No volverás a contemplar la rosa en todo su esplendor como puedes mirarla en este instante, ni gozar de su aroma, o cómo encarna la belleza y lozanía de la existencia. No podrás creer que cualquier rosa es esta rosa para darle un consuelo a la mortalidad, que deja solas a las criaturas en un mundo airado. Pero yo tengo en ti unidos los jardines del cielo y de la tierra, condensados la hermosura del tiempo y la memoria, fundidos el recuerdo y el anhelo. Tú eres la rosa de la vida, tú me entregaste tus pétalos y sigues perfumando mi corazón; y cuando el ámbar de tu piel se seque marchito por los años, yo te abrazaré y seguiré viendo en ti la misma rosa.
Una profunda y estremecedora meditación sobre la condición mortal del hombre y la capacidad de la palabra poética para rescatar del olvido y de la devastación no sólo la vida personal sino el ineludible grado de eternidad que habita en cada gesto humano, en cada acto del hombre. Un libro memorable, que hace efectivo y compartido con el lector el ideal que encierra en sus páginas.
Para la aparición de este libro ha sido necesario que confluyan dos inconformismos y dos posturas marginadas en muchos sentidos, e incómodas para el estatus literario. Por una parte, el autor, Antonio Gracia, cuyo nombre fue el centro de una sonada polémica por la retirada del influyente (y muchas veces manipulado) premio Loewe de poesía, y cuya imagen fue pública e injustamente vapuleada en diversos medios de comunicación. Por otra parte, la recién estrenada editorial "Literaturas.com Libros" viene a incordiar los cauces establecidos por el sistema literario para introducir productos renovadores y de calidad, que no tienen cabida en las estrategias de mercado a que se está quedando reducido el "gran" mundo editorial.
De no ser por esta afortunada conjunción, el libro de Antonio Gracia seguiría viviendo en una tierra de nadie, pues no sólo se le negó el Loewe, sino que tampoco le fue permitida la publicación de la versión que el autor daba por definitiva (la que ahora tenemos en nuestras manos) por parte de las autoridades de Almendralejo. Y en verdad no es mal lugar ese espacio indefinido, ese terreno desdibujado y sin cartografiar para un libro que se sitúa en la encrucijada entre la vida y la muerte, entre lo que se pierde y lo que se niega a pasar definitivamente, entre la devastación y el sueño, la destrucción del tiempo y la salvación de las vivencias en la palabra imaginada, como testimonia la cita introductoria de Thomas Mann: «El hecho de que la muerte acabe con la vida no significa que dejemos de existir».
El instrumento con que Antonio Gracia se acerca a este espacio ambiguo, siempre a punto de ser clausurado, pero siempre renovándose, es el de la reflexión. Estamos ante un poeta hondamente meditador, como ha demostrado a lo largo de su trayectoria, y el libro que leemos demuestra una decidida y trabajada madurez en ese ascenso para alcanzar la cumbre de la reflexión absoluta. El epílogo que cierra el libro y que lleva por título «Del autor al lector» no deja dudas por lo que respecta a esa confluencia entre poesía y filosofía: «La poesía es una filosofía liberada del silogismo: una intuición silogística sin premisas nacida de la introspección» (p. 79). Una de las cuatro partes de que se compone el libro, la tercera en concreto, lleva por título «De la consolación por la poesía», remedando el título de la conocida obra del pensador Boecio.
La poesía se presenta como el intento recurrente de ordenar el caos, y el poeta, como quería Heidegger, como un pastor del ser, cuya contemplación, de un distanciamiento interior, da sentido al instante que pasa y a la vida en su totalidad: «y certifica que soy yo quien mira / y ordena el caos con su contemplación» (p. 19). Este ordenar la experiencia significa al mismo tiempo ofrecer una trascendencia a la vivencia a través de la experiencia de la belleza, que evidencia como un destello la presencia de la eternidad en la vida y en la materia; deseo de trascendencia que se hace eco de la pregunta luisiana: «¿Cuándo será que pueda.?» (p. 21).
