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lunes, 30 de septiembre de 2024

Casa de muñecas

Ibsen: Casa de muñecas

Si hay pocas mujeres pensadoras en la Historia no es porque sean menos inteligentes o capaces de ser cultas, sino porque han sido domesticadas como animales hogareños (Véase El cuaderno)
     El hombre ha sido cinegético; la mujer, madre y cocinera. Llegó un día en el que la mujer también quiso ser autosuficiente, y Mary Wostonekraff sacudió los cimientos de la feminidad, antes de que Beauvoir los universalizase. Sin duda, uno de los acontecimientos señeros de la historia social, aunque no esencialmente transformador, ha sido el de la rebelión de las mujeres en busca de su dignidad.
     De lo que no estoy seguro es de que Nora, la heroína de Casa de muñecas, de Ibsen, tenga, sin más ni más, derecho a elegir liberarse de su familia sin tener en cuenta el deber de haber tomado esa decisión antes de optar por la obligación de ser madre hasta que los hijos la necesiten como tal. Al marido pueden darle morcilla y pan serrano.
     Daría igual si fuese a la inversa: si fuera el hombre quien abandonara a los hijos en busca de una emancipación que creyese merecer. 
     Creo que Nora debería haber conseguido lo que consigue, pero sin someter al desamparo a sus hijos: no sé cómo, tal vez rebelándose contra el hombre antes de convertirlo en padre. Lucha dura hubiese sido esa, pero más digna. Aunque claro está que la causa culpable es el machismo atávico, cosa que no se soluciona oponiéndole un feminismo irresponsable. 
     Ahora todos somos hombres, o todos somos mujeres, en teoría: iguales. Pero el problema subsiste: decidir si el individuo debe sacrificarse por la sociedad o persistir en su individualismo.
     En la lucha -aunque cada vez con menos heridas, porque el dolor nos endurece e insensibiliza-, demasiados niños han caído o se han convertido en mujeres y hombres no cabalmente justos en un mundo cada vez más injusto.
     Cuando la mujer piensa -que es siempre- no debe hacerlo con la misma impunidad que el hombre. Si no, la transformación habrá servido de poco.


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domingo, 29 de septiembre de 2024

La respuesta


Liszt: Liebestraum, 3

La respuesta (para una mandolina)

Si me preguntan qué amo de este mundo
diré que amo tu cuerpo biselado 
en el más puro ardor de la lujuria, 
tu boca succionante e insaciable 
y las noches de estío junto al mar. 
Diré que eres la lumbre más hermosa 
caída desde el cielo, el corazón 
más luminoso y súcubo, la fértil
Alegría.

Winterreise




Claro de luna

sábado, 28 de septiembre de 2024

Luisa Pastor: Canción detenida a Sharon Tate

Auralaria

Luisa Pastor y José López interpretan "Canción detenida a Sharon Tate", compuesta por ambos a partir del poema de Antonio Gracia "Sharon Tate no pudo amarme".




Tomado del Blog
AURALARIA
http://auralaria.blogspot.com.es/2015/03/cancion-detenida-sharon-tate-por-luisa_13.html




viernes, 27 de septiembre de 2024

Cine.- Chabrol: El carnicero


Pulsar para ver >>>

El carnicero



Una extraña relación entre una maestra, un carnicero y unos crímenes...

Todo el amor del mundo

 



La vida empieza el día en el que amamos 

y muere cuando muere nuestro amor. 

Puesto que me has amado un solo día, 

un solo día he vivido yo.

En ese breve tiempo he abrazado 

todos los sueños de este mundo; 

pero también 

todas las muertes del dolor.



jueves, 26 de septiembre de 2024

María José Zaragoza Hernández: Antonio Gracia


PRESENTACIÓN de DEVASTACIONES, SUEÑOS 

20 de Enero de 2006. 

María José Zaragoza Hernández

 

Han pasado dos años. Fue el 4 de febrero de 2003 cuando el IAC celebraba un acto literario, "La inmensidad", para tratar la trayectoria poética de Antonio Gracia, habiendo coincidido, en esas fechas, con la obtención del premio mundial de poesía mística Fernando Rielo y el Alegría de José Hierro. En mi presentación decía: “He leído de Antonio Gracia la mayor parte de sus trabajos literarios. Desde el principio juzgué su obra como resultado de una amarga y lenta melancolía. Otras veces pensé que el infierno y él mismo eran cómplices de sus poemas. El hecho de leer cómo es capaz el ser humano de desgarrar el alma sobre el papel, mostrar el “dolorido sentir”, descender a los infiernos, debatirse entre tinieblas y buscar la luz con denuedo para sosegar su espíritu, dejaba cierta amargura a mis preguntas y desazón en sus respuestas”.

    En dos años la “inmensidad” del contenido de su obra ha ido creciendo, tanto, que los que admiramos su poesía, creímos que había alcanzado el parnaso de los poetas; sin embargo lo precipitaron o se precipitó por un barranco infinito, cayendo al vacío de la incomprensión, donde reposan los poetas malditos (no me refiero al nombre acuñado por Verlaine), no permitiéndole tan siquiera el derecho a defenderse.

