De muchas cosas nos descansa o libera la
escritura -la pintura, la música-. La carne metafísica y doliente de la que
está hecho el hombre se sosiega reconociéndose, confesándose a sí misma.
Escribir es indagar en los misterios de la existencia, enumerar las dichas y desdichas -los
anhelos y desengaños- del vivir. Constatación y, por eso, dolor; conocimiento y, por ello,
sosiego: puesto que a la razón le repugna lo incomprendido.
Rubén Darío expone, en el conocido
poema “Yo soy aquel que ayer no más decía”, esa virtud consoladora de las
artes:
fue el dulce y tierno
corazón mío henchido de amargura
por el mundo, la carne y el infierno.
Mas, por gracia de Dios, en mi conciencia
el bien supo elegir la mejor parte;
y si hubo áspera hiel en mi existencia,
melificó toda acritud el Arte.
Byron dice que escribía para pasar las horas con menos tristeza.Y anota José Martí:
¿Qué importa que este dolor
seque el mar y nuble el cielo?
El verso, dulce consuelo,
nace alado del
dolor.
Blas de Otero se consuela
así:
Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al
agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra (“En el
principio”).
Ildefonso Manuel Gil
escribe en “Ahora”:
Ahora (...)
aprendo que mi alma es la alondra cautiva
que
ciegamente quiere liberarse en mi canto.
Y Carlos Bousoño:
A esta casa de incertidumbre que llamamos
poema...
viniste a vivir tú
para ser más (“Llegada a la ambigüedad.- El
poema”).
Francisco Pino, en
“Un paseo con mi hijo”, ostenta la escritura como salvaguardia de la memoria, de
lo que somos:
Porque
nunca más sentiré este pasado
(...)
me he venido a
escribir.
(...)
Porque
se irá esta dicha
me he venido a escribir.
¿Por qué escribe el admirable Robinson Crusoe un diario? ¿Por qué dice el
viajero del tiempo (Wells: "La máquina del tiempo", 2) necesito
contar la historia, solo entonces dormiré, sino para tomar conciencia de su
identidad, ordenar y sosegar, con ello, su insólita experiencia –como Crusoe? Y
PaulAuster ("La habitación cerrada", 3): sé que escribir
es la única posibilidad que tengo de salvarme. Porque, por ejemplo, conocido es el poder
curativo que la escritura de "Werther" ejerció sobre su autor. Aunque tal vez sea
Dostoieski el máximo exponente de ese desvío del dolor suicida al plano
literario. ¿No escribe Juan Pablo Castel sus memorias para purgar su corazón o,
más exactamente, el corazón de Ernesto Sábato?
De repente, como, si agotado el azar, estuviese esperándome, encuentro en una entrevista de un
periódico atrasado esta afirmación de A.
Muñoz Molina: Escribir sobre uno mismo es difícil, pero tiene un efecto
benéfico. Tal vez por tal motivo afirma Vigny
de La Musa: un dulce nombre me pusieron: Consoladora (“La noche de
octubre”). No es extraño que tanto Góngora
como Quevedo se refugiaran en los
libros (Con pocos libros libres...; Retirado en la paz de estos
desiertos...). Ni que Rebecca West
se pregunte, tras leer a Shakespeare: ¿Qué emoción es esta que siento? ¿Qué
relación tienen que ver con mi vida las grandes obras de arte que me hacen
sentir tan feliz?
En fin: bien claro lo expone José Hernández al comienzo de "Martín
Fierro":
Aquí me pongo a cantar
al compás de la vihuela,
que al hombre
que lo desvela
una pena extraordinaria,
como el ave solitaria,
con el
cantar se consuela.
Cierto que él acude tanto a la música como a la palabra,
utilizando el placer de aquella para consolar las penas que refiere esta. Por
el contrario, la inefabilidad es una falta de identidad: por eso se lamenta Lamartine:
Mi pensamiento entra
absorto en el infinito;
y allí, rey del espacio y de la eternidad,
(...)
recorre la existencia y concibe la esencia.
Mas, cuando quiero pintar lo que
siento,
mi voz expira... (“Dios”).