La precisión, la serenidad, la maestría en los metros y los ritmos que demuestra el autor no esconden, sino que ponen más de manifiesto, la realidad de que nos encontramos ante un libro cuyos contrastes se resuelven en un discurrir dialéctico que no altera la superficie tersa del discurso. En verdad, ese movimiento hacia el rescate y ordenación de la realidad del que he hablado procede, por reacción, precisamente de la conciencia, instalada en el corazón mismo de la vivencia, del acabamiento, de la amenaza que supone la muerte. De esta manera, superando una fácil antinomia, muerte y vida se presentan como las dos caras de la misma moneda, y es entonces cuando el libro de Antonio Gracia se eleva a la categoría de cosmogonía, en cuanto describe un universo en tensión y en lucha, un universo que pugna por una explicación ante el sinsentido de la nada; explicación que, de alguna manera, viene alcanzada en ese suave fluir del verso propiciado por el uso del encabalgamiento y por el tono de noble aceptación que desprende todo el libro, a la manera estoica. Véase, por ejemplo, el estupendo «De la furtiva eternidad» (p. 71).
El léxico que puebla el libro es elemental y cósmico: nos habla de cielo, astros, universo, infierno, dolor... Me interesa destacar, especialmente, la imagen de la semilla, que aparece de manera recurrente y que nos habla de ese ciclo de muerte y renacimiento que rige toda cosmogonía: «No temo tu llegada [de la muerte]; yo te doy / el ancho surco en que sembré infinitos» (p. 73). El fondo mítico del libro está sabiamente dosificado y conjugado con descripciones de una naturaleza serena que invitan a la contemplación en profundidad, en un perfecto equilibrio entre descripción y meditación. Incluso cuando la reflexión tiene como objeto su propia futilidad, estamos ante un acto puro de contemplación que engendra pensamiento y se funde con él. Me estoy refiriendo al poema «La metafísica», en el que la mujer que tiende la ropa, emblema de la madre y de la donadora de vida, contrasta con la esterilidad de la meditación del poeta que no engendra nada: «regreso sintiendo la vergüenza / del hombre ensimismado» (p. 22).
Otra imagen clave para entender el libro es la que forma la paronomasia «efigie» / «esfinge», pues la realidad, como en la mejor tradición simbolista, se nos presenta como un haz de enigmáticas correspondencias, pero con la particularidad de que aquí el contemplador forma parte de ese mismo entramado, y tiene que ser así para que pueda pasar a formar parte de ese ciclo cósmico en el que escapará a la muerte. De esta manera, poesía y realidad son espejos que se reflejan mutuamente, de ahí el carácter borgiano que tiene el cierre del libro: «Aunque creo que en algún lugar de un libro hay una frase esperándonos para darle un sentido a la existencia» (p. 80), y la confianza en la poesía como donadora de la verdadera eternidad: «Tantas vidas he sido y tantas he de ser / que se me otorga, al fin, la eternidad» (p. 48).
En definitiva, Devastaciones, sueños, de Antonio Gracia, se presenta como un intenso vanitas vanitatum o memento mori pero sin los aditamentos barrocos que acompañan al tópico. Muy al contrario, el libro es de una clasicidad que no niega lo visionario, y una apuesta decidida por el poder de la palabra, por una salvación que vemos concentrada en el magnífico poema que cierra el libro y que constituye una versión del emblemático «If», de Kipling. Se trata en ambos casos de una afirmación de la voluntad de vivir y ser, pero mientras que en Kipling se promete la posesión de la tierra y de la esencia del hombre, entendida casi como masculinidad, aquí se promete algo más sutil: el orden de las cosas, la quietud, una visión interior. Se puede decir que Antonio Gracia interioriza la exterioridad de Kipling, y nos muestra así que siempre hay una salida para seguir caminando, que caminar hacia dentro es también hacerlo en extensión, que detrás de toda devastación hay un sueño que sigue dando sentido al vivir.
Suena el viento en los árboles y suenan las flautas y los pájaros: orquestas de ramas y de lluvia. ¿Recuerdas los museos, bibliotecas, las músicas, los cuadros y los versos? Son las únicas cosas que redimen la vida de los hombres. Volveremos a ellos, a tallar nuestra mente con sus sabidurías, sus colores y cánticos. Pero antes bebámonos la luz de la naturaleza para que no olvidemos que la vida es tacto y corazón, y no el fracaso que el arte intenta hacernos olvidar. Y déjame que taña una vez más en tu cuerpo la música del cosmos. Un cuadro, ¿nos devuelve algún paisaje? Un poema de amor, ¿rescata un beso? ¿En qué violín escucharé tu risa?