        Pero en el universo de la poesía nada nos es nuevo. “¿No es morir el deseo de morir?”- nos dijo en una entrevista- ¿No es vivir el deseo de vivir? –se contestaba a sí mismo 30 años después cuando consiguió germinar  una nueva línea poética más sosegada y menos inquietante. 

Pero un púgil de la palabra como es Gracia, que pone en el combate el alma del poeta a fin de alcanzar el trofeo de la eternidad, debe estar ya acostumbrado a caer y a levantarse, al bullicio y a los silencios, a la verdad y a la mentira.

Antonio Gracia tiene la cultura de la soledad. Eso ayuda mucho porque cultiva el arte de la reflexión. Y ofrece sus poemas al lector para que recolectemos del campo de las sensaciones los frutos de su denuedo. Sus aliados son la lectura, la música, la pintura, el hombre y su naturaleza sensible, la perpetua búsqueda de la belleza en la belleza para no dejar sentir llegar la muerte propia. Cito: “Hay que inventar la vida y la alegría”.

Pero para llegar a estas conclusiones, al lector lo hace pasar por su calvario. Como poeta, Gracia es cruel consigo mismo negando la existencia de lo que debería darle paz, la búsqueda de la felicidad. Cito: “Como todas las actividades del hombre, mi escritura tiene como meta el hallazgo del sosiego, eso que algunos llaman felicidad. Pero la felicidad es un territorio que muchos han explorado y sobre el que todos han mentido. Como todos los mitos, es una invención del ansia, una utopía del desconsuelo”.

     A veces –como hemos visto- es pesimista, exigente, perfeccionista por naturaleza, incondescendiente con él mismo. Nunca cree haber hallado la palabra exacta para calmar su “ansia poética espiritual”. El verso que lo tenga y contenga todo lo busca en la naturaleza, en la sustancia del ser, en la médula de uno mismo. 

Dueño de sus soliloquios, exige respuestas imposibles a las mayéuticas con que cualquier ser humano se enfrenta a la verdad de la vida o la muerte; ese reloj sin agujas que nos da las horas de los días, pero nunca nos dice cuándo llegaremos a tocar  la noche y sus tinieblas. 

        La trayectoria poética de Antonio Gracia no es nueva, ha sido un peregrinar por limbos e infiernos hasta lograr la redención por la poesía. El libro Devastaciones, sueños, más optimista, nos hace pensar en ello. 

Por eso, la poesía, para Antonio Gracia es su amante más preciada, a la que mima, atiende, alienta, ama. Estamos convencidos de que tras la expurgación inexorable que el tiempo hace de autores y poemas, los de Antonio Gracia perdurarán, mientras el hombre siga siendo una pregunta queriendo responderse a sí mismo.


Celos y malos tratos.



Castellano

Todo ocurre lenta, pero inexorablemente. 

Dos personas se conocen, se aman, son felices. Un mal día, una de ellas empieza un proceso de desconfianza, de interrogatorio policial y de acusación que puede resumirse así: “¿Dónde has estado y por qué has estado si no debías estar?”. Hasta que  las palabras y el acoso se convierten en golpes para hacer confesar “la verdad”.

¿Por qué una persona que ama a otra llega al extremo de maltratarla? El protagonista de “El túnel”, de Sábato, después de sucesivos acosos sicológicos y sádicos interrogatorios, acaba matando a la única mujer que había amado y le había comprendido. ¿Cómo es posible tan absurdo comportamiento? La respuesta es tan compleja como sencilla en su lógica: porque el celoso es un suicida que mata para salvarse. 

    Cuando nos sentimos amados nos amamos a nosotros mismos, estamos contentos, nos mueve la alegría; pero esa verdad tiene su reverso: cuando nos creemos ignorados nos despreciamos, nos odiamos, caemos en la melancolía. Y esto le ocurre al celoso: es un “enamorado” al que se le ha enseñado que no sirve para nada, y menos para ser amado; con lo cual en cuanto alguien lo ama lo convierte en su presa, y él pasa a ser un tirano: dominado por sus complejos, necesita dominar a alguien; y, de torturado, se transforma en torturador, en verdugo de quien, porque lo ama, es más débil. Pero llega un momento en el que cree que la persona a la que considera su posesión sentimental lo ignora, lo desprecia: porque el celoso es, sobre todo, un ser al que se le ha castrado la confianza en sí mismo, la autoestima; de modo que, cuando duda de esa posesión y de ese amor, toda su personalidad destartalada se derrumba, dando paso a la inseguridad y a la necesidad de hacer confesar que ha sido traicionado, recurriendo incluso a la violencia síquica y física: maltrata porque cree que ha sido mal tratado: como en el cuadro “Adán y Eva”, de Tintoretto, el celoso siempre ve a su pareja como una manzana que se entrega para ser mordida por otro. Si la amada niega “la verdad”, insiste obsesivamente; y si confiesa su traición, ella es la culpable del fracaso amoroso, lo cual le libera de considerarse indigno de aprecio o amor, y, más aún, de ser un cero a la izquierda en este mundo. Además, se siente legitimado para ser ejecutor del culpable, a quien tiene que destruir, matar, para borrar cualquier prueba de su autodesprecio. Esto nos permite afirmar que, además de la incultura, el machismo y otros factores, son los celos enfermizos la causa definitiva de los malos tratos. 

