EL CUADERNO DIGITAL
/ por Antonio Gracia (*)
El arte como reencarnación. En el principio eran las cosas. El hombre las contempló, sufrió, gozó. Cuando careció de su presencia las ideó, las recuperó con la memoria, las inventó. Y las verbalizó para comunicar sus ideaciones. Con el tiempo, la palabra recreadora de la realidad física fue sustituyendo esta con su realidad síquica. El homo sapiens, al convertirse en homo scriptor, propuso un horizonte mental en el que la retrospección y prospección de la existencia, unidos los empirismos del hombre singular en el del hombre universal, definían la vida como una emanación de las palabras más que de los hechos que estas recogían y a los que daban lugar. El mundo es, de esta manera y por lo tanto, una escritura y una lectura. El niño ya no aprende las cosas por sí mismo y desde ellas mismas, sino desde la voz, ajena y propia, que las enuncia y las pronuncia. Ya no existe la materia, sino la palabra que la nombra.
La cultura es la única y auténtica biografía del hombre. Cuadros, partituras, libros son sus hechos y hazañas, desventuras, padres, hijos, hermanos; con ellos convive y de ellos se nutre. No conoce en verdad qué es el amor hasta que siente las palabras de Julieta y las de Isolda, y las de Otelo. No tiene conciencia en plenitud del tiempo hasta hablar con Manrique, y no aprecia un paisaje hasta que no lo aprende en la pintura.
Cuanto digo se resume en algo tan ancestral como que el arte es superior a la vida, es decir, en la salvación por la escritura: en el dicho horaciano ars longa, vita brevis. Pero si la palabra, el pentagrama o el cuadro son susceptibles de crear, no pueden anular lo ya creado, que es la propia vida, sin la cual es imposible la escritura. De modo que la última finalidad de esta es la de redimir aquella, recrear, reconstruir, utilizar el verbo para fijar y lindar las experiencias: la existencia —la inmortalidad— es lo que queda escrito de cuanto se vivió.
En esta creencia de que la realidad fulge su verdadera esencia con la palabra, las cosas ya no son sino como son nombradas. La realidad queda resurrecta en el poema y, por ello, la única realidad perdurable es la memoria verbal. Ahora bien: ¿Puede realmente la memoria resucitar la vida, que es lo único que poseemos, o la escritura no nos reconstruye, sino que repite nuestra muerte del pasado en el presente memorístico? La palabra, por mucha otra vida que sea o dé, no es la vida que el ser humano siente como auténticamente propia e ineludible. La salvación por el poema, la pintura, la música, las catedrales, las pirámides, es una ficción que quisiera creerse como realidad y autenticidad, pero que acaba afirmando que el arte no sustituye a la naturaleza. Simplemente: porque, aunque la razón así lo dicte, puesto que se basta con imágenes, el corazón prefiere el tacto.
El flujo del tiempo es un tema constante en el arte, desde la fugacidad de la vida («Cómo de entre mis dedos te resbalas», dijo Quevedo) hasta la eternización del instante (el «instante eviterno», de Angrac Ianto) o la misma salvación por el arte (Diego Torres: «Del hombre solo queda el poeta»). Pero el fluir del tiempo altera la existencia al ser escrita, y la escritura, como una heroicidad, ansía convertirse en vida real. En esta dualidad de naturaleza natural y naturaleza cultural, la cultura adquiere la dimensión de un museo esplendoroso en el que la vida siempre es joven. La escritura existe porque reencarna la vida de quien escribe. No obstante, en ese tiempo que se pretende liberado del tiempo emerge la conciencia de que la vida del arte constata la muerte de la vida que hace posible el arte. Por eso el ars longa no prolonga, sino que sustituye o suplanta la “vita brevis” del artista; de modo que la metamorfosis de la vida en arte no es más que una existencia también metonímica, y espuria, de la que se ansía como plenitud absoluta. El arte edifica solo otra muerte, una parafernalia vívida que no será sentida por el autor, sino por la posteridad en todo caso, la cual no conocerá del hombre esforzado en permanecer más que su arte permanente. Tras tanto luchar el creador por hallar o rescatar su identidad, el poema (la música, el cuadro) no reconstruye esta, sino que inventa un mundo en el que —y para que— nunca muera aquel. La creación verbal, surgida del propio descreimiento inicial en el lenguaje, es la verdadera identidad: el poeta sólo es un pequeño dios urdido por el hombre que no acepta la muerte.
