Hay pocos lectores capacitados para distinguir la buena poesía (o prosa); pero aún son menos los que pueden reconocer la mala poesía. Esto ocurre porque suele leerse en función de un criterio interesado en algo ajeno a la noble sensibilidad: generalmente se lee según el canon de la moda, de lo que hay, la poética preferida por el antólogo, el criterio del editor... : los intereses creados.
El número de lectores encumbra o derriba una obra. Pero si esto es así, los verdaderos bestsellers son los clásicos, que suman más ediciones que las novedades; y solo la facilidad actual para acceder a cualquier título impreso, o imprimirlo, permite que la mala escritura se convierta en literatura multivendida. La imprenta permitió la difusión del libro, pero también inició su degradación al difundir cualquier basura empaquetada en libro.
Sería lógico y bueno que todos nos ejercitáramos en la autocrítica al escribir y al leer. Pero ¿cómo, en un mundo en el que "lo importante es participar" aunque sea para deformar los ideales y practicar el priapismo masturbatorio de la pluma?
Hay quienes se contentan con sobrevivir, en vez
de vivir plenamente. Mal que me pese, reconozco ahora que para esto último es
preciso aprender a convivir. Como lobo solitario, sé que hay pocos paraísos
semejantes a los de la soledad buscada. Pero esta es aún más gozosa cuando es
posible salir y volver a ella antes y después de gozar también de serena
compañía. Siempre he viajado desde mi isla hasta otras tratando de no naufragar
ni provocar naufragios. Cuando se consigue ser isla y continente, y el istmo es
navegable, la tierra y el océano son nuestros.
Digamos, por
ejemplo, que una mujer llamada Carmen se obstina en que ya es muy tarde para
cambiar -cosa que se decía igualmente cuando aún era temprano-. Ella quiere ser
aceptada tal como es, con sus virtudes y defectos; como casi todos. Olvida que
cuando el individuo entra en sociedad -o en pareja- cambian sus derechos y
deberes y debe asumir los del grupo. No se da cuenta de que cada uno somos como
nos han hecho, y que debemos ser nosotros quienes nos hagamos cuando nos
concienciemos de que solo aprendemos cometiendo errores que querían ser
aciertos. Que debemos ser sujetos de nuestra identidad: puliendo nuestras
virtudes y eliminando los presuntos defectos.
Pero toda autocrítica es
dolorosa, y querer cambiar implica reconocer que hemos vivido equivocados, o
con un criterio inasumible por los otros, el otro. Preferimos no reconocer
errores -aunque eso nos obligue a seguir sufriendo rechazos- a mejorarnos
-cambio que nos permitiría ser aceptados-. No somos culpables de que nos hayan
hecho como somos –genes, familia, educación, compañías…-; pero somos
responsables de no querer rectificarnos. Nadie quiere soportar al otro; sin
embargo casi todos exigimos que nos soporten.
Carmen -y
Pedro, Isabel, Juan…- cree que la alegría, o la felicidad, es algo que algunos
reyes magos dan gratuitamente y que es el mundo el que debe cambiar para ella
-ellos-. La verdad es que somos nosotros quienes, con esfuerzo, paciencia y
ahínco, debemos conquistar y cuidar una parcela amable del mundo, cada día. El
método es un sabio y bienintencionadodo ut des: sin traicionarnos, alojar un nosotros en el yo. Ni
ceder ante la muchedumbre ni encarcelarnos en nuestros autismos.
Si no, mejor es
retirarnos a la isla de la que hablaba al principio. Aunque tampoco sabremos
vivir allí si no admitimos nuestras limitaciones.
Un libro no es el mismo leído a los 15 años que a los 30 ó los 50. Al principio todo es nuevo para los ojos que leen. Después, todo parece viejo -incluso el que relee-. Será porque la conciencia se va llenando de conocimientos y cada día es más difícil asombrarnos.
