evitar el nuestro, nacido, para INRI mayor, del egoísmo. (Claro está que tal interpretación tan gratuita solo es una deformación del laberíntico, estruendoso y retorcido pensamiento de una mente urdimbrada en aquel tiempo). Mézclese esa entelequia de redención y magia con el amor frugal y conyugal y casto y masturbado de pureza, más arriba aludido, y tendremos
Ordet urdiendo su milagro y su fascinación inesperada con su cámara inerte y sus planos tan planos como el páramo de protuberancias sexuales en la imaginería amórica del cine de este tiempo. Probablemente el éxito de
Stromboli se debiera, tal vez, a que encarnaba la ambiguedad de un amor indefinido, hermafrodita o anfibio de lo humano y divino, como toda la mística en esencia. Se aseguraba con ello el espectáculo ardoroso y proselitista de tanta superproducción jesucristiana o paracrística, si además se le inserta el heroísmo, la acción y la aventura:
Quo vadis?, La túnica sagrada, Rey de reyes, La historia más grande jamás contada, Ben-Hur, Barrabás… y proxenetismos espirituales como
Molokai o
herejías como
El evangelio según Pasolini…
Pero el pueblo tampoco era del todo ingenuo: en la bíblica ficción de
Sansón y Dalila, la hermosa
Hedy Lamarr, glamurosa desde su desnudo bajo el agua en
Éxtasis (y liberada así de ser otra perpetua
hija de María a que intentó condenarla
il suo casto marido millonario) sacrifica, semejante al gran Judas, su amor ante el destino redentor del hercúleamente orondo
Victor Mature: y el pueblo, como digo, entontecido y estupidizado pero no tonto ni estúpido, que captaba lo que había de metonimia sexual, cantaba al compás de la música del film: «Dalila, no me tomes el pelo,/ que por cuatro pesetas/ me lo corta el barbero».
No menos pesadumbroso resulta reprimir o abandonar la reflexión de que la admiración por
Alan Ladd en
Raíces profundas o
Gary Cooper en
Solo ante el peligro no se debía a que fueran hombres justos, sino a que no tenían miedo o lo vencían si les asaltaba en medio de una duda, lo que potenciaba alardes como los de
Agustina de Aragón o
El Cid…
En fin: en aquella España de jauja y pandereta en que el maná llovía desde aquel que ordenaba desde El Pardo, que no era mal pardillo, en lugar del carnal se hacía
streep-tease del machismo, el patrioterismo, la misoginia, el iberocristianismo, la misantropía universal (excluida la
España una, grande y libre). Franc
omente: no se entiende muy bien cómo casaban, entre tanta castración, las subvenciones para que cada hogar se convirtiera en
La gran familia.
Tal vez fuera el cine del buen
Capra el único que mostraba cómo ser bueno sin ser tonto, aunque los malos así calificaran la bondad en un mundo de conciencias bastardas y gánsteres disfrazados de pícaros:
James Stewartsiempre nos convencía de que era mejor ser un
Caballero sin espadaempeñado en demostrar
Qué bello es vivir.
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Adolescentes éramos, y con tan sanas líbidos como para sospechar que, de tantas puñaladas en la ducha de
Psicosis, alguna habría pene
entrado como la de un buen glande enmascarado y sin el antifaz. Porque no consiguieron convertirnos en acomodados
voyeurs mirando solapadamente el mundo como si de
La ventana indiscreta se tratase, y por la que percibir, como únicos oxígenos, con la excusa del baile, las lujuriosas y rítmicas escaramuzas de la sensualidad trepando hasta las caderas desnudas, pero ocultas, de la sin par Dulcinea
Cyd Charisse. Nadie pudo robarme la imagen más erótica del cine, el amor más profundo visto en sombras, la castidad más sensual, el éxtasis más místico y lujúrico, el orgasmo mental con más fisicidad: una desconocida que nunca volví a ver y cuyo nombre indagué,
Rosemary Forsyth saliendo de un río, o una ciénaga, con la luz asombrándole los hombros y
El señor de la guerra Charlton Heston (quizá porque su confusión entre pasión y amor, en medio de la niebla medieval y el corazón entre la pesadilla de un buen sueño era como la mía) enamorándola por mí. (Años después, supe que
Cirlot se adueñó antes que yo de aquel filtro amoroso y lo hizo verso, como yo había querido hacerlo carne para mi boca, sangre para mi pluma).