Todo autor pretende dignificar al hombre que lo contiene: este está condenado por las leyes de la supervivencia a luchar por sobrevivir en un mundo en el que la muerte rige la existencia. Por eso escribir no es excrementar otra vida, sino intentar convertirse en Midas de la muerte. Esta tentativa solo demuestra que el escepticismo es un dolor y no una indiferencia. Al asumir la creación como único acto de autoafirmación, el hombre desengañado se obstina, orgulloso y soberbio, en creer que hay vida en la conciencia —la escritura— de ese dolor inescribible pero expreso a pesar de su inefabilidad.
La herencia refractada. El ser humano se define como ser emocional antes que racional. El racionalismo, en buena medida, endurece la sensibilidad, incluso consigue matarla, porque sería difícil que un corazón puro lograse sobrevivir en un mundo —el hombre— tan armado de pasiones arbitrarias y aun contrarias a los propios intereses de la supervivencia. La filosofía pretende comprender la existencia, y la poesía sentirla. Más fácil y menos arriesgado es lo primero que lo segundo. Para comprender hay que mutilar o añadir, constituir laberintos, inventar premisas que concluyan satisfactoriamente para nuestra lógica, recibir contemplativamente. Y para sentir es preciso ser, estar, tocar los elementos, los objetos y, acaso, las ideas: hay que entregarse, con los peligros que conlleva desarmarse entre tanta hostilidad. Los pensamientos son conclusiones de los sentimientos, y estos son saltos silogísticos de la filosofía, estallidos que los sentidos computan inextricablemente para halla(zga)r un fin más intuido que probado. Las intuiciones —del artista— son aberraciones de la lógica que el tiempo se encarga de constituir en silogismos. Y esa penetración en la oscuridad a pesar de ella misma es lo que hace de la poesía una ciencia irracional y sin embargo, o por ello, más humana que ninguna. Pues los sentimientos permanecen durante milenios, por consustanciales a la humanidad, y los pensamientos se alteran —como todo orden que intenta afirmar un caos— y relevan con los siglos. Por eso la poesía —que es la quintaesencia de los sentimientos— es eterna y la filosofía efímera o, cuando más, temporal. Cada vez que leemos un poema sentimos al género humano, y cuando estudiamos un tratado entendemos a un hombre que pretendió comprender a los demás, su alrededor, el universo.
Todo arte que se dirige a la inteligencia racional olvidando la inteligencia sensitiva acaba siendo objeto de culto del intelectual más deshumanizado, no del hombre histórico, como todo arte que confunde sentimiento con sentimentalismo es patrimonio de la muchedumbre y no de los hombres. La inteligencia ordena y teje laberintos, estructuras, ludismos, elementos que se amalgaman de forma diferente en las distintas épocas. Pero el corazón siempre es el mismo y siempre habrá un hombre que se reconozca en lo que se escribió para el suyo, que es el de todos. Por eso la lírica inteligente es menos efímera que otras escrituras.
El buen arte es el que configura el corazón y el cerebro en una trabazón interdependiente y eficaz, sin que la emoción asfixie la clarividencia ni la sensatez ahogue la pasión. Es preciso que la técnica talle el sentimiento sin que una ni otro vean mermados su necesidad de estar presentes en la obra y, por tanto, en el receptor. Por eso un cuadro como La Gioconda es un paradigma de precisión emotiva y ciencia expresiva, de victoria sobre el conflicto entre impresión encontrada y expresión formulada, entre poesía y filosofía. Ese rostro de Leonardo es todo un postulado sobre la emoción pura, una ecuación lírica, una matemática sentimental. El ojo no frena su espontaneidad al percibir la densidad de su humanismo, la sabiduría se ha hecho en esa pintura un mecanismo perfecto de sincronización entre sentimiento y pensamiento. Así el hombre sincrónico, sin premeditación interesada, salva de la vorágine del tiempo las obras que testimonian su verdadera identidad de cosa irracional inteligente o, dicho con eufemismo, animal racional.