Lo cierto es que pocos libros de los que hemos hecho mitología resisten la relectura sin caerse de su altar. Y eso nos lleva con recelo a las nuevas publicaciones, que, tristemente, suelen defraudarnos cuanto más encomiastas las ponderan. Algunos olvidan que la calidad es, como todo, una perspectiva que hay que educar. Unos se educan en el autobombo, y otros en la humildad.
Valle-Inclán decía que él escribía para que hubiese algo digno de leer.
Claro: tenía muy cerca a Campoamor. Pero también estaba, y no lo reconoció, Pérez Galdós, que para él y su Max Estrella no fue sino "don Benito el garbancero". Campoamor solía dejar como autógrafos sus "doloras" y "humoradas". En cambio Brahms escribió -en el abanico de una dama que le requería un autógrafo- unas notas de "El bello Danubio azul", de Strauss.
A veces ni siquiera los gigantes se reconocen entre sí.
Don Ramón olvidó decir que hay malos escritores porque hay malos lectores. Y malos lectores porque apenas hay buenos escritores.
Si pudiésemos
comprimir los cuatro mil quinientos millones de años de edad de la Tierra en un
solo día, y contemplar sus gráficos en un panel, veríamos -según William
Bryson- que solo hacia las diez de la noche surgieron las primeras plantas
terrestres; que hacia las 23 horas nacieron los dinosaurios; y que la vida homínida
a la que pertenecemos apenas representa los últimos setenta y siete segundos de
esas 24 horas. ¿Cuántos segundos nos quedan, y por qué nos autodestruimos y
destruimos el planeta?
Necesitamos creer que
la vida tiene un fin; pero, ¿y si la vida fuese solamente una pulsión de la
energía del cosmos, que crea seres para descrearlos, y que somos materiales
fungibles aunque nos soñemos inmortales, reencarnables, dignos de alguna
metafísica misión? ¿Sería mejor atenernos solamente a la certeza de que los demás
nos necesitan hoy? ¿O acaso los derechos humanos que hoy nos amparan no
incluyen el amparo de nuestros descendientes y el deber de prevenir el mañana?
¿No somos todos iguales? Compartimos con todos los
seres humanos el 99’9 de nuestro ADN. Para mantenernos vivos, el corazón bombea
unos 340 litros de sangre por hora, 8.000 litros al día, tres millones de
litros al año, 225.000.000 durante una vida. Así desde nuestros inicios y hasta
nuestra extinción. ¿Adónde conducimos esa torrentera? La verdad es que, por
naturaleza, somos el último mono, lo que no significa que seamos el primer
eximio, como demuestran nuestros excesos. Somos todos iguales excepto en
nuestras concepciones de la igualdad, que es lo que configura el bienestar y el
malestar de las sociedades. Cada sociedad se desintegra para integrarse en otra
que debe ser mejor. Y ya no es posible vivir sin tener en cuenta que la nave
espacial llamada Tierra necesita de nuestros cuidados si pretendemos continuar
el viaje.
Contra la creencia
popular de que es improbable la vida extraterrestre, dice el Nobel Christian de
Duve que la vida es una manifestación inevitable de la materia, y que las
condiciones adecuadas para su aparición se dan un millón de veces en cada
galaxia; lo que quiere decir que, solo en la nuestra, es probable que tengamos
un millón de especies hermanastras. La Tierra ha engendrado -a lo largo de los
cuatro mil quinientos millones de años de su historia- 30.000 millones de
especies de criaturas, entre las que se encuentra el homo sapiens, cuya
edad apenas llega al 0’0001 de la terrestre. ¿Cómo no admitir que lo mismo ha
sucedido en otros lugares del universo y que existen otras inteligencias más
sensatas? ¿Iremos en su búsqueda, como en una mala película ficticia, cuando
aquí nos asfixiemos? ¿Encontraremos planetas también contaminados o repetiremos
allí nuestros errores?
siempre que los del cambio sean mejores. ¿Hemos
cambiado la felicidad por la fácil confortabilidad?
¿No es ese todo el mal
que nos gobierna? ¿Que el cambiar de los tiempos cambia al hombre y hacemos que
el progreso sea un regreso?
