De
niño tenía que asistir a misa diariamente en el colegio. Como el único libro
que podía llevar a la iglesia sin tener que esconderlo era uno que
contenía los evangelios en páginas pequeñas y delgadas, los días que no
conseguía escabullirme por pasillos y escaleras lo leía como única evasión de
aquel ritual del “ite missa est”. Así que a los once o doce años conocía bien las aventuras de un singular buen hombre que se llamaba Don Jesucristo
de Palestina -caballero verdaderamente andante y más quijote que el que luego conocería-. Por eso me admiraba que los curas y seglares del
colegio se comportasen no solo con desconocimiento de la bondad de aquel
crucificado, sino como si pretendiesen emular a los fariseos que asediaban al
hombre de la cruz, pues escogían el castigo y el odio como prédica, y la
humillación del cuerpo como medicina para el alma.
Pasados
muchos años, no me extrañó encontrarme con algunos compañeros de aquel tiempo
cuya mente esperpéntica denotaba la lucha entre la represión y la ansiedad:
aquellos profesores sacerdoteados habían transformado en padres de su propio
infierno a quienes quisieron convertir en hijos del cielo.
Ensor: La hipocresía