Otro tanto diré de Tristán el Isolda o El Quijote. Su vigencia diacrónica es fruto del entendimiento entre la aparente espontaneidad de su creación y el difícil, pero oculto, esfuerzo creador que supuso a sus autores. Cualquier obra que resiste el paso de los siglos es un talismán minérvico que encierra grandes brillos que no ciegan, sino que iluminan. La armonía de un piano, el color de una sombra en un lienzo, la síntesis de un poema: espejos son en donde nos miramos y nos vemos. Y por eso perduran. Y por eso el artista difícilmente puede eludirlos como referencia si quiere que el presente admita su arte y el futuro lo siga contemplando.
En fin: puesto que algunas cosas no se entienden con la inteligencia, sino con la experiencia, que es la conclusión intuitiva y sabia de la memoria personal y colectiva, la poesía es —debe ser— una filosofía que se ha liberado del silogismo, un compendio sinóptico resultante de sensibilizar la inteligencia y de —válgame el palabrusco— inteligenciar la sensibilidad.
La dictadura del lector. ¿Aguarda en el horizonte un arte de minorías, como quería J. R. Jiménez («A la minoría, siempre»)? ¿De mayorías,como defendía Blas de Otero («Con la inmensa mayoría»)? ¿Figurativo, abstracto…? Creo que el arte ha sido a través de los siglos una carrera desde el realismo hacia el siquismo. Como un niño, el arte fue, primero, descubriendo la realidad más inmediata y cotidiana, visible y exterior, sus manos y sus pies; solo cuando conoce el mundo en el que vive empieza el niño —el arte— a preocuparse de cómo incide esa realidad en sí mismo y descubre el continente olvidado o postergado, la intimidad, los sentimientos, la mente, el subconsciente.
Es lógico que el hombre primitivo —y seguimos siendo primitivos como animales que somos— se preocupase de lo material, el río que cruzar, la bestia que esquivar o cazar, la tormenta que lo amenazaba. Y solo cuando satisfizo su hambre y otras necesidades físicas pudo percibir que otras fieras o hadas, distintos apetitos, paisajes diferentes, inconcreciones y abstracciones se paseaban y habitaban en el universo más propio e invisible: su cabeza. Las sensaciones, los impulsos, se fueron controlando o reprimiendo, transformando en pensamientos, ideas, ideologías, y de ser un receptor de la existencia, el hombre pasó a ser, simultáneamente, un emisor, un creador de la vida. Ya no le bastaba con reflejar un bisonte en una gruta o un rostro sobre un cuadro. Necesitaba responderse a la pregunta qué es ese animal y quién es ese rostro, por qué existen incluso si no los pienso, por qué alteran mi ánimo, por qué no soy yo siempre el mismo, como las cosas se mantienen —parecen mantenerse— siempre iguales.
La distancia entre el arte de masas y el arte de las minorías radica en el esfuerzo activo que exige este y la pasividad con que aquél se percibe. De otro modo: el espectador, el lector, el oyente se identifican en seguida con el arte figurativo en general porque parecen mirarse en un espejo que les devuelve la mirada. En cambio, el arte introspectivo exige una concentración y una descifración que pocos están dispuestos a hacer y a quienes les resulta más cómodo descalificar o rechazar. Todos contemplamos La Gioconda o la maja goyesca y vemos a la madre o a la amante. No todos ven en Las señoritas de Avignon, por ejemplo, a la mujer, porque buscan lo físico y no lo síquico: simplemente no saben que la siquicidad es lo que llamamos racionalidad, lo que nos ha ido convirtiendo en seres humanos. Por la misma razón Velázquez nos parece un vecino mental (a pesar de su complejidad) y Van Gogh aún resulta un extranjero. Y el dodecafonismo es todavía una aberración para el gran público, que ya ha olvidado que también Wagner, e incluso Mozart, resultaron aberrantes a sus contemporáneos.