¿Qué nos han dado nuestros ascendientes? Seis mil
años de civilización: música, y libros, y pintura, y ciencias. ¿Qué dejamos a
nuestros descendientes? Una sabiduría radioactiva: residuos nucleares que
conservan diez mil años su radioactividad. ¿Será la Tierra en unas pocas
décadas alguna ruina errante señalada en guías de turismo de alienígenas?
Necesarias son las antologías y compendios, florilegios, selecciones de prosas y de versos: ponen un filtro ante el aluvión de publicaciones con que se diluvia torrencialmente al lector. Y se agradece el esfuerzo del antólogo. Sin embargo no siempre este se muestra impermeable a los intereses creados ni a la gratuidad antojadiza.
Propongo que cada poema, o texto, que se aporte como digno del recuerdo vaya acompañado de un breve comentario explicativo de su interés para la tradición, que no es cosa del pasado y el presente, sino, sobre todo, del porvenir.
Si no temes, no vivirás vigilante; y te asaltarán. Si muestras tu temor, creerán que es cobardía y pasarás tu vida enfrentándote a necios valentones. El valiente no es el que desconoce el miedo, sino el que lo vence.
Un
libro es bueno cuando quien más gana con él es el lector. No el librero, ni su autor: el lector, que sale de su lectura más noble, más sabio,
mejor orientado. Al margen de sus categorías literarias, hay libros
imprescindibles que deben ser leídos porque han añadido algo al mundo y a los
hombres, y porque sin ellos el mundo -el hombre- no sería aún lo que es.
Inmersos
como estamos en la resaca de una cultura judeocristiana, en la que el
sentimiento de culpa y el autocastigo son raigales del inconsciente colectivo y
de nuestros comportamientos, se necesitan exorcismos que
nos devuelvan la naturalidad de la alegría, la conciencia limpia y responsable
para gozar los frutos de la existencia, sin que ningún Pepito Grillo nos
persiga. Necesitamos restituir como principio de identidad la espontánea bondad
y generosidad del corazón humano.
Nuestras
personalidades se van formando por la repetición de actos cotidianos
constituidos en hábitos. Si un hábito ingresa en nuestra cuenta corriente
sicológica sensaciones agradables, nuestra conducta se revela relajada y
comunicativa. Si, por el contrario, alimentamos nuestra mente con sentimientos
espinosos, seremos pasto de las depresiones. Tristemente, la malversación,
durante siglos, de algo tan enraizado en la sociedad como el contenido de los
evangelios nos ha embutido en un laberinto de culpas y redenciones que tienen
como referencia el sufrimiento. Mucho deben a las iglesias los siquiatras, cuya
tarea consiste en devolver las mentes a un estado de inocencia primigenia -fundamentalmente:
mostrar que las leyes morales tergiversan a menudo las leyes naturales-,
estableciendo hábitos y terapias que anulen los estados emocionales enfermizos.
Se trata de sustituir la conciencia del miedo a vivir -que tiene su causa en el
delito calderoniano de “haber nacido”- por la “joie de vivre”, la alegría de
vivir a pesar de las incertidumbres de la vida. ¿Y qué mejor terapia que
acostumbrar los ojos -que son los inversores más activos de la cuenta corriente
de nuestra autoestima- a unas palabras jubilosas sobre la verdad de la
existencia, a unas páginas recordatorias de los dones del vivir, mientras la
sombra de un árbol o de un toldo nos preserva de los rigores del verano? Qué
alegría para los sicoterapeutas: contemplar sus consultas vacías porque unos
hombres extraordinarios escribieron unas cuantas palabras que constituyen la
mejor medicina para los melancólicos.
Leger: La lectura
Muchos
libros hay, afortunadamente, que son médicos inmejorables porque alientan y
enseñan a mirar de otra manera. Nos hablan esos libros de la extensión innumerable del corazón humano, de
la profundidad del amor, de la solidaridad universal, de la búsqueda de un
paraíso en este mundo, de la conquista de la felicidad no como un cielo
extraterrestre sino como una tierra pisada, amada y sufrida por los hombres.
