Ibsen: Casa de muñecas
Si hay pocas mujeres pensadoras en la Historia no es porque sean menos inteligentes o capaces de ser cultas, sino porque han sido domesticadas como animales hogareños (Véase El cuaderno).
El hombre ha sido cinegético; la mujer, madre y cocinera. Llegó un día en el que la mujer también quiso ser autosuficiente, y Mary Wostonekraff sacudió los cimientos de la feminidad, antes de que Beauvoir los universalizase. Sin duda, uno de los acontecimientos señeros de la historia social, aunque no esencialmente transformador, ha sido el de la rebelión de las mujeres en busca de su dignidad.
De lo que no estoy seguro es de que Nora, la heroína de Casa de muñecas, de Ibsen, tenga, sin más ni más, derecho a elegir liberarse de su familia sin tener en cuenta el deber de haber tomado esa decisión antes de optar por la obligación de ser madre hasta que los hijos la necesiten como tal. Al marido pueden darle morcilla y pan serrano.
Daría igual si fuese a la inversa: si fuera el hombre quien abandonara a los hijos en busca de una emancipación que creyese merecer.
Creo que Nora debería haber conseguido lo que consigue, pero sin someter al desamparo a sus hijos: no sé cómo, tal vez rebelándose contra el hombre antes de convertirlo en padre. Lucha dura hubiese sido esa, pero más digna. Aunque claro está que la causa culpable es el machismo atávico, cosa que no se soluciona oponiéndole un feminismo irresponsable.
Ahora todos somos hombres, o todos somos mujeres, en teoría: iguales. Pero el problema subsiste: decidir si el individuo debe sacrificarse por la sociedad o persistir en su individualismo.
En la lucha -aunque cada vez con menos heridas, porque el dolor nos endurece e insensibiliza-, demasiados niños han caído o se han convertido en mujeres y hombres no cabalmente justos en un mundo cada vez más injusto.
Cuando la mujer piensa -que es siempre- no debe hacerlo con la misma impunidad que el hombre. Si no, la transformación habrá servido de poco.
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