Alguien se habrá preguntado alguna vez por qué los best-sellers se olvidan inmediatamente, a pesar de su éxito, y las obras exclusivamente geniales en cuanto cerebrales son recordadas por unos pocos. Y también por qué Shakespeare o Dostoyevski mantienen su vigencia para el hombre común y para el más estricto crítico. La respuesta me parece sencilla: las frivolidades seudosensibilizadas y las ecuaciones supracerebralizadas requieren un cerebro superfluo o una mente obstinada. En cambio, cuando una obra combina acción y sicología y una empuja a la otra y se condicionan y dinamizan mutuamente, el personaje es tan humano como otro ser humano, porque el siquismo hace vivir al cuerpo y éste a la mente: eso es lo que encuentra el lector, en este caso, en esos autores: Raskólnikov o Hamlet son dos individuos actuales, pacientes de siquiatras, sicarios de sus pasiones, buenos en la intención, perversos a pesar de sí mismos: su mente domina sus actos. Como te ocurre a ti, lector que estás leyendo.
Con lo cual llegamos a la causa causal: todo arte es elitista porque el artista es un descubridor y el hombre cotidiano es un conservador. Cosa que, desde el aspecto humano, ni quita ni añade mérito a uno u otro, porque la vida es un derecho que cada cual ejerce como quiere, sin permiso de los otros. Pero los estrategas culturales deberían tener presente esta verdad y no querer imponer al hombre cotidiano lo que en su tiempo sólo importa a unos pocos, ni el artista debiera desdignificarse rebajando su arte para que las masas lo adoren. Un ideal sería el que expone R. Gaya en una carta a J. Gil-Albert: «Todos soñamos un mundo en que además de pintarse Las hilanderas pueda Velázquez mostrarlas a esas mismas obreras que él ha pintado con tanta ternura, tanta poesía, tanta belleza» (olvidemos por un instante la interpretación comprometida de Gaya, porque Velázquez no representa a unas obreras, sino un mito). Es decir: que todos fuésemos igualmente inteligentes, sensibles y cultos. Una utopía hermosa. Pero puestos en la vida diaria, lo que importaría es que siempre se mantuviera un equilibrio en el sentido de que cuanto más avanzase el elitismo más avanzara la capacidad del pueblo para acceder a él. Y eso requiere una educación emocional y cultural que evite el factor común de la muchedumbre: la mediocridad.
Un lenguaje sin lengua. ¿Por qué una obra levita sobre el tiempo? Conocer cuál será el porvenir del arte precisa comprender su devenir histórico. Para saber cómo serán las obras que esperan al hombre singular basta con mirar las que ha escogido el hombre plural. Imaginemos que hubiese de salvar del fuego eterno las cien mejores obras de la lengua castellana. ¿Entraría en la nave de Noé el Libro de Buen Amor? ¿Le dice algo ese título al lector común actual? ¿Traduciría al castellano de hoy su verbo para que continuara diciéndoselo? Y bien: ¿no son inmensas obras en lengua castellana las buenas traducciones de Shakespeare, Dante, Homero? ¿No leeré mejor a Shakespeare a través de una exacta versión de un buen conocedor de su quehacer y de su tiempo y el nuestro que en su lengua, por mucho que yo estudie el inglés actual y el chespiriano? La belleza de un autor está en la verdad perdurable que transmite, y esa permanece certera en todos los idiomas, de los cuales tan sólo conocemos aquellos que sentimos. Cervantes y Virgilio tradujeron desde sus sentimientos a la lengua que hablaban los conceptos y emociones forjados durante su experiencia de una vida y un decir abastados. Jamás tendré yo esa experiencia de una vida, una lengua, más que las que he vivido. Mi traducción lectora de esos autores siempre será peor que la del traductor enamorado con sabiduría y no sólo con pasión. Así que todas las obras extranjeras están escritas en lengua castellana para el castellano que sólo y todo lo ha aprendido de su lengua. Y por lo tanto toda antología, selección o recopilación leída en lengua castellana o francesa o vikinga es una antología de la literatura universal. Es decir: que no puedo antologar o compendiar con estricción. Y por lo tanto, la lengua en que se expresa el autor sólo es un medio para alcanzar el lenguaje del corazón y del cerebro. (Ni que decir tiene que a mí las obras más esplendentes en castellano —o cualquier otro idioma— me parece que son El anillo del nibelungo, La novena y otras similares).
Escribir para mañana. Creo que para hacer un compendio o una antología perdurables no hay que preguntarse qué obras nos gustan más, sino con cuáles perderíamos más si desaparecieran: aquellas de las que más aprendió la humanidad; porque el hombre puede eliminarlo todo menos el instinto de supervivencia y el ansia de superación, que vienen a ser lo mismo. Para esa selección, además, es necesario definir un criterio: tal vez haríamos una selección más duradera escogiendo no las mejores obras desde una perspectiva estrictamente literaria, sino las imprescindibles desde una consideración humana (es decir: las mejores desde la literatura auténtica). Yo escogería, incluso si no fuesen de mi preferencia, entre las obras que formularon sentimientos arraigados —no pasiones—, troquelaron mundos —no ambientes—, forjaron prototipos dinámicos —no caracteres—; porque todos estamos amasados con sentimientos múltiples de mundos diferentes y somos personajes sujetos con retazos que de pronto se hilvanan y se rompen. Serían obras que han cincelado emociones y conceptos universales y han acuñado la voz del hombre coetáneo, contemporáneo e intemporal, el de hoy y el de mañana porque atisbaron el de ayer, para expresar su mente racional e irracional, el yo personal y el colectivo, la vida sincrónica y diacrónica. Sin ellas no conoceríamos verbalmente nuestra propia entraña mental. Si, por ejemplo, hubiera de confinarme en una isla aislada donde sólo hubiese seres humanos y no tuviera más remedio que conocerlos, para prevenirme o para amarlos, pediría las obras que mejor reflejasen los innumerables fragmentos de su identidad. Abarcar los más de esos fragmentos me empujaría a declinar la razón estética o artística y a perseguir la pretenciosa de acotar las obras condensatorias de un universo de la mente: amor, vida, muerte, destino, soledad, belleza, eternidad, perfección, desolación, expresividad, realismo, irracionalismo…
La historia de la literatura auténtica —del arte en general— es una huida de la retórica y lo efímero hacia la claridad y esencialidad. Experimentalismos, bellezas e inteligencias formales se han ido desechando una vez que han servido para decir la diáfana verdad. La hojarasca expresiva, perfecta o imperfecta, y el embeleco sirven nada más que para que el homo sapiens descanse momentáneamente apoyado en lo que tiene de homo ludens. Cuando la estructura, la imagen, la sintaxis, el neologismo, el experimento y demás ingredientes —porque dar vida a una lengua y una obra no es anquilosarla en la que ya tiene ni forzarla a tener otra distinta— no se ponen al servicio de la diafanidad y trascendencia, antes o después, pasado el brillo de los embelecos, se desmorona el edificio de la inteligencia y no quedan ni las ruinas del corazón sereno que, por encima de todo, había de tener. Y así sólo se consiguen objetos literarios. Hay mucha y buena literaturasin la cual el hombre seguiría siendo lo que es. Aunque siempre hay quienes escogen poesía en vez de hombres, tributos a la belleza superficial en lugar de fragmentos de identidad humana. Las obras que trascienden son las que se fundamentan en la experiencia emocional del sujeto antes que en el empirismo contextual, cultural, intelectual —predeterminado por este—. Como digo, la literatura no es un valor esencialmente humano, sino artístico, y este, per se, pocas veces es imprescindible para el hombre cotidiano, aunque lo sea para la humanidad (Goya no nos importaría como pintor si no hubiese abocado su conocimiento de la humanidad en su pintura; igual ocurre con Schumann o Beethoven o Wagner …).
