Un día morirás y quedaré, cuerpo sin corazón, aleteando en la triste vorágine del tiempo; o seré yo quien muera y quedarás como un nicho sin rostro que me espera más allá del dolor. Soy más fuerte que tú: deja que sea mi corazón quien sufra el dolor de perder a quien se ama.
Se dijo que la solución estaba en quitarse la vida cuando ya solo le esperase la muerte.
Esa consideración lo tranquilizó: así, la muerte no es un enemigo, sino una salvación. Y vivió algún tiempo amodorrado en ese bálsamo contra el sufrimiento.
Pero un día sintió que se quemaba y apartó inmediatamente la mano. Trató de mantenerla junto al fuego; pero su voluntad nada podía contra el instinto de conservación de la existencia.
Entonces se derrumbó: su bálsamo contra la agonía era inútil.
Supo que el instinto de supervivencia le impediría liberarse de la vida, por muy agónico que fuese su final.
Hoy es el día de la música; o sea: de Beethoven, de quien se cumplen 250 años; es decir: de la Sinfonía Coral, la obra más solidaria de cuantas se han compuesto. He aquí el día de su estreno.
Un estudiante observa a los políticos y no le gusta lo que ve; incluso algunos le parecen enemigos de la sociedad que representan. Mira a su alrededor y se pregunta: ¿Por qué, si todo el mundo quiere la riqueza, que es fruto de la educación, esta está tan descuidada? ¿Hay políticos justos y con perspectiva?
Se contesta que, desde luego, es necesario un sistema que nos obligue a convivir en paz, que ampare al bueno y que encarcele al malo, inexorablemente. También es cierto que tal sistema precisa unos gobernantes, y que quien quiere gobernar necesita mucha dedicación y mucho altruismo.
Y es aquí donde encuentra el primer fallo: porque la abnegación no es muy común. El hambre de poder es la peor de las enfermedades contagiosas, y el poder es de aquellos que prometen paraísos, pues todos los anhelan. Por eso advirtió Napoleón: ¿qué es un líder sino “un comerciante de esperanzas”? Y Heródoto escribió, aludiendo a la corrupción: “dadle el poder a un hombre virtuoso y pecará”. En tal sentido, Valèry anotó: “política es el arte de evitar que el ciudadano se preocupe de lo que le importa verdaderamente”. Y es que el poderoso, inmerso ya en su castillo, olvida las palabras de Montaigne: “Aunque subas al trono más alzado sobre tus posaderas seguirás sentado”.
¿Cuándo será posible contradecir a Rousseau, que condena a la tribu social como asesina del instinto de solidaridad, y a Plauto, en aquello de que "el hombre es lobo para el hombre"? No parece tan difícil, teniendo en cuenta que en el llamado Siglo de Pericles existía apenas el uno por mil de nuestra población mundial de hoy, y aquellos hombres consiguieron una democracia cuya divisa se resume así: “puede participar cualquier persona que nos ayude a mejorarnos todos”.
Tal vez siguiendo tal ejemplo, y contraviniendo la opinión platónica -que exiliaba del Estado a los soñadores y poetas-, Kennedy denunciaba en la política su creciente deshumanización: “si hubiera más políticos amantes de la utopía y más poetas políticos, lograríamos un lugar mejor para vivir”.
Solo encumbra la muchedumbre, y hoy, igual que siempre, triunfa la apariencia: el que hace más creíble su espectáculo, el político digno de los óscar. Hemos creado un mundo de disfraces, de corrupciones de la integridad. Y todo está perdido cuando el malo empieza a ser tomado como ejemplo y el bueno es una especie en extinción.
72 pp. Pre-Textos/I. A. de C. «Juan Gil-Albert». Valencia
Hay quien elige ser escritor; pero hay quien no puede ni sabe ser otra cosa. Para quienes conozcan solo su obra poética, su personaje, Antonio Gracia quizá pueda pasar
por uno de los primeros; para quienes, además, conocemos a la persona, A. G. es, sin
duda, uno de los segundos.