Son obras nacidas a pesar de esa consigna del dolor, y sus autores la vencieron
y la sustituyeron por la templanza y por el gozo; si no, serían probablemente
euforias gratuitas. Muestran el crecimiento que hay desde la desolación más
absoluta al entendimiento honorable del mundo y a una manera de sentir la vida
alentada por el positivismo, el júbilo y la juvenilidad: el verdadero sursum corda. Ese paso de un
existencialismo derrotista a una exaltación de la existencia es el legado de
esos hombres para el hombre actual. Porque no importa de dónde venimos, ni si
llegamos cargados de cadenas; lo importante es que deseemos quitárnoslas para
construir nuestra propia libertad; porque nuestra vida no está en el pasado,
sino en el porvenir. Y éste también se construye con hábitos. Por ejemplo, los
de convivir diariamente con armoniosas reflexiones ajenas hechas nuestras. Abra
el lector -para empezar, y por ejemplo- el “Canto a mí mismo” de Walt Whitman,
o las “Alturas de Macchu Picchu”, de Neruda, y sentirá que recupera un mundo
que le robaron hace tiempo.
Saber
vivir no es más que saber cambiar de vida: de modos de sentir, de formas de
pensar, de maneras de actuar. Aprender a mirar de otra manera. Y en los
aparentes desiertos de las páginas de un libro se encuentran los paisajes más
hermosos del planeta. Y oasis como inmensos océanos de agua pura para las
mentes confundidas.
Un hombre contemplativo, consciente de la temporalidad y de que la única redención de la misma es la palabra, observa lo minúsculo de la naturaleza y construye una breve metafísica de la mínima intrahistoria.
Ociosas y nacidas del ocio les parecerán a algunos estas páginas. Sin embargo, poca prosa más límpida, y sobre esencias, que esta. Con razón, desde el principio, declara el autor su amor por El libro de la almohada. Aunque más preciso sería, tal vez, añadirle como causa la mirada a lo prístino de Francisco de Asís. Porque así son estas cosas elementales rescatadas nada más vividas para que no las altere el tiempo proustiano: hermano sol, hermana pluma, hermano caracol, hermano recuerdo, hermana nostalgia, hermana realidad, hermana pequeñez de la existencia sin cuyos abalorios el vivir no tendría sentido.
Varias cosas me parece que hay que tener en cuenta para el buen entendimiento del yoísmo interiorista y eremita de estas estampas reflexivas: el mirar franciscano que acabo de apuntar; la concepción clásica (actualizada por Galileo, Blake y Borges) de que un punto del universo contiene todo el universo; la ubicuidad temporal del instante infinito; la consideración de que la vida es superior a la escritura y que, por eso mismo, esta debe ser su alter ego: otra vida nacida de aquella; además de la morosidad de la fluencia y el repudio de cualquier retoricismo.
Conceptos consabidos, bienes mostrencos, tal vez: pero no su ejecución. No todos tienen como divisa "apartar cuanto es ocioso y sobra" (p. 196) para desentrañar la estatura y pureza de las cosas -aparentemente- efímeras. El asombro de lo cotidiano, la trascendencia de lo primigenio nacen de la persecución de una frugal felicidad (véase la "Relación de hechos gratos...", p. 174) y conducen a la ascética expresiva que, paradójicamente, pone de manifiesto la carnalidad de la osamenta de los días. No son estas anotaciones un "vagabundeo hacia cualquier lugar" (p. 57): porque ese lugar se llama Antonio Moreno.
Alguna vez he dicho al autor que es hijo de la mesura como yo lo soy de la desmesura. Este libro lo testifica. Y en él están, si no sus mejores poemas, sí -me lo parece- su mejor poesía.
Pocos poemas son elocuentes. La mayoría son patéticos. Y tan peripatéticos que dan ganas de alejarse para siempre del autor. Solo cuando el silencio es más doloroso que las palabras debe escribirse.
Nadie hay tan pobre que no pueda dar amor. Quienes se lo entregan mutuamente son los seres más ricos de la Tierra. Y si con los años son capaces de convertir su pasión en donación de recíproco sosiego, también son los más afortunados.