No sé si el siguiente grafiti cinematográfico lo leerá su autor en esta página. Tal vez ya sea famoso, o quizá lo ha olvidado. Yo lo copié, no fui el único, en una escaramuza dominguera por el Tocador de señoras, mientras otro cual yo me hacía la guardia para que no me sorprendieran. (Lo del Tocador de señorassiempre fue para mí un privilegio literal: pensaba que al domingo siguiente podía ser yo el agraciado y convertirme, por un día, en ese tocador. Pero no). La escritura rupestre, y fantasía erótica, se titulaba En la cama con Marilyn y se firmaba como J C. Mucho tiempo después, recordando aquel texto, algunos apuntaban como presunto autor a J. M. Caballero Bonald, C. José Cela, J. Cantero o incluso, más escatológicos, Jesus Crhistus). Comoquiera, lo transcribo como un anónimo homenaje de cuantos amamos aquel mito:
Cada vez que me tocas o te toco
y juntamos tu boca con mi boca,
siento que soy el mar y tú la roca
y que el beso nos une poco a poco.
La épica del coito nos provoca
batallas de lujuria y un seísmo
sexual que hacia la magia y el abismo
de las salacidades nos desboca.
No hay éxtasis ni otro alto misticismo
como el orgasmo lírico y profundo
de dos cuerpos clamando al erotismo.
El universo entero se transforma:
sé que fuera de ti no hay otro mundo
y que sólo el amor tiene tu forma.
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A menudo se acude al pasado como si fuese
La isla del tesoro y se regresa con la única riqueza rescatable: saber que recordar contumazmente es matar el futuro, que hubiera sido tanto como seguir las consignas de aquel régimen que pretendía mantenernos en
El sueño eterno de un limbo esclavizado en el que la cítara de
El tercer hombre distraía la dictadura del primero de España,
Franco, ese hombre. Había mucha
Sed de mal en aquel régimen, y se equivocaba el capitán Quinlan al acertar con la intuición transgrediendo la razón.
En aquel tiempo en el que cualquiera podía sentirse Rebelde sin causa, todos éramos presuntos de culpabilidad, porque la inocencia no era una presunción o un derecho, sino un privilegio concedido a quien se arrodillaba, era algo que violar para que en ella se engendrasen, como un óvulo roto, los espermatozoides de la patria. Afortunadamente, aunque todavía quede en el inconsciente colectivo, ya todo aquello ha ido convirtiéndose en Lo que el viento se llevó. Y se aprende que todo es el envés de una moneda de la que solo nos mostraron su mitad. Que a todo se le puede dar la vuelta y el universo cambia según la perspectiva. Y por si alguna duda había entre mis dudas sobre la incertidumbre de las cosas, al divisar El planeta de los simiosreconocí que no era sólo yo quien miraba al revés todas las cosas
De aquel pasado queda cuanto la memoria sabe escanear para su identidad. Siempre el recuerdo es un ayer fingido. Hoy somos una herencia que no quiero legar como heredé. Quiero creer que nadie así lo quiere. La libertad no me ha enseñado a ser más libre de lo que era yo en mi propio corazón: de la libertad política y real nada aprendí sino que era más hermosa la que yo había soñado, aquella que buscaba y no encontró Espartaco, pues la utopía deja de serlo si no es impracticable, y la libertad se había quedado en El País de Nunca Jamás y yo hacía mucho que había dejado de ser, con qué tristeza, Peter Pan.
Como en las mejores películas, las palabras tachadas, la voz amordazada, las imágenes rotas, la sumisión impuesta y no aceptada, enseñan a huir del despotismo y de la intolerancia. Tal vez muchos salimos de aquel mundo como salía Charles Laughton de aquella aula infringida en el film de Renoir: soñando ser un héroe inesperado si se nos presentaba la ocasión y el acicate de un amor más poderoso que la muerte y el miedo y el silencio y el vértigo, la soledad y el abandono.

Antonio Gracia es autor de
La estatura del ansia (1975),
Palimpsesto (1980),
Los ojos de la metáfora (1987),
Hacia la luz (1998),
Libro de los anhelos (1999),
Reconstrucción de un diario(2001),
La epopeya interior (2002),
El himno en la elegía (2002),
Por una elevada senda (2004),
Devastaciones, sueños (2005),
La urdimbre luminosa (2007). Su obra está recogida selectivamente en las recopilaciones
Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), de 1993, y
Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004), de 2009. Entre otros, ha obtenido el Premio Fernando Rielo, el José Hierro y el Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana. También, aunque despojado de él contumazmente, el premio Loewe. Sus últimos títulos poéticos son
Hijos de Homero,
La condición mortal y
Siete poemas y dos poemáticas, de 2010. En 2011 aparecieron las antologías
El mausoleo y los pájaros y
Devastaciones, sueños. En 2012,
La muerte universal y
Bajo el signo de eros. Además, el reciente
Cántico erótico. Otros títulos ensayísticos son
Pascual Pla y Beltrán: vida y obra,
Ensayos literarios,
Apuntes sobre el amor,
Miguel Hernández: del amor cortés a la mística del erotismo y
La construcción del poema. Mantiene el
blog Mientras mi vida fluye hacia la muerte y dispone de un portal en la
Biblioteca Virtual Cervantes.