Es posible que, algunas veces, el personaje configure a la persona y la vaya formateando hasta someterla, en mayor o menor medida, a su molde prototípico. Y, en
ese proceso biobibliográfico, no es imposible que, por su parte, la persona, después
de haber fingido su personaje, acabe, primero, creyendo en él, y, después, consistiendo en él, cofundidos ambos en un ovillo de fronteras que evidencia la falta de estas:
es el caso de A.G.
En A.G. la imbricación persona-personaje salta a la vista, quizá hasta con demasiada evidencia, desde sus primeras —e inencontrables— obras, La estatura del
ansia y Palimpsesto. Bastará leer esos libros, si se tiene la suerte de encontrarlos (si
no, puede rastrearse lo que afirmo en la antología Fragmentos de identidad, de Editorial Aguaclara, y en el inteligente prólogo de esta escrito por Ángel L. Prieto de Paula),
para comprender que se está ante uno de los pocos poetas vivos auténticos y sentirse
uno tocado por un arte que expresa con tanta abundancia como hondura la desesperanza, el amor y el desamor, la culpabilidad, el sexo en carne viva, la rabia contra la
vida o el amor a la vida, y... para descubrir que el objeto de la poesía de A. G. es, más
que nada, el personaje de A .G. Y esto, desde un punto de vista artístico, no es malo...
cuando se posee el oficio que A. G. tiene de sobra.
Tras el muy vertiginoso paréntesis —escasamente figurativo, experimental, deslumbrantemente sonoro, desesperado pero coherente con su trayectoria hacia el hundimiento— que supuso Los ojos de la metáfora, se produjo un largo enmudecimiento
posterior del autor, como si este hubiera quedado exhausto o, tras un parto monstruoso, incapacitado, poéticamente afásico. Sin embargo el silencio fue roto y la palabra
recuperada quince años después (1998) con un libro cuyo título resumía su contenido,
Hacia la luz, en el que se advertía un giro en la trayectoria tanto vital como literaria de
A. G.; giro que no tardó en confirmar su siguiente obra, Libro de los anhelos: A. G. había dejado de ser, aunque no del todo, un poeta de la nada y el vacío. No parecía ser
el dueño de mucho, pero, sí, ya tenía algo. Y algo no es poco, sobre todo si se expresa
con el arte y la profunda fuerza de este poeta que reúne vida y literatura.
Ahora, en Reconstrucción de un diario, el poeta, aun siguiendo el camino descubierto en sus libros inmediatamente anteriores, ejecuta una pirueta: cobra distancia
respecto a su yo, lo objetiva cuanto le es posible, y, todavía desde sí mismo, lo mira y se ve a sí mismo. Puede que el camino iniciado acabe encendiendo al poeta y estemos ante un nuevo giro en la trayectoria de A. G. que lo lleve a ir —si no a distanciarse
de sí mismo, lo que seguramente es imposible— a verse desde más lejos, con más
paz, escribiendo él donde antes escribía yo. Como a veces las piruetas tienen conscuencias sorprendentes, ¿quién sabe dónde o cómo puede acabar esto?
Reconstrucción de un diario está bien estructurado en tres partes.
En la primera («Manuscrito I. La gesta del amor»), el lector es cinematográficamente (algo infrecuente en poesía) aproximado, en escenas sucesivas, primero a un
monasterio o castillo seguramente medieval, al manantial después, al árbol junto al
agua, a la doncella bañándose contemplada por alguien, a la relación amorosa que se
consuma entre la doncella y su observador... De pronto, dos poemas en letras cursivas, escritos en primera y segunda persona, interrumpen la narración que enhebraba
los poemas anteriores en tercera persona: y aquí está ya el personaje que ha escrito
aquellos poemas, quizá el autor del diario que da título al libro, el personaje confundido
con la persona del autor del libro que ahora leemos... La historia continúa alternando
la narración escena a escena —poema a poema en tercera persona— con las apariciones reflexivas en segunda o primera persona y en cursivas: vemos a los amantes
en distintos momentos, se mezclan amor y libros... hasta que sucede la muerte de la doncella, el lamento de su amante, la herida real de este.