Llega la edad ligera. Observas cómo se va acabando el horizonte que aún podrás divisar. ¿Qué has hecho? ¿A quién le ha reconfortado tu existencia? ¿Quién te recordará? ¿Cuántos te aman y a cuántos has amado de verdad dándoles vida, haciendo sonreír su tristeza y elevando su alegría? ¿Hubieras dado acaso tu vida por salvar la de otros hombres? ¿Te has entregado alguna vez tan solo por el placer de darte? ¿Eres creador de un libro, un hijo, un árbol? Tu legado, ¿cuál es? ¿Diste consuelo? No sabes ni por qué naciste ni por qué debes morir. El mundo sigue igual contigo que sin ti. La noche es una nueva aurora. Lejos queda el pasado, y el presente más que fuego es ceniza. Los párpados del sueño crearon utopías: ¿acaso te esforzaste para que fuesen realidad, o acaso por creerlas inalcanzables diste tu derrota como un escepticismo y una premisa para los demás? ¿Quién eres? ¿Y qué harás mientras recorres el camino que aún tienes que andar hasta el ocaso? Sal de tu corazón, mira el ajeno y palpita con él porque la vida es más que ver vivir.
Prieto engrana una historia de poetas, Luis traduce la Eneida en verbo firme, José Ramón ausculta cientifismos, yo vericueto versos a granel; y el mundo sigue igual a pesar nuestro. ¿Qué hace el hombre en la vida
sino intentar cambiarla al comprenderla para que todo fluya más humano? Pero los arquitectos del futuro son los dioses de ayer y del mañana, y todo es un principio hacia un final que un oculto demiurgo ha programado a pesar de las letras y las ciencias. Seguimos conversando, deduciendo desde que el sapiens dijo que la lógica es el camino por el que llegar a conclusiones que jamás consiguen invalidar los irracionalismos y construyen la Realidad del Cosmos.
Un bucle interminable nos conduce
hasta la Gran Verdad Inexistente.
Las verdades son múltiples mentiras. Así somos: un viaje
Si bien se considera, Darwin no hizo sino mostrar que el ser humano es un palimpsesto dúctil y eviterno. Nació de una partícula exterior -o interior- a este errante planetoide y dejará de ser cuando se extinga convertido en un otro -como él fue otro-. Tiene conciencia de su permanencia temporal, aunque desconoce si hay una alienigenia inteligente. El primitivo pez, simio, reptil o neurona galáctica -desde donde procede-, se preguntó con lentitud mental por el mar, las montañas, los abismos, sus manos y sus pies, el horizonte; trepó hasta la conciencia vislumbrante de que a la clara luz le sucedía la noche, y que el todo encadenaba la causa a los efectos. Descubrió silogismos, premisas, conclusiones. Aún sigue preguntándose por qué nacer implica muerte y por qué muerte no es causa de más vida o de otra vida. No alcanza a descifrar las aporías de las metamorfosis estelares. Una mujer y un hombre, así enlazados recorrieron innúmeros caminos y fue el amor su sola compañía, su báculo, su ángel protector.
Si bien lo pensamos, Darwin no hizo sino mostrar que el ser humano es un palimpsesto eviterno. Evolucionó desde una partícula -exterior a este planeta, o interior- y dejará de ser cuando se extinga en forma de otro ser o por autoextinción. Tiene conciencia de su permanencia temporal, pero no sabe si existen otros seres como él fuera de su planeta.
Aquel animal -simio, reptil, pez, piedra galáctica...- se preguntó con lentitud por las montañas, el mar, sus propias manos.... y trepó hasta los silogismos con el arma de la conciencia vislumbrante de que a la luz le sucedía la noche y que todo tenía causa y efecto. Aún sigue preguntándose por qué nacer implica muerte y por qué la muerte no es causa de más vida o de otra vida. Y su mente no alcanza a adivinar el porqué de las metamorfosis humanas o estelares.
Una mujer y un hombre, así enlazados, recorrieron innúmeros caminos y fue el amor su sola compañía, su báculo, su ángel protector.
El mejor villancico lo escribió Beethoven en su pentagrama sordo cuando, tras dos décadas de obsesión y esfuerzo, puso música a la alegría universal y fraterna escogiendo unas estrofas del original de Schiller: