(El enigma infrangible)
Hace unos veinte mil millones de años
se expandió el universo desde un núcleo
inconcebiblemente comprimido.
La explosión primigenia originó
una fuga de todo cuanto existe
hacia la inmensidad de un infinito.
Conforme se expandía aquella amniosis
se creaba un espacio ilimitado
y comenzaba un tiempo intemporal.
Nuestra mente no entiende qué había antes
del primer estallido, o dónde fue,
pues no acepta un origen sin origen.
¿Hay un espacio-tiempo sin principio?
¿Existen consecuencias sin sus causas?
¿Qué frente olvidará sus pensamientos?
¿Qué corazón no siente al comprender?
De semejante modo nace un niño:
sustanciando su insustancialidad.
Lanza un vagido y brota hacia la luz
desde un minimalismo inescrutable,
y sigilosamente va creciendo
hasta que siente cómo su materia
se corrompe, y se vuelven podredumbre
sus células, sus ojos, sus sentidos
y todo estalla en una muerte ignota.
―¿Va injerto el paraíso en esa amniosis
que jamás podrá ya recuperar?―.
Sin embargo, ¿quién niega lo admirable
de tanta incomprensión y sortilegio?
¿Y quién no escucha un himno que le canta
simplemente por ser hijo del cosmos?
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