La segunda parte («Manuscrito II. Indefensiones») pertenece exclusivamente al autor del diario y opera como un intermedio reflexivo que da las claves de la parte anterior y remite a la siguiente: «Si observas la materia verás que la sustancia | es única
y la misma. Lo esencial | perdura sobre el tiempo...». Es decir, seguramente el autor
—que «reconstruye» el diario que leemos como una vida— está en realidad contando
su propia historia cuando cuenta la otra por medio de la de la doncella y su amante.
La historia de la primera parte continúa en la tercera («Manuscrito III. Segunda
gesta») y continúa alternando la historia del amante siempre herido con poemas en
primera persona y cursivas; es decir, alternando dos historias que son una: el malherido vuelve al amor, a otro amor que puede que él crea el mismo, pero ahora con su
herida incluida; y la vida del arte (los libros, la música, la pintura) va primero endulzándolo, si levemente, en su desesperanza lúcida, para, inmediatamente, convertirse en
la sangre de una vida nueva, siempre desesperanzada pero al fin sin acritud porque
«tanta belleza extingue tanta melancolía».
En un panorama poético general bastante light, me parece, en fin, este un libro
poéticamente desusado: en primer lugar, por la poca frecuencia con que uno va encontrando esa poesía que nos acerca a la hermosura de lo profundo (quizás por esto
mismo la poesía no resulte fácil y, ante ella, muchos miran hacia otro lado, como ante
las desgracias de los informativos, para continuar sin ver); en segundo lugar, por el
profundo efecto que este libro produce en el lector, sobre todo gracias al distanciamiento (todavía más aparente que real) que la persona de A. G. introduce al contar al
personaje A. G. y al contarlo tan bien y bellamente.
No creo exagerar si afirmo que el sufrimiento es el mayor autor del mundo y el que más grandes obras ha creado. Quiero decir: el sufrimiento de un hombre -o mujer- sensible, inteligente y fortalecido por el afán de superación y resiliencia.
Eso no significa que haya que cultivar el dolor y renegar de la alegría. Significa que solo quien sufre encauza su creatividad hacia la conversión del dolor en serenidad y a la estimación de la alegría como una conquista de la voluntad y no como un ludismo efímero y circense.
No es fácil trazar la frontera entre la lucidez y la locura, ese viejo tema: pero Dostoieski o Poe no hubieran escrito sus laberintos síquicos si no los hubiesen padecido y, no obstante, hallado un equilibrio entre sus cielos e infiernos. Ya se sabe que Goethe afirmó que escribió su Werther para desplazar su propio suicidio al de su personaje -como tantos que utilizan su obra como mejor terapia-. En cambio, Bach era un hombre que parece haber controlado insuperablemente sus impulsos, mientras que Beethoven necesitó titánicos esfuerzos para dominarlos.
El umbral de la sensibilidad y la inteligencia deja paso a la prisión del otro lado, de la que es difícil escapar sin una férrea fortaleza y disciplina: eso les ocurrió a Schumann y Van Gogh, quienes caían y se levantaban de sus crisis visionarias hasta que cayeron engullidos por el desequilibrio de su genio. Hay mentes hipersensibles y otras insensibilizadas. La hiperestesia percibe desde el ruido del silencio hasta el clamor del universo: una infinita gama de matices que, como un diluvio de ígneos aerolitos, alteran, para bien y mal, la sensatez y la armonía.
Que el dolor ha regido el mundo es un axioma que se deriva de la observación de la Historia, lo cual explica que existan unas pocas odas frente a millares de elegías. Una terrible observación se deduce: Si eliminásemos la neurosis del mundo estaríamos infligiendo a la humanidad un triste flamigerio: el deshojamiento del Arte y la Filosofía -y aun de la Ciencia-. Estaríamos trepanando a quienes son demasiado cuerdos y transgreden la línea emocional e intelectual.
"¡Oh la más de las tristes triste! ¡No es tiempo de yo vivir!", dice Melibea antes de arrojarse desde la torre, doliente por la pérdida de Calixto.
He ahí, condensado, todo el Romanticismo, y aun el Existencialismo, 300 y 400 años antes de que estos irrumpieran como criterios necesitados de detener la vida con la muerte interruptora de agonías.
Así me siento yo cuando pienso en los libros que quedarán solos sin mí y los que como yo se abrazaron a ellos. Cuánta tristeza en la vida y cuánta dicha en los libros, entendedores de la vida.