Ahora bien: la escritura auténtica, la que enraíza en la palabra la conciencia sentimental y reflexiva del ser humano, no nace para, sino por; no es una causa, sino una consecuencia, aunque la pluma se esfuerce en precisarlo con expresiones indelebles: condicionarse o venderse a la posteridad o a la actualidad más inmediata es sólo un bastardeo. Las obras perennes son las que se bastan a sí mismas para llegar al lector de buena voluntad, no las que los eruditos intentan imponer confundiendo erudición con sabiduría; tampoco las que el factor publicitario logra ubicar como mejores para satisfacer la epidermis mental de cada sociedad. La historia del arte es una sucesión de minorías que suman una mayoría diacrónica, y esta es la que debe servir de referencia. Igual de erróneo me parece escribir para el lector hiperselecto que para el inexigente. La escritura es una emanación sin condicionamientos, aunque con circunstancias. El poeta —cualquier artista, cualquier científico— no debe olvidar el mundo en el que vive, porque todo lo aprende de éste, que está formulado por el de ayer; pero si solo escribe para sus vecinos temporales sin considerar que sus descencientes, por definición, no se conforman con el pasado, por muy bueno que fuese, sino que ansían un futuro mejor, está equivocando su propia actualidad y su porvenir; y se convierte en rémora para esos descendientes disconformes. Estos lo relegarán como a un mal estratega de la historia, ya que el tiempo no admite retroceso y el hombre tiende al cambio hacia adelante. Por lo antedicho puede decirse que en la mayoría de los escritores que se imponen serlo, su escritura es simple literatura, vagos coqueteos intelectuales. Y no me parece ningún honor ser leído solamente por eruditos. Hay demasiados escritores y artistas que no son patrimonio de la humanidad, sino de chovinistas del lenguaje y de las geografías. El mejor autor —el mejor hombre— no es el que ensalza las virtudes de sus obras, sino el que advierte sus defectos y las alivia de ellos; es decir: el que tacha, no el que añade; el fértil, no el fecundo.
Por ejemplo. Y como cada día hay más cosas que saber y menos tiempo para llenar nuestro equipaje de sabiduría, el porvenir depara su vigencia a los textos que, como un chip preciso, contienen lo necesario para que el hombre no se olvide de su propia identidad: aquéllos que son compendio de sentimiento y pensamiento, que sensibilizan y que culturizan, que concitan la mitología sentimental y cerebral de la historia y serán, como consecuencia, la mitología del futuro: el cuento, la poesía, el cuadro, la música: cuanto la mente abarca con una sola, pero sabia, mirada. El cuento a la manera de Borges, artífice de mundos en unas pocas páginas; la poesía tomando como canon el estallido sensitivo; la pintura al modo del Velázquez de Las Meninas; la música según el de la Ofrenda musical. El arte que venga no será de un esteticismo esplendoroso, que nada tiene que ver con la existencia auténtica, sino que cantará el esplendor de la vida; no será resplandeciente, sino bullente, porque el resplandor acaba por cegar y el fulgor diluido atrae el corazón y lo ilumina; huirá de las acrobacias y malabarismos expresivos, porque vivir no es saltar al vacío, sino la urdimbre de sabias y claras estrategias; atenderá al irracionalismo, pero se guiará por un racionalismo razonable —no solo racional—, positivista y nada triunfalista.