El Otelo de Shakespeare -y la música de Verdi, en la ópera del mismo título, lo subraya- necesita, aunque lo teme, creer que Desdémona es infiel, traidora, culpable, porque peor que ser cornudo es ser inútil. Y mata porque matar al culpable no es para el celoso más que un acto de justicia tan evidente que no precisa del juicio de una sociedad que permitiría, mediante el divorcio, que su fracaso o inutilidad se hicieran públicos. “Si no eres mía, no serás de nadie”, dice el despótico dueño antes de matar;  y si se arrepiente o se entrega a la ley, o se suicida -como ocurre en el “Woyzeck” de Bucher-Berg-Herzog- no es porque se considere un delincuente amoroso, sino porque no puede soportar otro sentimiento de culpabilidad más fuerte: el de que matar repugna a la conciencia. Siente su entrega a la ley como una heroicidad y un sacrificio incomprendidos y castigados por los cómplices del desafecto universal.

La maltratada observará -en el capítulo IV de “Almacén de antigüedades, de Dickens-, cómo los malos tratos empiezan por la sumisión síquica y conducen a la total humillación. Y hará bien en alejarse tras el primer acceso de violencia. Porque los celos nada tienen que ver con el amor al otro, sino con la carencia de autoestima, que el celoso manifiesta castigándose y exculpándose en ese otro, por extraño o paradójico que parezca.

    Nadie está libre de celos; incluso Aristóteles, tan racionalista, se los hizo sufrir a su esposa Erpiles. Y no hay solución para el celoso extremo: es un presidiario de su constitución sicológica. Solo cabe huir de él para no sufrirlo, y dejarlo en manos de las autoridades médicas.

 Aunque hay otro medio mejor de erradicar los celos y los malos tratos: dar afecto al niño para que no imponga que se lo den cuando sea adulto.

miércoles, 25 de septiembre de 2024

Escrito para Oniria

Refugiarse en amores fugaces -amoríos, aventuras- para sobrevivir es una forma de salvarse del tedio en el que se hunde el corazón, pero también de autoengañarse con victorias fáciles para la autoestima. Al fin, un día encuentras un amor nacido de ese exilio del profundo Eros, del desierto de la automoribundia y de la pertinaz o contumaz creencia en la salvación por Amor. Así es el devenir del Hombre. Y eso es lo que pretende compendiar el siguiente texto. La existencia de una amada redentora y panaceica. Una utopía, como todas, distópica; pero que aquí se canta.

Escrito para Oniria  

Me cobijaba yo bajo un magnolio.
La lluvia era un sepulcro derretido
obstinado en sangrarme su tragedia.
Crepitaba como un fuego, y yo ardía
cuando las gotas del dolor del mundo
arrasaban mi piel. Pasaba el tiempo
y mi dolor era creciente. Un día
tras otro la vorágine asediaba
mi existencia, volcánica y errante. 
Lascas y aullidos me zaherían, sombras 
transformaban la luz en precipicios.
Como digo:
Me cobijaba yo bajo un magnolio
más inmenso que el mar y las montañas.
Y de repente fuiste el sortilegio.
Como una magia azul llegaste a mí
surgida de las nieblas de mi vida:
una metamorfosis esplendió
al filo de la noche; y las estrellas
me socavaron, habitaron mi alma,
me ungió la claridad.

martes, 24 de septiembre de 2024

Devastaciones, sueños (J. L. García Martín, María José Zaragoza, A. Gracia)


García Martín, Mª José Zaragoza, A. Gracia




Un cuadro, alguna música, un poema


Mozart: Requiem
¿Qué sería del hombre si el dolor no existiera? 
¿Seríamos objetos felizmente inconscientes? 
¿Seres con voluntad sujetos de la Historia?
No existiría el arte, que brota del dolor 
de sabernos mortales y anhelantes de vida.
Nacemos al dolor y nos duele saber 
que debemos morir. Así, entre vida y muerte, 
somos una agonía en busca de sosiego.
Dejarnos invadir por la angustia insidiosa 
es condenar el alma a sufrir por su cuerpo. 
Pero ¿cómo evitarlo, si somos animales 
abocados sin tregua por la Naturaleza 
a sentir su aflicción y a pensar su conciencia? 
Nos hunde la congoja, nos consuelan edenes 
con los que distraemos nuestra infelicidad. 
Soñamos paraísos con los que redimirnos.
¿Qué sería del hombre si no tuviera sueños?
Escribimos, pintamos, componemos: 
amamos 
la vida que nos duele; y al final solo quedan, 
manchados con la sangre del esfuerzo, 
un cuadro, alguna música, un poema.
 
 

lunes, 23 de septiembre de 2024

Antonio Gracia.- J. L. García Martín...

Femenino, masculino.

