La búsqueda ancestral
Hace un millón de años, el hombre contemplaba
el crepúsculo, luego
de haber cazado el alce, o defendido
el cenagoso oasis bajo la gran caverna
del cielo; y descansaba
tallando en las paredes
animales y signos, metáforas y estrellas.
Pasaron los milenios. El ocaso seguía
admirando a los hombres
que, a las puertas de Atenas,
reposaban después de la batalla,
soñando con la anchura
del secreto universo
entre urdimbres y brújulas.
Y los siglos corrieron tras el tiempo
y levantaron pórfidos y torres
bajo el sol, que ocultaba
su lumbre cada día
a quienes lo miraban desangrarse
en púrpuras enjutas.
Legó el ansia su fábula.
Dentro del corazón hay una isla
con prados y palomas, almendros y granados.
Siguiendo los senderos del tilo y la retama,
se llega a una alta roca,
como un ciprés erguido
cerca de las estrellas; y desde su estatura
desciende el infinito hasta los ojos
y es todo transparente.
El mar bate sus olas y baña el cielo azul;
el día se confunde con la noche
en una penumbrosa claridad,
y la brisa trasiega
la luz como una espora
por todo el firmamento iluminado.
Allí quiero llegar para quedarme,
luz yo también,
contemplando la dicha, el color de los días,
la soledad fecunda.
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