Decidieron compartirlo todo hasta que la realidad cotidiana, que no entiende de sueños, vino a mostrarles su inexorable desengaño. Entonces lloraron, se separaron y volvieron a encontrarse muchas veces; encuentros que condujeron a otras sucesivas separaciones y reconciliaciones. Se despedían alegres y saciados y, sin saber por qué, quizá porque así son las cosas, al volver a encontrarse ya no estaban en el mismo lugar emocional: todo lo arrasa el tiempo con su furia.
Una noche decidieron compartir, ya que no les quedaba otra cosa que entregarse, una botella de un buen vino.
Por la escalera, él sentía deseos de apretarla contra sí y apoderarse de ella mientras ella se apoderaba de él, dejándose mutuamente vencer en la batalla mientras la ganaban. Pero, uno a uno, los escalones iban desapareciendo bajos sus pies sin que ningún cuerpo caminara hacia el otro.
El ascensor tampoco los abrazó ni los fundió carne con carne, aunque eso era lo que deseaban. Y conforme subían, los besos lamentaban quedarse entre los labios.
Al pasar junto a la habitación, que tanto había gemido dulcemente a través de sus ansias y sus cuerpos, temblaron las paredes, y los muros del mundo parecían romperse para impedir la eterna despedida. ¿Por qué no se abrevaban, uno en el otro, sus mutuos corazones y calmaban la sed de eternidad e instante? A lo lejos, el mar se abrazaba a las rocas como un ciclón obstinado en su herida. Una estrella cayó: caía más allá de la ventana.
Después de la botella volvieron a llorar. Y se escanciaron todos los diluvios.
Fatalidad enfebrecida por el "naturalismo" de Zola, convertida en imágenes -muy distintas de las de su padre- por Renoir y luego remasterizadas en obra maestra por F. Lang.
Era un tiempo en que se sentía y creaba de otra manera. Cuando el cine aún era la vida y los personajes también eran personas. Cuando aún no se podía decir: ya no voy al cine porque solo ponen películas.
Claudia no pudo soportar el fracaso de su relación sentimental y se sumió en una melancolía enfermiza y depresiva. Su vida se transformó en una inmensa caja rota cuyas astillas se le clavaban inexorablemente.
Cuando, pasado mucho tiempo, recuperó cierto equilibrio, su temor al sufrimiento se hizo tan poderoso que, sin proponérselo, acorazó su corazón de modo que la cota de mallas con la que lo vistió impidiera pasar cualquier sentimiento: porque, insensibilizándose, nada le dañaría.
Pasaba la existencia y Claudia no sufría desengaños, ya que el escudo detenía cualquier flecha que pudiera ilusionarla y, por lo tanto, según ella, desilusionarla y destruirla.
Ni Pedro, ni Juan, ni Felipe consiguieron arrancarle una cita, un beso, una lágrima. No había vuelto a llorar; y tampoco a reír.
El espejo le dijo un día que vio su rostro frígido: Olvidaste que si te prohibías sentir para evitar la tristeza tampoco sentirías la felicidad.
Dices que no hay respuestas, que no has hallado aquello que buscabas. Difícil es hacerse a la renuncia de seguir apostando. Con trabajo ganamos las mínimas verdades. Sin conocerlo apenas, dejamos este mundo. Invade, sin pesar, esa melancolía que traen los años últimos, cuando ya nada asombra y vamos de regreso con cierto desencanto. Habrás de conformarte y contener tu orgullo en los muchos obstáculos que conlleva la búsqueda. No cedas al extraño: desconfía e isiste. A veces sobrecoge un bien desconocido que inunda la conciencia de belleza y reposo. Los días se detienen si te acercas y cantas, si quieres recibir el natural prodigio. Hoy la tarde te espera con sus dones en el alto escenario que la plaza ilumina, y colma el imafronte en su hermosura. Arrimado a la piedra, un músico sonríe. Venturoso poder presenciar el instante y disfrutar con creces su refugio. Posible que las horas te parezcan distintas y ayuden a templar el cansancio y los límites, que no han de ser motivo de tristeza, más bien digna cordura en el empeño.
Poesía de la mirada alrededor cuando se ha recorrido la existencia y el paisaje humano importa más por lo que fue que por lo que será.
Poesía crepuscular nacida de haber vivido mucho y haber escrito mucho para desentrañar la vida.
Serenidad, anhelos y recuerdos sosegados. Introspección. Se han ido las pasiones y también las palabras excesivas, y se ha quedado el poso de la nostalgia vencida por el conocimiento.
Cuando la elegía no significa llanto, sino resilencia.
"Señales" de que lo que existió pervive en la memoria dulcemente, dolientemente a veces, como "fantasmas queridos".
"Señales" de que la vida sigue latiendo en el presente con "la misma melodía" e invita a "descubrir los momentos luminosos".
Escribía yo hace poco que "La poesía no tiene sexo: tiene personas inteligentes y sensibles delante y detrás de la pluma o de la página. Por eso no me parece oportuno dividirla en masculina o femenina, sino en efímera y raigal, humana o deshumanizada". Buen ejemplo es este recién impreso libro.
50 poemas que Dionisia García añade a su anterior docena de títulos poéticos.
¿Qué hemos sentido leyendo el anterior poema sino la
invasión de la plenitud? ¿Y qué otro nombre tiene esta sino el de Belleza?
La Belleza es el único paraíso en este mundo. O su oasis.
Solo la Belleza alegra la existencia: la risa de un niño, un paisaje, un
cuadro, una música... Y lo es, sencillamente, porque en una sociedad de
desequilibrios la armonía supone -o restaura-, siquiera momentáneamente, el
orden exterior, el sosiego interior. La belleza es armonía, perfección
entrañable, utopía hecha realidad. El hombre encuentra en ella, cumplidos, sus anhelos.
No es extraño que el arte persiga la belleza como trepanación de la íntima desdicha
o cauterio del dolor. Así considerada, la belleza es el destino del espíritu. Y
la muerte de la belleza, por consiguiente, se convierte –también- en el íntimo
naufragio.
Pocas cosas han sintetizado tanto la belleza y su caducidad
como la rosa. De modo que su contemplación nos produce casi simultáneamente la
felicidad de un paraíso y la tortura de un infierno. ¿Por qué? Porque la rosa
es un paradigma de la ventura humana: ansiada, conseguida y marchita cuando
toma conciencia de sí misma: es la fugacidad de la aparente eternidad. El
siguiente poema de Rioja lo
demuestra:
A la rosa
Pura, encendida rosa,
émula de la llama
que sale con el día,
¿cómo naces tan llena de alegría
si sabes que la edad que te da el cielo
es apenas un breve y veloz vuelo,
y ni valdrán las puntas de tu rama,
ni tu púrpura hermosa
a detener un punto
la ejecución del hado presurosa?
(…)
Aún no tiendes las alas abrasadas
y ya vuelan al suelo desmayadas.
Tan cerca, tan unida
está al morir tu vida,
que dudo si en sus lágrimas la Aurora
mustia, tu nacimiento o muerte llora.
El porqué de su emblematismo es claro:
la rosa es el símbolo de la temporalidad: que la vida y su júbilo son tan breves que llevan a una pronta
muerte. Todo el fulgor que brilla en la mañana desaparece en el ocaso y queda
el hombre ante la muerte. La rosa es la conciencia de la infancia feliz y
soñadora y de la ceniza de la mortalidad.
Semejante desolación hay en el soneto
de Góngora:
A una rosa
Ayer naciste y morirás
mañana.
Para tan breve ser, ¿quién te dio vida?
Para vivir tan poco estás lucida,
y para no ser nada estás lozana.
Si te engañó su hermosura vana,
bien presto la verás desvanecida,
porque en tu hermosura está escondida
la ocasión de morir muerte temprana.
Cuando te corte la robusta mano,
ley de la agricultura permitida,
grosero aliento acabará tu suerte.
No salgas, que te aguarda algún tirano;
dilata tu nacer para tu vida,
que anticipas tu ser para tu muerte.
Tanto Rioja
como Góngora son pesimistas ante la existencia: no aceptan el carpe diem que queda entre la cuna y la
sepultura: la vida; y se extrañan de que el hombre prefiera nacer aun sabiendo
de la agonía que es la existencia. Tomando
la rosa como símbolo del amor, ya Góngora había escrito, pudiéndose
entender el desengaño amoroso también como el de la edad:
No os
engañen las rosas, que a la Aurora diréis que, aljofaradas y olorosas, se le cayeron del purpúreo seno;
Manzanas
son de Tántalo, y no rosas, que después huyen del que incitan ahora. Y sólo del Amor queda el veneno.
No contradice
este pesimismo el collige, rosas,
sino que lo causa, puesto que conlleva la creencia de que cualquier pasado fue
mejor hasta que el presente, inundado de melancolía, también destruye el ayer. Calderón
insiste en ello:
A florecer las rosas madrugaron y para envejecerse florecieron: cuna y sepulcro en un botón hallaron.
Tales los hombres sus fortunas vieron: en un día nacieron y expiaron; que pasados los siglos, horas fueron.
La construcción sentenciosa de los poemas anteriores parece predeterminada por la sentencia fúnebre que el nacer lanza sobre el viviente.
Rosalía de
Castro ve asimismo en la plenitud de la rosa la
conjunción de la cuna y la tumba:
En su cárcel
de espinos y rosas cantan y juegan mis pobres niños, hermosos seres desde la cuna por la desgracia ya perseguidos.
Y la
tradición tragicista no se ha detenido en el presente. Escribe Diego Jesús Jiménez:
Oficio de verano
Al borde del estanque se
apresura por derramar un pájaro su idioma; rozalas flores, sufre con su aroma la levedad de ser substancia pura. Inclínase la flor en la amargura de ser sólo el reflejo al que se asoma; agua, por fin, que del estanque toma sólo la soledad de su agua obscura. En negras transparencias y humedades por sonidos y sombras dibujadas brillalaluz de un pájaro en su vuelo; luz que en la tarde rompe las verdades de la flor en el agua reflejadas al deshacer su imagen y su cielo.
Pocos dirán que es este uno de los mejores sonetos que han
caído en sus ojos: el empeño por construir su armazón sonetil hace que el
léxico y los recursos expresivos sean en ocasiones poco afortunados, y
el conjunto confuso. Dificultad de entendimiento que nace, por otra parte,
porque no puede percibirse cabalmente sin su anclaje en la tradición: esa es la causa por
la que está aquí: porque en este poema
confluye la tradición, y de ella emerge. Subyacen, como hipérbole de la fugacidad, el tema del "nacer es empezar a morir" (Celestina), o "la cuna en la sepultura" (Quevedo), o "de la cuna a la tumba" (Hugo-Liszt).
Trata el
poema de Diego Jesús Jiménez, como los anteriores de Rioja, Góngora y Calderón, de la fugacidad del tiempo y la belleza, y añade que esta es solo el
sueño del soñador: la flor, entre músicas del pájaro, contempla su hermosura en
el estanque, advierte su frágil contingencia, lo efímero de su identidad, su soledad doliente, hasta concluir que es solamente una sombra delicuescente y
narcisista.
Chaikkoski: Vals de las flores
Aunque del tempus fugit de la existencia se desprende la exhortación a vivir el instante, ningún carpe diem hay en los textos anteriores, y lejos queda el paraíso báquico de Anacreonte:
Las rosas Entre todas las flores la más bella es la rosa: ríe la primavera al romper su corola: con ella se complacen los dioses, y ella adorna del hijo de la diosa Citerea la cabellera blonda cuando va con las Gracias danzando en las praderas olorosas.
Ciñamos nuestras sienes, ¡oh Dionisos! con floridas coronas, y yo, cantando al eco de la lira, danzaré ante las aras con la moza de más alivio seno, coronado de guirnaldas de rosas.
Ni siquiera la escritura se convierte en una rosa con la que detener la muerte del autor, ni del lector. Lo cual nos lleva a la verdadera muerte: la del que contempla la vida y se sabe muriente:
El "Soy" divino es una invención multiforme de quienes simplemente son en la
temporalidad. Porque el que cree crea lo que cree. Tal identificación del "existe" con el "quiero que exista" le salva de la zozobra y le ayuda a sortear su naufragio existencial. Si embargo, lo que llamamos fe no es sino la ceguera de la razón. En varias ocasiones he respondido: "Creo que alguna vez creeré en algo". Ojalá ya estuviera ciego. Pero hasta ahora he padecido el infierno de sentir el escepticismo como única fe.
"Se puede decir
que algo es mejor que lo anterior cuando lo nuevo conlleva una menor distancia
entre lo que se desea dignamente y lo que se consigue justamente.
Hagamos
una breve reflexión: ¿Tienen relación directa y positiva el progreso y la
felicidad? ¿Somos más justos, más solidarios, más serenos que los antiguos? ¿Es
mejor nuestra ética que la ética griega? ¿Es mejor Picasso que Leonardo, Joyce que Homero, Strawinski que Mozart, un rascacielos que El Partenón,
Rodin que Fidias, Schopenhauer que
Platón? ¿A quiénes preferiría el
lector como referencias si hubiera de escoger para regir su propia vida?
Por
la astrofísica y el sicoanálisis nos conocemos mejor y tenemos ideas menos
equivocadas sobre el universo. ¿Hemos aplicado ese conocimiento en nuestro
beneficio? Desde hace un siglo, el tiempo es un oro con más quilates que nunca:
todos queremos poseerlo; sin embargo, casi todos lo malgastamos, comprando algo
tan inútil y mortal como “la prisa”. ¿Acaso no es el mayor tesoro el logro del
bienestar interior, el sosiego, la paz: la necesidad, cada día, de menos cosas
superfluas?
Parece
que solo la ciencia y la tecnología han avanzado de verdad -tal vez dejándose atrás
al hombre como individuo-. Vivimos más años y más confortablemente. Pero el
confort y la longevidad no hacen mejores, ni peores, a los hombres;
simplemente, prolongan su estado.