Que compartir lo que sentimos nos descansa, desahoga y
alienta lo demuestra el simple y cotidiano hecho del cotilleo banal, del
trasiego sentimentaloide, de la seudo información de nuestros aconteceres, tan
trivial como necesaria para limpiar los afectos y conflictos. Ese diálogo puede
ser tan detestable como imprescindible: porque libera del soliloquio
existencial: el molino del cerebro necesita moler continuamente, y rumia lo
ajeno o lo propio con independencia del daño que produzca.
Ya en "El libro de la almohada", título
significativo de Sei Shonagon -coetánea de Musaraki Shikibu-, leemos: Cosa
corriente es escribir cartas; pero qué cosa tan magnífica... Es un gran
consuelo haber expresado nuestros sentimientos en una carta... incluso sabiendo
que aún no ha llegado a su destinatario. Y Plinio el Joven escribió: Vuelvo
indignado... y me pongo a escribirte de inmediato, ya que no te lo puedo contar
de viva voz.
Por lo tanto: si no escribimos pensando en otro, sí lo hacemos
sintiéndonos otro, un “otro” nuestro o ajeno que nos comprende y que nos
reconoce, que confirma nuestra identidad. La tradicional carta, el teléfono o
el email son muestras de la curación de nuestros conflictos mediante la
autodelación en otro. Por eso Carlos
Sahagún se detiene en su autoconfidencia considerándola absurda si no hay
quien la comparta:
Pero / ¿me escuchas, me comprendes, vas conmigo? (“Renuncio a morir”),
dice; y también:
Nada tiene sentido en soledad.
Quuizá
por este motivo sea la forma epistolar uno de los recursos más frecuentes:
aunque nos escribimos a nosotros mismos, el “yo” al que nos dirigimos adquiere
la apariencia de un “tú” o un “él”: Señor, ya me arrancaste lo que yo más
quería... (A. Machado); “Un sueño
soñaba anoche...” (romance de "El enamorado y la
muerte").
Estudia para alcanzar el sosiego, se lee en una
vidriera cerca de la Catedral de Winchester. Es decir: el aprendizaje -la
sabiduría- da la paz. Aprendemos leyendo: pero no podríamos acercarnos a la
sabiduría y acariciar la paz si no existiera quien escribe sus aprendizajes,
sus sosiegos.
No es exclusiva del lenguaje verbal esta pulsión. No
creo que VanGogh tuviese otro motivo para pintar que esa
necesidad: ama su arte porque es la única identidad que puede darle un rostro:
y al no encontrarlo busca la muerte. ¿Y por qué abandona Gauguin cuanto
confor le rodeaba sino por lo mismo? ¿No encontró Lautrec en sus dibujos el movimiento que no podía practicar su
cuerpo? Y así tantos otros que se enfrentaron a adversidades para seguir su
camino literario, pictórico, musical... Y sobre el confesionalismo
autobiográfico: si es cierto que Mozart
fue el primero en poner el corazón dentro del pentagrama y sobre el teclado, no
lo es menos que K. F. E. Bach ya había adelantado que se debe componer
con el alma, no como un pájaro amaestrado; por eso, según su amigo, el crítico
Schubart, sus obras son el desahogo de un corazón (algo que incluso un
escritor que tanto me disgusta, como Cela,
repite, sin declararlo, al frente de "Oficio de tinieblas, 5", título de
raíz musical: Naturalmente, esto no es una novela, sino la purga de mi
corazón). Tchaikosky, sobre su patética sinfonía Nº 6, decía: laveo
claramente en mi cabeza... siento felicidad al poder trabajar todavía... he
puesto en ella tanto de mí. Abandonó Vivaldi el altar para escribir las
notas que le rondaban durante una misa. ¿No demuestra ese arrebato que la música
ya era una divinidad superior a Dios y que la religión del arte iba
imponiéndose? ¿Por qué esa adoración sino por su poder identificativo y
curativo? Escribe Wagner:
Creo en Dios, en Mozart, en Beethoven..., creo que quien ha gozado una vez los
sublimes placeres del arte se entrega a él para siempre.... Sin duda: escribir nos prolonga, nos descubre, nos acerca a ese que queremos ser.
Tal vez esa tradición, aunque no conociera entonces todos sus arbotantes, actuó sobre mí -porque somos hijos del arte- cuando se me cayeron de las manos estos versos, en los que se dan cita cuantas trincheras, consolaciones y bellezas pueden producir las creaciones del hombre:
El secreto
Para A. L. Prieto de Paula
Cuando sientas que el mundo te derrota
no intentes combatirlo.