Clara Wieck: Nocturno

         En los grises estantes de la poesía española actual hay casi tantos ubicadores de poemas como poetas, cada uno adjetivando autores según sus circunstancias, en vez de cualificarlos o descalificarlos por sus esencias. Hablar, por ejemplo, de poesía masculina o femenina, de diosas blancas o demonios negros, es enredar el enredo, abrir un capítulo apócrifo en la Historia de la Literatura y someterla a la Sociología. La poesía no tiene sexo, ni noches de parranda, ni estratosferas metafísicas empadronadas en burdeles; no tiene más sentimentalidad ni experiencia que las autóctonas y primigenias del ser humano; tiene personas inteligentes y sensibles delante y detrás de la pluma o de la página. Por eso no me parece oportuno dividir los sentimientos, ni los pensamientos poéticos, en varoniles o feminoides, sino en efímeros y raigales, humanos o deshumanizados. 
      Claro está que no son idénticos el hombre y la mujer, el diestro en dicción y el siniestro en conjuras; pero sus disimilitudes son más circunstanciales que esenciales. Postulado este hecho, un poema importa por sí mismo, al margen de si resulta meritorio que lo escriba un rey o un caballerizo, un caballero o una dama, el autor inclasificable o el que se arrima a los buenos para parecerlo. 
   Digo lo dicho porque, a pesar de los adjetivos pretenciosos de poner puertas al campo, o campear blasones por doquier, solo hay poesía buena y mala. De la mala, lo peor es hablar de ella; y de la buena, lo mejor es releerla. 
    Un poema es necesario cuando descifra rostros de la identidad, no cuando cifra mensajes para los poetas y sus verbigracias, cosa tan notoria en todos los tiempos y notariada en demasía en estos siglos de siglas. 
     No sería mala terapia para la poesía que solo se escribiese cuando resulta más difícil el silencio que la voz.









Elisabeth Barrett                           R. Schumann

domingo, 22 de septiembre de 2024

Morituri


Cuando yo quise ser Lope de Vega

Borodin: Nocturno

Fui un adolescente que se sintió una errata en el libro del mundo. Buscando otra existencia en la que hallar digna identidad me sumergí inconscientemente en las de aquellos cuyas temporalidades, trascendidas al margen de los dioses y religiosismos, habían merecido un trasunto de eternidad: escritores, músicos, pintores ... que no eran sino voluntades contra lo efímero y vulgar a pesar del dolor del esfuerzo y del exilio de la comunidad. Por eso yo quería ser Lope de Vega, por ejemplo, triunfador en su tiempo y -sobre todo- en el tiempo; amado, respetado, inmortal por sus obras. Nada de esgrimir solo dones de la naturaleza, sino de merecimientos por lo alcanzado con esos dones y la voluntad. Así entendía yo la vida y la posteridad: la consecución meritoria de una existencia renovada, vigente, no el aplauso de la famamundia sincrónica. También quería ser un Fray Luis sosegado consciente de que mi vida retirada era una entrada en el wallhala de los inmortales porque su obra -su vida- era indeleble.
     Amaba a Mozart, Beethoven y Wagner porque eran distintos escalones de liberación de la muchedumbre y superación de ella: la sociedad persigue al individuo por no atenerse al pensamiento único, y quiere absorberlo. Sin embargo cada artista pretende ser autor de su pensamiento y biografía, no un espectador de dictadores. Mozart había luchado por la independencia artística que Haydn intentara, que Beethoven consiguió y Wagner conquistó.
     Como digo, amaba a Lope porque su palabra había conquistado el mundo femenino y masculino, el amor y la amistad, el respeto y la gloria. También yo me creía "monstruo de la naturaleza", pero en su significado monstruoso, no creativo. Mi autoestima era tan destructiva que huía de mí mismo -o sea: de los demás- para no ver mi fealdad. Viví solo y solitario y, como consecuencia, solo hablaba de mí mismo conmigo en un cuaderno que era mi confidente y mi amistoso enemigo porque me decía las verdades y me consolaba, a veces. Como siempre estaba enamorado del amor no tenía tiempo para enamorarme de alguien, y cuando lo hacía me cristalizaba en una afasia inmóvil. Así durante muchos años; hasta que descubrí que sufría tanto o más alejado por mí mismo de quienes amaba que si me hubieran rechazado tras confesarles mi pasión. Una vez que creí amar celestialmente, ella murió. Así que, para que nada me hiciera daño, blindé mi corazón -eso creo-: sin caer en la cuenta de que, insensible, no sentía lo doloroso, pero tampoco lo placentero. El caso es que me lancé al mundo y su aventura: decía amar a quien se aproximaba; pero no amaba; lo cual provocaba más amor en quien se sentía desechada.  
            Y así moría diariamente.



sábado, 21 de septiembre de 2024

Conócete leyendo

 

                                                Field: nocturno nº 1

Conócete leyendo


En el antiguo templo de Delfos figuraba la célebre inscripción “Conócete a ti mismo”, máxima que podemos considerar causa del bienestar o malestar del hombre según sea, o no, cumplida. Porque quien se desconoce difícilmente podrá gobernar su existencia. 

Ciertamente, pocas cosas exigen tanta voluntad y observación. Sin embargo, siendo imprescindible saber quiénes somos, cómo somos y de qué manera podríamos mejorarnos para ser más dichosos, tan dificultosa tarea se vuelve más asequible si nos ayudamos de quienes ya dedicaron sus vidas a conocerse -y, por ello, a conocer al ser humano- pulsando sus pasiones, desvelos, desengaños... y legándonos sus descubrimientos.

Basta abrir el libro adecuado para reconocernos y evitar cuanto nos perjudica mientras acrecentamos lo que nos beneficia. Porque un libro es una radiografía íntima o social en la que, quitado lo circunstancial, podemos reconocernos en lo esencial. Lo que la ciencia aún no ha conseguido plasmar, que es el contenido del corazón y la conducta a la que el cerebro lo somete, está en los libros, la pintura, la música. Nuestras obras y palabras nos definen, y, aunque la propia mirada siempre es subjetiva, mucho nos enseñan si atendemos a ellas con sinceridad. Pero podemos completar y autentificar nuestro retrato mirando en el espejo de las artes. Pues si nos identificamos, parcial o totalmente, con personajes cinematográficos, ¿cuánto más lo haremos con aquellos que se pormenorizan en un libro? Llegaríamos, así, a desenmascararnos hasta quedarnos con el propio rostro, ese que solo aparece cuando estamos solos y que luego ocultamos por inseguridad o estrategia interesada. Claro está que primero debemos estar dispuestos a admitir que podemos mejorar, lo que implica aceptar que tenemos defectos: y esto último pocos lo admiten. El lector hará bien, para empezar, en aprender a enfrentarse a sí mismo sin miedos, jactancias ni culpas, porque somos inocentes de lo que la sociedad -padres, vecinos, calle, televisión, iglesia, educación- ha hecho de nosotros hasta que decidimos tomar las riendas de nuestras propias vidas. Y para ello, nada mejor que una selección de los “Ensayos” de Montaigne, en los que el autor habla de sí mismo con amenidad y sin reparos.

Quien crea que la lectura es innecesaria, lea la ficción de Bradbury “Farenheit 451” y conocerá dónde quedan los derechos del hombre si desaparecen los libros. Por el contrario, el poder seductor de la palabra se hace evidente en “Cyrano de Beryerac”, de Rostand. Quien se mantenga íntegro acuda a “Soy leyenda”, de Matheson, para comprender por qué el mundo llama anormalidad a su integridad. Aquel que desee contagiarse de una percepción vitalista de la existencia acójase a los “Ensayos” de Emerson. La feminista malcasada hará bien en analizar la heroica -y egoísta- decisión final de “Casa de Muñecas”, de Ibsen, y compararla con la crisis de “La señorita Julia”, de Strindberg, y con el altruismo sentimental de “Jane Eyre”, de C. Bronte. La maltratada observará su horror reflejado en “Almacén de antigüedades, de Dickens (especialmente, en el capítulo IV). Póngase a prueba el creyente adentrándose en la “Vida de Jesús”, de Renán. Mucho aprenderemos sobre nuestros idealismos sociales, y sus derrumbamientos, con “La madre”, de Gorki, y “1984”, de Orwell, así como con su popular “Rebelión en la granja”. Controle sus celos el celoso advertido por el “Otelo” de Shakespeare y por el protagonista de “El túnel”, de Sábato... 

Pero no sólo sirven lo libros para conocernos, sino que nos previenen sobre las personas que se parecen a sus personajes, para esquivarlas o ayudarlas. Miremos la caricatura del avaro en el mismo título de Moliére, su rostro en “Eugenia Grandet”, de Balzac, y su castigo en “El mercader de Venecia” chespiriano. Observe sus miserias el ludópata en “El jugador”, de Dostoieski, o en la autojustificación que se da en el ya mencionado “Almacén de antigüedades” (cap XXX). El trepador social de guante blanco delata sus sutilezas en “Bel Ami”, de Maupassant, o “Rojo y negro”, de Stendhal. Para reconocer al político bastará mirar el cuadro de Chirico “El político melancólico”. Quien considere que la violencia es un remedio, vea los respectivos cuadros de Rousseau y Chagall titulados “La guerra”, y repase el Guernica, de Picasso -cosa que olvidó hacer la satanísima trinidad mortalizada en la foto de las Azores-. Pero el que quiera poner música a la paz, tanto en su corazón como en el mundo, sosiegue su espíritu escuchando, por ejemplo, las “Canciones sin palabras”, de Mendelsohn, o la “Música callada” de Mompou.

Hay tantas páginas, partituras y lienzos como matices de cuantas emociones puedan concebirse; porque no en vano somos herederos de una humanidad generosa, preocupada por sí misma y por sus descendientes. La humanidad ha sido autodidacta; pero ha sabido dejar un maestro para cada hombre. ¿Y quién rechazaría la herencia más fructífera? 


viernes, 20 de septiembre de 2024

Antonio Gracia - Indicios en la noche - Manuela García


Indicios en la noche



Cuando la noche cae

sobre los corazones

y la ciudad se duerme

en una extraña calma,

siento que el infinito

se derrama en silencio

por calles y veredas,

y los árboles arden

en solitarios éxtasis;

el fuego de la noche

brilla entre las tinieblas

como un cíclope airado

que de pronto encontrase

la paz en sus cenizas;

bajo el himno del cosmos

la claridad inunda

las almas, y las cosas

transfiguran su efigie

hasta encontrar el rostro

de la diafanidad;

el tiempo se detiene

igual que un arcoiris

coronando las sombras

fulgentes; vuela un pájaro

de luz y entra en los ojos

una clarividencia

que vence los misterios.

Así penetra el alma

en la revelación

y cuanto ve conoce

su nombre y su figura

porque el mundo regresa

al alba, al primer día

de la creación.


