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martes, 25 de diciembre de 2012

La construcción del poema (IX): Devastación de la belleza

Bach / Gould: Arte de la fuga. C XIV


La construcción del poema (IX)
Devastación de la belleza

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LA CONSTRUCCIÓN DEL POEMA


¿Qué hemos sentido leyendo el anterior poema sino la invasión de la plenitud? ¿Y qué otro nombre tiene esta sino el de Belleza?

La Belleza es el único paraíso en este mundo. O su oasis. Solo la Belleza alegra la existencia: la risa de un niño, un paisaje, un cuadro, una música... Y lo es, sencillamente, porque en una sociedad de desequilibrios la armonía supone -o restaura-, siquiera momentáneamente, el orden exterior, el sosiego interior. La belleza es armonía, perfección entrañable, utopía hecha realidad. El hombre encuentra en ella, cumplidos, sus anhelos.

No es extraño que el arte persiga la belleza como trepanación de la íntima desdicha o cauterio del dolor. Así considerada, la belleza es el destino del espíritu. Y la muerte de la belleza, por consiguiente, se convierte –también- en el íntimo naufragio.

Pocas cosas han sintetizado tanto la belleza y su caducidad como la rosa. De modo que su contemplación nos produce casi simultáneamente la felicidad de un paraíso y la tortura de un infierno. ¿Por qué? Porque la rosa es un paradigma de la ventura humana: ansiada, conseguida y marchita cuando toma conciencia de sí misma: es la fugacidad de la aparente eternidad. El siguiente poema de Rioja lo demuestra:

A la rosa

Pura, encendida rosa,
émula de la llama
que sale con el día,
¿cómo naces tan llena de alegría
si sabes que la edad que te da el cielo
es apenas un breve y veloz vuelo,
y ni valdrán las puntas de tu rama,
ni tu púrpura hermosa
a detener un punto
la ejecución del hado presurosa?
(…)
Aún no tiendes las alas abrasadas
y ya vuelan al suelo desmayadas.
Tan cerca, tan unida
está al morir tu vida,
que dudo si en sus lágrimas la Aurora
mustia, tu nacimiento o muerte llora.

El porqué de su emblematismo es claro: la rosa es el símbolo de la temporalidad: que la vida y su júbilo son tan breves que llevan a una pronta muerte. Todo el fulgor que brilla en la mañana desaparece en el ocaso y queda el hombre ante la muerte. La rosa es la conciencia de la infancia feliz y soñadora y de la ceniza de la mortalidad.

Semejante desolación hay en el soneto de Góngora:
A una rosa

Ayer naciste y morirás mañana.
Para tan breve ser, ¿quién te dio vida?
Para vivir tan poco estás lucida,
y para no ser nada estás lozana.


Si te engañó su hermosura vana,
bien presto la verás desvanecida,
porque en tu hermosura está escondida
la ocasión de morir muerte temprana.


Cuando te corte la robusta mano,
ley de la agricultura permitida,
grosero aliento acabará tu suerte.


No salgas, que te aguarda algún tirano;
dilata tu nacer para tu vida,
que anticipas tu ser para tu muerte.

Tanto Rioja como Góngora son pesimistas ante la existencia: no aceptan el carpe diem que queda entre la cuna y la sepultura: la vida; y se extrañan de que el hombre prefiera nacer aun sabiendo de la agonía que es la existencia.  Tomando la rosa como símbolo del amor, ya Góngora había escrito, pudiéndose entender el desengaño amoroso también como el de la edad:
No os engañen las rosas, que a la Aurora
diréis que, aljofaradas y olorosas,
se le cayeron del purpúreo seno;
Manzanas son de Tántalo, y no rosas,
que después huyen del que incitan ahora.
Y sólo del Amor queda el veneno.

No contradice este pesimismo el collige, rosas, sino que lo causa, puesto que conlleva la creencia de que cualquier pasado fue mejor hasta que el presente, inundado de melancolía, también destruye el ayer. Calderón insiste en ello:

A florecer las rosas madrugaron
y para envejecerse florecieron:
cuna y sepulcro en un botón hallaron.

Tales los hombres sus fortunas vieron:
en un día nacieron y expiaron;
que pasados los siglos, horas fueron.

La construcción sentenciosa de los poemas anteriores parece predeterminada por la sentencia fúnebre que el nacer lanza sobre el viviente.

Rosalía de Castro ve asimismo en la plenitud de la rosa la conjunción de la cuna y la tumba:

En su cárcel de espinos y rosas
cantan y juegan mis pobres niños,
hermosos seres desde la cuna
por la desgracia ya perseguidos.

Y la tradición tragicista no se ha detenido en el presente. Escribe Diego Jesús Jiménez:
Oficio de verano
                                                       
Al borde del estanque se apresura
por derramar un pájaro su idioma;
roza las flores, sufre con su aroma
la levedad de ser substancia pura.

Inclínase la flor en la amargura
de ser sólo el reflejo al que se asoma;
agua, por fin, que del estanque toma
sólo la soledad de su agua obscura.

En negras transparencias y humedades
por sonidos y sombras dibujadas
brilla la luz de un pájaro en su vuelo;

luz que en la tarde rompe las verdades
de la flor en el agua reflejadas
al deshacer su imagen y su cielo.

Pocos dirán que es este uno de los mejores sonetos que han caído en sus ojos: el empeño por construir su armazón sonetil hace que el léxico y los recursos expresivos sean en ocasiones poco afortunados, y el conjunto confuso. Dificultad de entendimiento que nace, por otra parte, porque no puede percibirse cabalmente sin su anclaje en la tradición: esa es la causa por la que está aquí: porque en este poema confluye la tradición, y de ella emerge. Subyacen, como hipérbole de la fugacidad, el tema del "nacer es empezar a morir" (Celestina), o "la cuna en la sepultura" (Quevedo), o "de la cuna a la tumba" (Hugo-Liszt).

Trata el poema de Diego Jesús Jiménez, como los anteriores de Rioja, Góngora y Calderón, de la fugacidad del tiempo y la belleza, y añade que esta es solo el sueño del soñador: la flor, entre músicas del pájaro, contempla su hermosura en el estanque, advierte su frágil contingencia, lo efímero de su identidad, su soledad doliente, hasta concluir que es solamente una sombra delicuescente y narcisista.
Chaikkoski: Vals de las flores
Aunque del tempus fugit de la existencia se desprende la exhortación a vivir el instante, ningún carpe diem hay en los textos anteriores, y lejos queda el paraíso báquico de Anacreonte:
Las rosas

Entre todas las flores
la más bella es la rosa:
ríe la primavera
al romper su corola:
con ella se complacen
los dioses, y ella adorna
del hijo de la diosa Citerea
la cabellera blonda
cuando va con las Gracias
danzando en las praderas olorosas.

Ciñamos nuestras sienes, ¡oh Dionisos!
con floridas coronas,
y yo, cantando al eco de la lira,
danzaré ante las aras con la moza
de más alivio seno, coronado
de guirnaldas de rosas.


Ni siquiera la escritura se convierte en una rosa con la que detener la muerte del autor, ni del lector. Lo cual nos lleva a la verdadera muerte: la del que contempla la vida y se sabe muriente:

La construcción del poema (X)