Edifica un castillo en tu
interior
y cuelga terciopelos y
templanza
en sus muros. Dispón un fuego
manso
junto a la mesa de la
biblioteca. Mira el cielo brillar entre las llamas
La cultura es un derecho que todos tenemos y pocos ejercitamos como un deber. Ese es nuestro mayor mal: pues la ignoracia es causa de todos los otros males y monstruo de todas las criaturas.
Recibo un paquete de Huerga y Fierro. Libros, sin duda. ¿De quién serán? Desde mi último acuse de recibo y comentario nadie ha vuelto a enviarme ni una página. El misterio se desvela: son algunos ejemplares de mi recién impreso título La muerte universal (Cosmoagonías).
No leo mis libros una vez publicados: ya los conozco; y solo los escribí para liberarme, descubrirme, identificarme, saber cuál es mi nombre íntimo. Una vez desenmascarado el fragmento de identidad, qué menos que dignificarlo tratando de eliminar lo que se le escapó a la pluma parlanchina. Hecho esto, releídas de mala gana las galeradas, y asumido que tampoco he conseguido librarme del que soy ni ser aquel que quise ser, para qué volver sobre ellos. Cuando pasan años, sí: para tachar o alterar en la antología presunta, alejarme más del que ya fui, acercarme al que anhelé.
Así que aquí doy noticia de su existencia para el lector voraz de desencantos. Yo sé que en este título se ha interrumpido mi viaje "hacia la luz". Si el libro así titulado fue una inflexión redentora, este lo es hacia el abismo de mis primeros textos. Me creí libre de la pluma funeral: pero ha regresado el tánatos a defenestrar el eros. Persiguiendo el himno, he vuelto a la elegía; o a la constatación de su poder y de que el mundo da más causas para ella que para las odas. Y no quiero asistir a mis propias exequias.
¿Qué puede deducirse de quien ha escrito 438 poemas en cuatro semanas?
Tras 20 años sin publicar libros de lírica, Santiago Montobbio, que ya apareció en estas páginas con el rostro de un poema, recoge en La poesía es un fondo de agua marina un caudaloso muestrario de su última producción.
Tanta fecundidad y fluencia parece exigir la expresión de los mecanismos de la mente, su obsesión laberíntica errante por unos túneles que desembocan o nacen en la preocupación por el poema y el arte, síntesis, órbita y gravitación de una vida.
La impresión, tras leer los primeros 15 ó 20 textos, es la de estar ante una anotación continua y desenfrenada, como un material de trabajo con el que construir el gran poema. Y el autor no lo oculta, sino que es consciente de ello: véase, por ejemplo, el texto que empieza "El silencio abraza más que las palabras".
Dietario síquico, desbocamiento, confesionalismo emocional y reflexivo. La escritura como testimonio de la sustitución de la vida por el poema: "tengo que vivir o que decirme" (p. 19). La escritura, que vampiriza la existencia: "yo solo quiero que me dejen en paz, / y poder escribir" (p. 252). Fragmentos de identidad, en fin: otro homo sapiens convertido en homo scriptor.
Cuando yo tenía 12 años escribía un diario en el que anotaba simplemente la hora, dónde estaba y qué hacía: como si de ese modo pudiera detener el tiempo o volver a él más tarde. El poema es también eso: la recuperación, la resurrección. Porque "al final todo tiene la forma de un recuerdo" (p. 277).
He aquí un conjunto de reflexiones en las que se reconoce todo aquel que no puede evitar escribir para identificarse.
(Para futuras reediciones: erratas en páginas 89, 94...)
Reconozcámoslo: cuando el hombre se queda solo demasiado tiempo consigo mismo no se
soporta; no estamos preparados para convivir con nuestro propio yo y huimos hacia los demás, que son tan frágiles como nosotros.
Pero nuestras conversaciones sociales son mecánicas y frívolas; nuestro ocio no es estimulante, sino ocioso; nuestras diversiones nos aburren. No nos han
enseñado a disfrutar de los momentos de íntimidad: la paz que irradia de
un buen cuadro, una buena música, un buen libro. Nos hemos aislado en una isla que no
pasa de ser una desalentadora confortabilidad -aunque la llamemos felicidad-; y
salimos de ella para visitar a los habitantes de otras islas tan aisladas como
la nuestra. Y eso no nos basta.