El fantasma de lo que pudo ser.



Recuerdo aquella lluvia rodando por tus pómulos  
hasta mojar tus labios como un beso furtivo 
que siempre me negabas -¡oh carne del pasado!-, 
dejándome las ansias del deseo. 
Han pasado los años y apareces 
cargada con el fardo de tu vida 
sin mí, pero contigo. 
Yo quisiera, como a una tierra fértil, 
roturarte y sembrarte, ser tu arado febril 
hasta encontrar el légamo del tiempo 
y renacer en él como una espiga mágica
semillando un futuro en el que tú no fueras 
solamente el fantasma de lo que pudo ser.


jueves, 19 de septiembre de 2024

Miguel Hernández: La construcción de un destello



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Antonio Gracia analiza minuciosa y críticamente el poema que el vate oriolano dedicara famosamente a su amigo muerto Ramón Sijé
El Cuaderno

1) Orígenes de un llanto.- 
En enero de 1936 fecha Miguel Hernández uno de sus poemas más conocidos: el que expresa su dolor por la muerte de Ramón Sijé. Hernández atraviesa en esos tiempos una crisis de melancolía, como muestran las cartas de esas fechas, a la que se suma la autoinculpación, de la que quiere exonerarse con el poema como satisfacción al amigo, cuestión natural para quien vive en un mundo donde el libro y la escritura son la vida y la vida es solamente otro libro. Algunas expresiones de la “Elegía” están presentes en su correspondencia: porque, como digo, el poema nace en buena medida de la culpa necesitada de una penitencia: 
        Yo estoy muy dolorido de haberme conducido injustamente con él en estos últimos tiempos. He llorado a lágrima viva y me he desesperado por no besar su frente antes de que entrara en el cementerio...  Se disputaban los muchachos amigos nuestros el ataúd...

escribe en enero de 1936. Obsérvese en el párrafo (más allá de que sean expresiones cotidianas de esas circunstancias) “besar su frente”, paralelo a “besarte la noble calavera”, y “disputaban”, contiguo a “disputarán tu novia y las abejas” de la “Elegía” (*).
               De la imbuición hernadiana de trovadorismo da cuenta la “Elegía”, incluida por eso, más que por la coyuntura y premura de homenajear al amigo muerto, en "El rayo que no cesa". La dolorización del placer y la placenterización del dolor son rasgos elementales y consustanciales al trovadorismo -y a su vertiente complementaria y paralela, el misticismo- : la “Elegía”, al liberarse del esquema rígido de la amada inalcanzable y sustituirlo -más exacto sería el verbo suplantar- por el amigo imponderable (al ubicar la muerte como el único rival ante el que no avergonzarse al reconocer los propios celos y la victoria ajena en la pugna amorosa) se concede la libertad de masculinizar un sentimiento -en esto está muy próxima al “Llanto” de Lorca- que la tradición había feminizado: de ahí la simbiosis de virilidad y debilidad, ira y ternura de sus versos. La dulcificación petrarquista (azumbrada en la “Égloga” y abandonada en “El ahogado del Tajo”) alcanza igualmente a las otras elegías hernandianas coetáneas, las dedicadas a Garcilaso y Bécquer, tan alejadas de la vertiente violenta -cultivada en el tremendismo y el nerudismo- que sacude esta etapa en “Sino sangriento” y sus afines (**), precursores, una vez difuminada la barroquización, en aras de la popularización, de la cólera de “Viento del pueblo”. La circunstancia poética es la misma en la “Elegía” que en el resto de los poemas del libro al que se integró: el yo hernandiano, el tú causante de la pena de amor, el dolor consecuente. Igual que se desea recuperar el amor de la amada (en “El rayo... y en sus antecedentes áureos y románticos), se empeña en resucitar el amor del amigo; lo mismo que la pena amorosa provoca un cataclismo existencial, el dolor amistoso empuja a un seísmo emocional; de igual modo que se espera la recuperación del amor, se cita el espíritu de la amistad. No creo que Hernández considerase íntimamente que la “Elegía” pertenecía a otro registro sentimental y estético: por eso no es solo un añadido final a su libro. Lo que quedaba tras su lectura era la tragedia de las ausencias (que culminarían en la vibración más honda de sus poemas últimos). La materia inicial es semejante, y se escribe en el timbre acorde con los sonetos quevedianos y la furia residencial de Neruda.
           En la “Elegía” se repite el esquema temático del amado y la amada unidos -escandidos- por la ausencia. En el poema hay ahora un triángulo amoroso: el amigo muerto (la amada inconseguible) resucitable, el enamorado de “avariciosa voz” resucitante, la “muerte enamorada” y vencedora en el lance amoroso. En el espacio mental determinista y elegiaco de “El rayo en el que había enamoramiento, hay amistad, y donde ausencia, muerte: el inconsciente hernandiano traduce la presunción abstracta del destino doliente del trovadorismo -la amada desamadora- como su ejecutación y concreción en la persona de Sijé -el amigo desamado, pero amador, y vuelto a amar- : el fatalismo síquico y literario se concreta en una realidad física literaturizada, la persona amada es perdida y reclamada por la persona amante. Sijé es disputado por dos enamorados : la muerte, que lo ha raptado al lecho del infierno, y Hernández, quien, como un encendido y nuevo Orfeo, pretende rescatarlo. La “Elegía” es, así, la culminación emocional y estética del mundo poético hernandiano de este tramo de su obra (así como “Sonreídme” inicia el definitivo instante de liberación eclesiástica), el más maduro texto de “El rayo que no cesa”, quizá por esa adulteración de la continuidad trovadorista (pero también porque lo sitúa frente a una ausencia real y no sólo literaria). Lo cual se evidencia en los sustratos versales de otros autores que impregnaron la doloriferia literaria en la que se alimentó.
 