“Abrí la puerta y ella se abalanzó
ante mí. Mordió los pantalones hasta hacerlos caer sobre mis pies. Sentí el
pálpito de la sangre en mi sexo, que despertó como una fiera sorprendida. Su
boca se convirtió en una vagina todavía más cálida y el chorro de mi semen
blanquecinó sus labios púrpuras y sus ojos morenos y rodó en sus mejillas hasta
hacerse afluentes de sus pechos. No sé cómo, enzarzados, nos arrastramos hasta
el lecho. Las ropas desceñidas y sajadas cayeron en jirones. Mi piel frotaba,
pedernal sin yesca, su piel de yesca ansiando pedernal. Yo mordí sus pezones y
mi mano se adentró en la caverna del útero hasta hacerla gemir. Luego mi carne
la penetró hasta chocar con su carne más íntima y oculta. Sentimos que la lava
esparcía su fuego. Y, exhaustos, nos dormimos”.
Al abrir los ojos maldijo el repetido
sueño que cada noche le hacía eyacular sobre las sábanas. Otras veces soñaba
con una boca inmensa que besaba y lamía sus nalgas y su pene, su ano y sus
testículos, lo sorbía y tragaba hacia un placer inédito, como si un falo feroz
y una vagina indómita consustanciados en una loba hermafrodita y lúbrica
midiera con su lengua y atributos eróticos, gigánticos, su piel y sus entrañas
hasta hacerlo eructar como un volcán airado desde la más insólita erección y la
sensualidad más exaltada. Ya no lo pensó mucho. En un mundo de carne y soledad
en el que ni los hombres se divierten con los hombres ni las mujeres con las
otras mujeres porque la incomunicación es la única relación que queda viva,
algo había que hacer para que no muriera el ser humano que aún perdura en el
homínido del siglo veintiuno. Inmediatamente redactó el siguiente documento:
1) Los abajo firmantes explicitan su deseo de
mantener relaciones sexuales lo más placenteras posibles, por lo cual no se
descarta, sino que se incluye, la ternura, el afecto y otras sensualidades.
2) Los séxuges declaran bajo
palabra ser recién conocidos, no odiarse ni amarse actualmente y no actuar bajo
ninguna coacción, sino por mutua decisión y con el propósito de gozar de una
sexualidad que les endulce la existencia o les haga olvidar los probables
sinsabores de la misma. Por ello admiten respetar la intimidad del otro y no
agobiar o entorpecer sus vidas cotidianas.
3) Queda prohibido terminantemente
enamorarse, salvo que el tiempo dictaminare lo contrario y el consentimiento
fuese mutuo. Si el amor surgiese o, nacido en ambos, desapareciese por parte de
uno solo, se establece que ambos evitarán todo tipo de sufrimiento consentido, incluso
si ello supusiera la ruptura.
4) Cada “juego amoroso” no podrá
durar nunca menos de diez minutos ni más de doce horas, a fin de evitar el
tedio o la muerte por desfallecimiento.
5) En principio, se establece el
encuentro erótico en una vez a la semana, precisándose el día y el momento a
conveniencia de ambos séxuges.
6) Ninguno de los contrayentes
sexuales adquiere el compromiso de realizar algún acto que le disguste o le
repugne, por mucho que al otro le satisfaga o lo desee. Se considera
imprescindible para ello, conforme avance la relación -la libidinosidad-, el
intercambio coloquial sobre las zonas erógenas, preferencias eróticas y cuanto
ayude a mejorar el intercambio del placer.
7) Ambos afirman poseer todas las
partes de su organismo en buen estado, con lo que se obligan a indemnizarse con
un millón de besos, coitos o sexaplejias (o algún otro tesoro) si algún miembro
(oreja, pezón, pene ...) sufriese amputación por mordisco, succión o similares
avatares pasionales.
8) Ninguno de los sexuantes tendrá
la osadía de sentir más de tres orgasmos por sesión, obligándose el que
sobrepasase tal número a devolvérselo con creces al cumplidor de lo pactado.