Hemos olvidado por el camino, a fuerza de no usarlas,
las facultades que poseemos; y nos ha invadido la fragilidad, la inanición, la monotonía. Sin embargo, ese
vigor permanece en nuestra mente y solo es necesario hacerlo emerger como si
fuese un barco que naufragó porque lo abandonamos.
En primer lugar, yo me acostumbraría a contemplar algunos cuadros relajantes,
fáciles de hallar, a falta de museos próximos, en las pinacotecas impresas que hay en las librerías.
Mientras tanto, para disciplinar mi mente y ampliar mi sensibilidad, me
esforzaría en escuchar, por ejemplo, la “Ofrenda musical” de Bach, una música convenientemente aséptica al principio y que acaba
enamorando el corazón y el intelecto por su equilibrio entre inteligencia y
sentimiento puro; después me fortalecería con la "Tetralogía" de Wagner. Leería la “Oda a la alegría”, de Neruda, simplemente para reconocer que
mi desdicha no es irreversible, y, luego, el poema “Masa”,
de César Vallejo, que siempre me injerta una sublime solidaridad. Templado
así, escogería un libro fácil y absorbente, correctamente escrito, de esos que impulsan
a seguir leyendo a pesar de la hora de la comida o de la cena; por ejemplo, “El
misterio del cuarto amarillo”, de Gaston Leroux.
Ahora
bien: quien quiera reconocer la majestad interior del
ser humano debe acudir a otro título clásico. Si yo hubiese de salvar un solo libro, o hubiera de llevarme solo uno
a una isla desierta, lo escogería por encima de cualquier otro, a pesar de que
hay otros, afortunadamente, tan excelsos -que nos enseñan a vivir, pero no,
como el que digo, a sobrevivir-. También es el que enviaría a otro
planeta como referencia de lo que esencialmente es el ser humano: superación. Es sorprendente la cantidad de veces que lo citan los
grandes nombres de la Literatura, del Arte y de la Historia. Me refiero a
Robinson Crusoe: buena parte de cuantos lo han leído lo hicieron en su
adolescencia, en versiones simplificadas que lo han desprestigiado y desprovisto de sus cualidades porque los publicistas, olvidando que
Daniel Defoe lo escribió con la experiencia de su madurez, creen que se vende
mejor como un cuento de piratas. Pero la odisea del náufrago -inspirada en
hechos históricos- es más interior que exterior, más introspectiva que aventurera.
No existe en la literatura universal otro personaje capaz de sobreponerse a las
adversidades como Robinson Crusoe. Probablemente, ningún otro puede enseñar
tanto al hombre actual. Tras su catástrofe, parte de cero y se convierte en el
admirable ejemplo de lo que un hombre puede llegar a hacer con determinación,
solo, en circunstancias extremas, conviviendo con sus propios temores,
llenándolos de esperanzas y de actos, creciéndose cada día ante los
infortunios, sin ayuda, sin milagros, sin ciencia ficción, con la única fuerza
de su fe en sí mismo.
El naufragio de Robinson es el emblema del aislamiento del hombre en el
mundo en que vive (tanto que acaba por regresar a su isla, tal vez huyendo de la misantropía que la sociedad genera). Lo que importa de él es su incapacidad para rendirse ante
las desdichas: la afirmación de que el destino es la voluntad.
Yo no quiero que un Dios que castigó la carne la resucite luego al son de sus trompetas lo mismo que al final de un baile de disfraces.
¡Oh pasión de mi vida, cuerpo mío de ángel que envejeció de amor, que se abrasó de lumbre!
Quien ama no ambiciona más corona que el beso. Dime qué eternidad es esa que prometes más allá de los cuerpos si, al cabo, necesitas para llenarla el tibio pecho que destrozaste.
Sólo una vez, no más, es hermosa la vida. Ocúpate, Dios mío, del fuego que alimenta la dicha transitoria y olvida las cenizas.
El tiempo, el tiempo dame. Él es mi amante cierto. Si amor es consumirse, me mate con rozarme.