El mundo ya es un prófugo de libros, una estancia vacía de preguntas más allá de las superficiales y las que se responden en las paginaciones virtuales.
En las casas desaparecen las estanterías. Pronto dejarán de existir las bibliotecas, los olores a tinta y a papel. Los libros ya son solo herencias repudiadas por los herederos del progreso.
Ofreces a tus amigos volúmenes que fueron buscados, perseguidos hace años como tesoros fértiles ... y ellos te ofrecen otros semejantes y por la misma causa. Desertan los editores previendo su extinción... No queda ni la canción...
La Constitución española de 1812 dice que "El objeto del gobierno es la felicidad de la nación".
Antes, en 1789, la Declaración de los derechos del hombre, elaborada por la Revolución francesa, dicta que "El fin de la sociedad es la felicidad común".
Y antes, en 1776, la Declaración de Independencia de Estados Unidos proclama que "el fin del gobierno es alcanzar la seguridad y la felicidad".
Finalmente: John Adams definió la política como "la ciencia de la felicidad", conseguible a través de una buena Constitución.
B)
La Constitución la escriben los políticos, elegidos por el pueblo.
Y aquí es donde surge el problema y pone en entredicho la democracia como una independencia absoluta de la dictadura. Porque el pueblo es una abstracción, la suma de los criterios de los ciudadanos educados en la libertad (¿Cuántos?), y los políticos una representación impresentable (demasiados).
Nuestras vidas son un almacenamiento de contagios de todo tipo: aprendemos a hablar por contacto con los hablantes, nos alejamos de determinadas personas porque con su contacto nos degradamos. Eso es todo. Nos acostumbramos a lo bueno y huimos de lo malo.
Como todos los males, el del virus tiene un único remedio: la prevención, la eliminación de la causa.
No es el virus un monstruo que nos acosa desde la Naturaleza (otra cosa es si se ha engendrado por el abuso que el hombre ha hecho de ella). Nace de lo que más aprecia el ser humano: la convivencia, y convierte al otro humano en un aparente enemigo. Hoy acercarnos a nuestro hermano social es contagiarnos y contagiar. De manera que evitar el contagio es la única solución: y esto, que parece tan claro y evidente, es lo que malexplican las autoridades al no decir solamente lo esencial:
1 - Si estamos a dos metros de distancia o con mascarilla el virus no salta de un ser a otro y muere "de hambre".
2 - Por lo tanto, estemos en todas las ocasiones a dos metros y con mascarilla. Cumpliendo esas dos necesidades estamos cumpliéndolas todas.
3 - Todas las otras consideraciones (si a una hora u otra, si en un lugar o en otro...) están implícitas en la anterior; enumerarlas es distraer de esta.
- !No! Somos una nación con muchas lenguas y muchos deslenguados.
- ¡Weno! Decía Goethe que "un hombre es tantos hombres como idiomas habla". Ahí tienes: castellano, español, cataluño, galicio, norteño, sureño, albaceteño, murciano, oriolano, gringo, etcétero ...
- ¿Y no será mejor aprender a hablar bien aunque sea uno solo?
- ¡Para lo que hay que oír!
- Culturalmente se pueden conservar todos, como un tesoro; pero los idiomas, como seres vivos que son, se transforman, mueren, nacen... y la sensatez dicta que debería utilizarse el más convivencial. Fue Alfonso X el Sabio quien decidió la lengua de esta patria tan de todos y de nadie. ¡Si se quiere tijeretear la Historia otra sería el habla de los hispanolatinos, por ejemplo...!
- ¿Y no sería más mejor reinsertar el inglés que se hablaba en Roma y Atenas hace dos milenios?
- Aquello no era inglés. Era valenciano en pruebas de imprenta.
- ¡Pues yo independizo mi barrio, lo llamo Nazión y promulgo como lengua oficial el vikingo de Nigeria!
- No; porque esos señorones que se sientan en el Kongreso quieren las peleas para ellos solos, y para ser corrupto y poder estar allí primero tienes que ser elegido por tus méritos: por ejemplo, que tu mano izquierda no sepa lo que roba la derecha.