9) En caso de incumplimiento del contrato
antes del tiempo establecido, el incumplidor deberá proveer, en el plazo de
tres días, un sustituto con iguales o mejores facultades amoroso-lujuriosas.
10) Este contrato mantendrá su
vigencia durante tres meses y podrá ser renovado de mutuo acuerdo.
Aquí y ahora, con
lúcido albedrío:
Firmados
X Y
Inmediatamente consideró que bastarían diez copias,
por lo pronto, y se lanzó a la calle cuando la noche empezaba su feria. Entró
en un lugar céntrico como otras tantas veces: mesas llenas de desconocidos que
fingían conocerse, la sonrisa en la boca, el cigarro en los labios, la ginebra
en la mano, la soledad fulgente. Se aproximó a la barra y oteó el horizonte.
Rostros demasiado vecinos de otros días, miradas consteladas de las mismas
pasiones escondidas, la escasa luz como antifaz, el ruido del silencio murmulloso
para evitar que se oyese la mudez del espíritu. Y cambió de lugar.
Entró en un modesto síndol
confortable, iluminado a medias, la música agradable, cada cual repartiendo su
soledad consigo mismo, sin disfraces de falsas compañías. Unos ojos levantaron
su inmensa llamarada desde una mesa próxima y sintió que allá voy. Se sentó,
¿no te importa?, yo también estoy solo, en cuanto te incomode me lo dices y me
voy. Hablaron y fumaron y en seguida intimaron en el tema que allí les
empujaba, y se confidenciaron: la soledad no es mala si la compañía de los
otros es peor, por eso estoy aquí. Él le contó su sueño repetido, y ella dijo
que al levantarse recordaba cómo un hombre agresivo y amoroso la acosaba de
noche como una violación que ella buscaba, que le mordía los senos, que
empujaba su glande hasta su intimidad, que bañaba su cuerpo con su sangre
sexual. Que luego despertaba del todo y maldecía del mundo porque la libertad
impedía hacer libre ese reducto que todo ser posee y es incomunicable. Tienes
razón, le dijo, todos nos quieren poseer y ni siquiera saben poseerse, que
significa tomar de los demás lo que pretendan darte y darles cuanto seas capaz
y te lo admitan. A los pocos minutos de empatía sacó una copia del contrato y
lo leyó con voz suave para que no sonara abrupto. Ella lo tomó y lo leyó
despacio, musitando los labios como sorbiendo un falo. Una mirada unió los ojos
separados por la mesa. Desenvainó una estilográfica y la puso en su mano. Y
luego firmó ella.
(Salieron y se sintió poseso de algo muy parecido a la felicidad. De
repente giró y miró hacia atrás: ¿Tal vez aquellos rostros yacían allí tras
haber intentado una esperanza semejante a la suya y se vería a sí mismo muy
pronto desahuciado, como un horizonte que otea otro horizonte interminablemente
inacabable?).
De
niño tenía que asistir a misa diariamente en el colegio. Como el único libro
que podía llevar a la iglesia sin tener que esconderlo era uno que
contenía los evangelios en páginas pequeñas y delgadas, los días que no
conseguía escabullirme por pasillos y escaleras lo leía como única evasión de
aquel ritual del “ite missa est”. Así que a los once o doce años conocía bien las aventuras de un singular buen hombre que se llamaba Don Jesucristo
de Palestina -caballero verdaderamente andante y más quijote que el que luego conocería-. Por eso me admiraba que los curas y seglares del
colegio se comportasen no solo con desconocimiento de la bondad de aquel
crucificado, sino como si pretendiesen emular a los fariseos que asediaban al
hombre de la cruz, pues escogían el castigo y el odio como prédica, y la
humillación del cuerpo como medicina para el alma.
Pasados
muchos años, no me extrañó encontrarme con algunos compañeros de aquel tiempo
cuya mente esperpéntica denotaba la lucha entre la represión y la ansiedad:
aquellos profesores sacerdoteados habían transformado en padres de su propio
infierno a quienes quisieron convertir en hijos del cielo.