2) Reminiscencias.- 
  Persisten -fundidos, confundidos, refundidos- los segmentos temáticos del “amor cortés” y de la tradición elegíaca: la pérdida del ser amado y su dolor gemelo o inherente; el cultivo histérico del llanto como consecuencia y patentización del sufrimiento; la ira ante la injusticia de la muerte, conclusión de una vida -la del amado- y causa de la pena de uno de los amantes, puesto que el otro, al prosopopeyizarse como Muerte raptora e “intrépida” del beso definitivo, y siendo posesora absoluta, por “enamorada”, del amado, resulta ser artífice causal de todo el embeleco; el diálogo soliloquial con el difunto; el desamordazamiento, es decir, la pretensión de su resurrección; la ternura en la que deviene la cólera inicial ...
             Muchos ejemplos hay sobre el amor captor y la muerte robadora y enamorada que propiciaron algunas expresiones; basten dos muy allegados a Hernández: Góngorael mentido robador de Europa;  Novalis: he estado a punto de enamorarme de la fácil muerte (Gabriel Sijé recoge el verso en uno de sus cuentos); el romance tradicional de “El enamorado y la muerte”. Sobre el desamordazamiento, el retorno, la recuperación del difunto y la conversación junto a la tumba, supongo que “desamordazarte” aparece en el texto, además de como liberación del embozo o mordaza impuesto a cualquier raptado (en “El silbo vulnerado, 5, había escrito: donde me amordazaron tus amores), también como adherencia de la costumbre de sujetar las mandíbulas del difunto con un lazo embozador para que la lasitud del cadáver no amueque la boca en un gesto degradante. También en el poema de Neruda “El desenterrado. Homenaje al conde de Villamediana”, como en la “Elegía”, se pretende reintegrar al muerto: y a sus dos agujeros sus ojos retornando, que suena paralelo en el concepto a  “regresarte”. ¿Será casualidad que, en la “Oda a Neruda”, Hernández escriba resucitando condes, desenterrando amadas? Mucho más claramente, Gabriela Mistral, en los “Sonetos de la muerte”, había pretendido el desenterramiento: 
               Del nicho helado donde los hombres te pusieron 
               te bajaré a la tierra humilde y soleada

y la conversación sobre tantos asuntos aún callados -incluso a través y a costa de la propia muerte y enterramiento: 
               Sentirás que a tu lado cavan briosamente ...
               Esperaré que me hayan cubierto totalmente ... 
               ¡y después hablaremos toda una eternidad

Y antes, Cadalso había propuesto el desentumbamiento de la amada en su “Noches lúgubres”. Incluso el Hamlet tropezador del entierro de Ofelia y conversador con la calavera del bufón, episodio recreado por Valle-Inclán en “Luces de bohemia, tiene el sabor del anticipo y de la profecía. Esta plática del amigo con el amigo muerto está definida, asimismo, en el “Romance de la muerte de Durandarte”: 
                    Muerto yace Durandarte 
                    debajo una verde haya, 
                    llorábalo Montesinos 
                    que a la su muerte se hallara; 
                    la huesa le estaba haciendo 
                    con una pequeña daga...
                    su rostro al del muerto junta ,
                    mojábale con sus lágrimas: 
                    Durandarte, Durandarte, 
                    Dios perdone la tu alma,  
                    que según queda la mía 
                    presto te dará compaña. 

El amigo junto a la tumba, hortelano con sus lágrimas, riega a Sijé desde GarcilasoYo hago con mis ojos,/ crecer, lloviendo, el fruto miserable (Égloga I), Aquí veréis mi muerte / regando con mis ojos este llano (Elegía I), O convertido en agua aquí llorando (Soneto XII); y desde Quevedo: Los que ciego me ven de haber llorado/ admiran de que en fuentes dividido/ o en lluvias, ya no corra derramado. En el inconformismo ante la pérdida es donde Hernández se desgaja de la tradición y aporta la originalidad, o la insistencia, de la “resurrección”, aunque Garcilaso también hubiese dicho Ondas, tornadme ya mi dulce hermano, en la "Elegía I". Pero obsérvese la proximidad -casi identificación- de estos versos del soneto “Anhelos”, de Francisco Rodríguez Marín
                    Y después para siempre poseerte; 
                    tierra quisiera ser y disputarte 
                    celoso a la codicia de la muerte.