- ¿Y no se dan cuenta los patriachiquistas chovinistas que vamos hacia un país, una comunidad autónoma universal, en donde no caben los "pelos de la dehesa"? ¿No es egoísmo querer que todos sean para uno en vez de sumar el uno para todos?
- ¿Y en qué lenguaje hemos estado hablando durante las últimas décadas?
Trapecístico es que Dios, el ser ideado por el hombre a imagen y semejanza de sus sueños, se haya convertido en la dictadura de sus pesadillas, el ser ajeno que lo condena a la duda metafísica, al sufrimiento de aceptar la existencia o inexistencia de una divinidad; es decir: si la muerte es el final o es otro principio.
El hombre, necesitado de un Gigante Supremo que lo defienda de las amenazas del vivir y el morir, materializa su deseo y este, creado por él mismo, se convierte en la única Realidad. Pues soloexiste lo que creo que existe.
La palabra es el cubo que el autor lanza al aljibe de su desconocida mismidad para sacar el agua pura que conforma su ser.
Eso hace Idoia arbillaga en este libro. Y encuentra una identidad plena de misticismos zoharianos, paralelos a los que otras cábalas religiosísticas han dado timbre verbal pretendiendo arrancarle su fascinación y su misterio. Esa intangible e inefable sensación transfigurativa reclama la palabra que nos muestre su efigie, pero solo asoma mediante alusiones y asedios a la luz, tan fulgurante como cegadora y, por eso, innombrable por invisible. El corazón la siente y la pluma la ignora o no desenmascara su fulgor.
Es un mundo, el del ensimismamiento, que perdería su mágica armonía si pudiera nombrarse, pronunciarse. No es la visión de esta venturanza el amor concreto que aparece en Los márgenes del agua. Es el de la abstracción que se cobija bajo la denominación de Divinidad y que cada cultura ha llamado de diferente modo. Es la estatura del ansia de infinito lo que cada breve poema pretende arañar, acotar, alcanzar, encarcelar para investirse de su clara oscuridad. La escalada a ese locus amoenus definitivo es sucesiva y lenta, con brevísimos pasos estructurados en cinco partes, recogidos en un camino purgativo que persigue la unitividad, "el nombre conseguido de los nombres" juanramoniano. Paralelamente suena el yepesiano "entréme donde no supe / toda ciencia trascendiendo".
Ante lo inefable solo es posible dar fe de la reverberación verbal que deja su espejismo: la palabra es tan solamente un eco, no una identificación, la ceniza de un fuego prometeico. Creación y vacío es, en fin, la búsqueda de un dios, un conjunto de muy leves aldabonazos en la materia metafísica -vida, muerte, algún Tabor- desde la colina judaica.
Tan cercano el paraíso y solo se vislumbra el resplandor, tan parecido a un infierno. Queda el pequeño edén de haber rozado, con la tentativa, la transparencia cósmica, pero también el vacío creador, el horror vacui. Es "el pecado de nacer lúcidos" (p. 106) Porque las palabras escuchan el misterio, pero no saben pronunciarlo; y la pluma no puede
Rachmaninov sufrió terribles depresiones. De una de ellas se sobrepuso gracias a su Segundo Concierto para piano, probablemente el más interpretado entre los de su género (Pulsar: Rachmaninov)
La visita de los fantasmas de la melancolía era natural en él. Cuando conoció los cuadros de Boecklin compuso el poema sinfónico La isla de los muertos.
Este es el comienzo, con la orquesta esforzándose por resaltar el lúgubre sonido del leitmotiv:
Escuchemos el pausado dolor que sintió Rachmaninov al evocar la muerte y su visión en los cuadros de Boecklin:
Y, una vez más, oigamos cómo los remos de Caronte llevan un ritmo más veloz, como si tuviese prisa por cruzar la laguna Estigia:
El sostenido crescendo da paso a una enérgica divagación, antes de regresar al leitmotiv de los remos, que mueren, como las olas, al llegar a la isla. La siguiente es una grabación histórica del propio Rachmaninov en 1929:
Aquí, la música con los cuadros:
Por último, la orquesta en directo, incluyendo la presencia sonora del público que, finalmente, viendo que nadie hace caso de su impune coro de toses, interviene aplaudiendo.