¿Hemos
mejorado nuestra sociedad? Que abunden las democracias no significa que estas
no oculten más sutiles dictaduras, puesto que se han distorsionado los
conceptos de luz, delito e impunidad. Hemos establecido que todos somos
iguales; no obstante, poco o nada ha cambiado para bien en la intimidad, aunque
hayamos cambiado de nombre muchos nombres. Cuando nos quedamos solos, ¿cuántas
veces podemos decir “mi yo está conmigo”? Nuestro espíritu no es más feliz,
sino que está más enajenado, más concienciado de que el enajenamiento es un
bienestar. De ahí el masivo incremento de las enfermedades o afecciones
mentales.
No
es cierto que cualquier tiempo pasado sea mejor -ese verso de Manrique solo indica temor al futuro-.
Todo tiempo debe ser mejorado por los legisladores, y cada individuo debe
intentar construir su paraíso en convivencia. Pero el contenido del corazón
sigue sin encontrar su tallador de diamantes, aunque hallemos, de vez en
cuando, alguno en ciertas personas que, afortunadamente, mantienen la pureza,
la inocencia y el manantial vivificante del primer día de la creación, abrazado
a su alma como un cuarzo impoluto".
Como digo, Estudiante leyó el texto varias veces, pero apenas supo qué decir sobre léxico, nombres propios, conceptos principales y
otras cuestiones. Sin embargo, era el mismo ejercicio con el que, veinte años
antes, su padre había accedido a la universidad.
Se amaban tanto que temían que aquel amor muriese, o decreciera, o que uno de los dos siguiese amando y el otro ya no amase. Era un infierno incombustible encerrado en un paraíso, un continente dentro de una isla, un vendaval en plena calma. Y lo que había sido plenitud y dicha se fue transformando en pasión atormentada, insatisfecho encuentro, estrategias para no perder al otro, laberinto de conductas que apenas dejaban ya entrever los sentimientos.
Los besos ya no eran de fuego, sino ascuas que dolían, y el miedo a perder la mutua compañía se convirtió en soledad de cada uno. La felicidad que le habían conquistado al mundo con su pequeño mundo se marchitaba, y por temor a perder lo que vivían en un mañana gris perdieron el presente.
Nunca supieron que no existe más tiempo que el instante y que hay que construirlo cada día con las ruinas del ayer y los sueños del mañana. Cuando superaron el dolor de la separación buscaron el amor inmortal en otros corazones: pero todos latían mortalmente.
Dejémonos de superficialidades: a pesar del sentimentalismo, el navideñismo y los cleptómanos de la felicidad, esta fábula es un verdadero milagro que despierta de la melancolía depresiva que los cristianismos de toda especie, con su peste negra del alma, han predicado y sembrado en el inconsciente colectivo: afirma el verdadero sursum corda que necesita el hombre para reinventar el mundo.
Afirmación en lo cotidiano de los "Horizontes perdidos".
En
los grises estantes de la poesía española actual hay casi tantos ubicadores de
poemas como poetas, cada uno adjetivando autores según sus circunstancias, en
vez de cualificarlos o descalificarlos por sus esencias. Hablar, por ejemplo,
de poesía masculina o femenina, de diosas blancas o demonios negros, es enredar
el enredo, abrir un capítulo apócrifo en la Historia de la Literatura y
someterla a la Sociología. La poesía no tiene sexo, ni noches de parranda, ni
estratosferas metafísicas empadronadas en burdeles; no tiene más
sentimentalidad ni experiencia que las autóctonas y primigenias del ser humano;
tiene personas inteligentes y sensibles delante y detrás de la pluma o de la
página. Por eso no me parece oportuno dividir los sentimientos, ni los
pensamientos poéticos, en varoniles o feminoides, sino en efímeros y raigales,
humanos o deshumanizados.
Claro está que no son idénticos el hombre y la mujer,
el diestro en dicción y el siniestro en conjuras; pero sus disimilitudes son
más circunstanciales que esenciales. Postulado este hecho, un poema importa por
sí mismo, al margen de si resulta meritorio que lo escriba un rey o un
caballerizo, un caballero o una dama, el autor inclasificable o el que se
arrima a los buenos para parecerlo.
Digo lo dicho porque, a pesar de los
adjetivos pretenciosos de poner puertas al campo, o campear blasones por
doquier, solo hay poesía buena y mala. De la mala, lo peor es hablar de ella; y
de la buena, lo mejor es releerla.
Un poema es necesario cuando descifra
rostros de la identidad, no cuando cifra mensajes para los poetas y sus
verbigracias, cosa tan notoria en todos los tiempos y notariada en demasía en
estos siglos de siglas.
No sería mala terapia para la poesía que solo se
escribiese cuando resulta más difícil el silencio que la voz.