         Hernández, hábil cultivador de los clásicos y recolector de sus cosechas, manipula todos esos sustratos hasta hacerlos semilla propia y sabia. Lo que importa no es la procedencia de los ingredientes de una ensalada o los arbotantes de una arquitectura, sino la idoneidad a que se somete su combinación. Gratuitos o no, ahí quedan esos pocos referentes que insisten en la oriundez del pensamiento amoroso -elegiaco- hernandiano. Aunque la "Elegía" no es un accidente en su poética de la desmesura, sino una corroboración, puesto que el poema nace de un hecho real y propicio para la hipérbole efusiva.

3)     Dicho lo anterior, y confeso mi respeto por la obra de Hernández, añadiré que la “Elegía” no me parece el gran poema que tantos encomiastas creen ver confundiendo emoción prepoemática con ejecución poética, soslayando la facilonería y trampa emocional y lírica. Toda mitificación es una malversación de la verdad, y sólo eso avala la intención de cuanto paso a decir, aun a costa de repetir o desdecir algunas cosas : 1) parte el texto del plañiderismo tópico que predica la necesaria demostración excesiva del dolor: “quiero ser llorando”. El verso de Quevedo de llorar solamente quiero hartarme resume, y es paradigmático de ello, esa hipérbole ante la pérdida del ser querido. 2) A continuación, es Garcilaso quien dicta el oficio de “hortelano” lacrimoso: yo hago con mis ojos / crecer lloviendo el fruto. 3) El poeta  anuda su llanto a la lluvia para que la naturaleza cumpla el ciclo consistente en que la muerte sea semilla de la vida : y así, el amigo “estercola” la tierra y nutre las “amapolas”. El “dolor sin instrumento” o es un ripio -hiperbólico- sinonímico de desenfreno, o remite al Góngora de la “Soledad primera”: en similar sufriente trance, el náufrado gongorino gime y exhibe su segundo de Arión dulce instrumento; Hernández parece decir que no hay musical sonido que iguale su dolor o lo acompañe. 4) El dolor que se “agrupa” en el costado, además de al corazón doliente jesucrístico, recuerda los “montes agrupados” del “Alma ausente” -elegía en la que también aparecen las caracolas- de García Lorca  (en “Eterna sombra”, Hernández escribirá más que las manos / los montes se estrechan, con lo que se completa el sintagma lorquiano); y el “aliento” dolorido, amás de ripioso y halitósico (de nuevo G. Lorca: Por tu amor me duele el aire, el corazón y el sombrero), cabalga hacia la hipérbole que sigue, la reformulación del tremendismo. Se entrañan los tercetos siguientes en el regodeo dolorífero de la España ancestral y profunda de la que tampoco Lorca se libró, esa que se respira sobre todo en "La casa de Bernarda Alba”. Si el lector se esfuerza en pensar lo que lee, y no sólo en sentirlo, observará que lo que parece vigor expresivo es retórica injustificable, y que la “extensión” grande, los “conjuntos”, los “rastrojos” y los “asuntos” son carne de cañón verbal para la endecasilabimetría y rimación, lo mismo que, luego, “a la nada” y “calientes”. Lo de “madrugó la madrugada” no deja de ser un ludismo al estilo de la “noche nochera” o el “limonero limonado”. Más que dolor, esos versos demuestran verborrea. 5) Cuando el espíritu estridente de Cadalso y sus “Noches lúgubres” se difumina, el poema se crece. La “muerte enamorada” de Novalis -y no crujiente como en el Románico- dulcifica la voz al dictar el retorno del cadáver hasta el “enamorado”, vocablo inteligible plenamente en el contexto de que la “Elegía” la escribe la misma mano trovadoresca que el resto de “El rayo que no cesa”.
         Esto quitado, cierto que es bonito, que dixo Barahona de soto.
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    (*) Miguel Hernández atravesaba una crisis de melancolía que se evidencia en sus cartas, aunque estas adolezcan de literaturización (o quizá el regodeo y la hipérbole del sufrimiento que implican tal literaturismo insiste en el proceso depresivo): “esta vida que vale la pena sufrir” (agosto, 1935), escribe a Carmen Conde Antonio Oliver. “Estoy pasando un tiempo de tristeza para mí. Me angustia seguir haciendo biografías de toreros sin importancia, y tengo ganas de que me suceda algo muy grave o muy dichoso... (mi vida) está ocupada por toda la melancolía del otoño, sobre todo al crepúsculo. No veo casi a nadie, no me interesa casi nada. ¿En qué acabará todo esto?” (18-X-35), les confiesa, sin duda desengañado, como indica ese verbo “seguir”, por no haber triunfado en la corte. En ese estado de tedio, abulia, existencialismo personal, viene la circunstancia de la muerte del amigo y aparece la culpa : “Yo estoy muy dolorido de haberme conducido injustamente con él en estos últimos tiempos”, dice a Juan Guerrero Ruiz, a quien acaba pidiéndole: “Escríbeme, ayúdame, abrázame. Me encuentro cada día más solo y desconsolado” (enero, 1936).
      (**) No sé hasta qué punto se ha estudiado la relación de Hernández con Boscán; léanse, como ejemplo de la misma, y en su vertiente tremendista, los sonetos de este ¿Qué estrella fue por donde yo caí... o Aun bien no fui salido de la cuna...
     (***) Tales reverberaciones no descalifican a Hernández, sino que lo califican como buen discípulo camino de convertirse en buen maestro. Conoce la tradición y se la apropia como sustrato para continuarla.

9-2-20