No estoy augurando buenos tiempos para la poesía de los poetas a la moda —de los escritores y artistas a la moda—, porque estos, como toda moda, son efímeros precisamente porque quieren sobresalir en un tiempo concreto; creo que la poesía, la escritura sintética y sincrética, el arte ecléctico que se beneficia de la conjunción de espontaneidad y racionalidad, de animalidad humanizada, estarán presentes en el presente de los hombres del futuro inmediato. El corazón pesa menos que el cerebro; pero todo sentimiento tiene más densidad que cualquier pensamiento; por eso la poesía perdura y las filosofías son efímeras o se suceden. Puesto que el hombre busca la serenidad, el arte sólo puede ser sereno, esquivo del apasionamiento y la indolencia, furtivo cazador de mundos nuevos que se integren en los existentes: la tradición renovadora. En arte, detenerse es retroceder; buscar atajos, erróneo. Hay que incardinar el experimentalismo (necesario, imprescindible como medio; rémora como fin) en la experiencia de la tradición. Y afirmo, con la misma necesidad de creer en lo que digo que la que siento de creer en lo ya dicho —si el progreso no consuma su descenso a los abismos de la frivolidad—, que entre el eros y el tánatos —considerados como las más altas y profundas pulsiones del ser humano hacia la vida y la muerte, y sus alrededores—, los dos puntos sobre los cuales gira la historia de las artes, desaparecerán lentamente los temas relacionados con el tánatosy se afianzarán aquellos que ensalzan el eros y sus serenidades. Por ejemplo: frente a la serenidad y el equilibrio del retrato de Monalisa(porque la inteligencia ha sabido ordenar la sensorialidad y la emoción no ha sido derrocada por la reflexión) será simplemente admirada la elevación del dolor a la categoría artística de los de Van Gogh, y la cerebralización de las Señoritas de Aviñón de Picasso. El hombre se decidirá por El reposo de Diana, de Boucher, aunque necesite detenerse y tocar, para hallar el equilibrio que proporciona el hambre satisfecha, la Venus de Urbino, de Tiziano, La carta enamorada, de Fragonard, La jarra rota, de Greuze, la Odalisca tendida, de Ingres, o la Odalisca esperandode Matisse. Igual, aunque precise el terremoto liberador de La consagración de la primavera de Stravinski, su tempestad le conducirá a la calma de su Apolo y las musas. Porque el hombre necesita creer y porque está dispuesto a no creer en fantasmas de diablos ni de dioses, todos, al fin y al cabo, hacedores de monstruos, engendrados siempre tanto por el exceso de razón crítica como de utopía. Por ello cantará la existencia, los nuevos mundos que se abren entre las estrellas, el mundo nuevo que, por esos descubrimientos exteriores, se abre hacia su interior. Cantará la vida porque la muerte, con el derrumbamiento de las ideologías eclesiásticas, ha dejado de ser un horizonte. No habrá poesía religiosa —ni literatura ni arte religiosos—; tampoco poesía épica; nada de mitos ajenos a la humanidad de lo cotidiano. Frente a la inmensidad de las tinieblas dispuestas a ser alba y el infinito que aguarda tras la puerta del cielo ya sin dioses, el hombre celebrará su propio espíritu de materia indomable, su capacidad para vencer las estrategias del dolor que durante milenios le acecharon, su decidida vocación de animal solidario; cantará la alegría de vivir, no la carcajada de quien se esconde de sí mismo por sobrevivir a cualquier precio ni la contumaz lágrima de aquel que no se esfuerza en merecer una sonrisa y hacer sonreír a los demás. El hombre será su propio faro y no querrá ser dios, sino tan sólo un hombre. Porque ya no es cierto, como afirma Karamazov, que si Dios no existe, todo está permitido. La única verdad es que el hombre existe, y todo cuanto pueda hacerle sufrir queda prohibido.
Antonio Gracia es autor de La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980), Los ojos de la metáfora (1987), Hacia la luz (1998), Libro de los anhelos (1999), Reconstrucción de un diario (2001), La epopeya interior (2002), El himno en la elegía (2002), Por una elevada senda (2004), Devastaciones, sueños (2005), La urdimbre luminosa (2007). Su obra está recogida selectivamente en las recopilaciones Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), de 1993, y Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004), de 2009. Entre otros, ha obtenido el Premio Fernando Rielo, el José Hierro y el Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana. Sus últimos títulos poéticos son Hijos de Homero, La condición mortal y Siete poemas y dos poemáticas, de 2010. En 2011 aparecieron las antologías El mausoleo y los pájaros y Devastaciones, sueños. En 2012, La muerte universal y Bajo el signo de eros. Además, el reciente Cántico erótico. Otros títulos ensayísticos son Pascual Pla y Beltrán: vida y obra, Ensayos literarios, Apuntes sobre el amor, Miguel Hernández: del amor cortés a la mística del erotismo y La construcción del poema. Mantiene el blog Mientras mi vida fluye hacia la muerte y dispone de un portal en Cervantes Virtual.
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