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jueves, 28 de febrero de 2019

Sinfonía Fantástica

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Berlioz: Sinfonía Fantástica, I / Goya: Pinturas negras

Si hay que buscar un inicio histórico del Romanticismo musical, tal vez sea la Sinfonía Fantástica la que deba nombrarse. Es el comienzo del confesionalismo, pues Berlioz, que había leído a Rousseau y Goethe, traduce su experiencia amorosa al pentagrama; también es el principio claro del tema recurrente que crecerá con Liszt y se convertirá en arquitectura en Wagner. 
Empieza la obra desgranando lentamente los sueños del artista, entre la melancolía y el arrebato. La música, ya leitmotívica, con el tema de la amada como melodía guadiánica, nos muestra, en cinco episodios, las confidencias del autor, amado y desamado, torturado y conducido al cadalso, con las pasiones como vestimentas de la orquesta. 
Música programática con "argumento": desde el flujo del amor ensoñecido hasta un baile, una escena campestre, la marcha al patíbulo y el aquelarre.
Aquí está, con ilustraciones de Goya.


miércoles, 27 de febrero de 2019

La resiliencia.

Debussy: Claro de luna

Vivir es tan difícil como es fácil morir. Pero qué victoria cuando nos decidimos a luchar por la existencia.



martes, 26 de febrero de 2019

Los versos de Trovadorius (VII)

Los versos de Trovadorius (I)

Los versos de Trovadorius (VI)

Borodin: Nocturno

Síguense, antes de los que siguen, algunos poemas. La corrosión del cofre en que se hallaron ha roído varias páginas que algunos rescatadores intentan salvaguardar.

XXX.- Bajo el buril del beso
Esta tarde llovida y penumbrosa
en la que el viento traza garabatos
sobre el índigo cielo,
he tatuado en tu boca con la mía,
y en tu torso desnudo,
las palabras te quiero:
como si las robase de aquel árbol
donde las escribimos
o fueses tú ese árbol y yo el hacha
amorosa que lo tallaba.
                                           Tú,
bajo el buril del beso,
sonreías, vibrabas
como yo; y cuando el filo del amor
ha hendido nuestros cuerpos
desenfrenadamente,
con su fiero estallido
hemos sentido
                            el aullido
                                                del mar.


XXXI.- El tilo
Si alguna vez, al recordar el mundo
me fui de ti, siempre supiste
dónde encontrarme:
                                        el tilo
es mi refugio: en él
escribiste tu nombre junto al mío,
su sombra cobijó mi corazón
e hizo sonar el tuyo como un mar.
Allí me encuentras siempre, cuando el mundo
arrasa mi memoria y necesito
que vayas a buscarme, a rescatarme
de mí
              allí
donde tú eres más tú
y yo vuelvo a ser yo porque comprendes.


XXXII.- El recuerdo
El tiempo es un caballo
que triza nuestros cuerpos:
míralo cómo corre
por la piel, por los ojos,
por las cosas que hacen
amable la existencia.
La montaña y el árbol
también sienten su herida.
El frío apaga el fuego,
el pájaro enmudece.
Pero cuando te miro
regreso a aquella infancia
inmaculada y frágil
en que éramos dos niños
y todo era posible.


domingo, 24 de febrero de 2019

A. L. Prieto de Paula: Semblanza crítica de A. Gracia

Mendelsshon: Canciones sin palabras

Semblanza crítica de Antonio Gracia

Por edad y formación, Antonio Gracia podría compartir buena parte de los valores y la mitología sesentayochistas; sin embargo, su hipertrofia egotista lo hace renuente a asumir su condición histórica. La «inflamación del yo» que lo caracteriza no tiene que ver con la autosatisfacción complacida, sino con el desasosiego perpetuo, de espaldas a las razones sociales. Su arrebato desborda, incluso, los cauces del sujeto personal, desparramándose en versos atribuidos a otros autores que crea para darle salida. No se trata de heterónimos, lo que comportaría inventarse otro psiquismo, sino de la habilitación de nombres distintos al suyo con los que compartir el peso de su voz.
De los cascotes de la razón ilustrada, y de la imposibilidad de restaurar un universo asentado en la fe, procede su constatación de la existencia como un fracaso. Este es redimible en parte mediante su transmutación en obra de arte, que puede colonizar otras almas y alcanzar así un soplo ―si vale el oxímoron― de eternidad. De ahí que la creación sea algo más que una aventura estética: el descalabro existencial del ser para la muerte encuentra algún alivio en su actualización artística.
La obra de Gracia responde a dos periodos psíquicos de naturaleza desigual, separados por un ancho silencio. En el primer tramo domina el patetismo, su iconoclasia es palmaria, la vocación anti clasicista notoria (salvo en el metro). En el segundo, en cambio, el verso se serena, los contenidos desbordan menos veces y con menor violencia los conductos formales, y la búsqueda siempre insatisfecha de la felicidad cede ante la aceptación de los límites. Y tanto en uno como en otro periodo la expresión rehúye las sinuosidades y ambigüedades semánticas, las ironías, los quiebros psíquicos.
Por lo demás, Antonio Gracia ha practicado impúdicamente la evisceración de su intimidad, pero al tiempo ha ido dejando señales, más por descuido que por cálculo, de confusa interpretación que hacen difícil seguir la pista de su hilo de escritura y de publicación. Abundan las composiciones que circulan de un libro a otro, los poemas que comparten el mismo título, los intertextos naturalmente integrados en la obra, o los nombres diversos en los que se distribuye la voz del autor.
Los títulos correspondientes a su primer momento estético son La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980) y Los ojos de la metáfora(1987, pero concluido en 1983). Los quince años que van de 1983 a 1998 son de silencio purgativo, aunque en 1993 se publicó Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), una recopilación selectiva de su obra. En esos tres libros Antonio Gracia procede a la descripción de un yo obsesionado por la (auto) destrucción, cuya manifestación artística recuerda procedimientos de la vanguardia española de los cuarenta (fulguraciones imaginísticas de Ory, ars combinatoria de Cirlot) más los jirones expresionistas y confesionales, según por aquellos mismos años practicaron Dámaso Alonso o Miguel Labordeta. Pero no es la poesía, sino la música, el arte que probablemente influye más en su forma compositiva: las estructuras que convergen en Wagner y divergen desde él. En este caso concreto, las recurrencias, inversiones y retrogradaciones conectan genéticamente con el atonalismo de Schönberg. No es infrecuente que el argumento sea barrido por los efectos musicales de cadenas iterativas y neologismos que desembocan en la búsqueda atávica del yo, como se evidencia en una de sus «50 astillas para l’ataúd (Obsesivaria)», la poética que cerraba Fragmentos de identidad: «el agujero blanco de la página / el universo antonio de la página / el espejo frustrado de la página / el página del frustre de la espejo / el página del jero de antoverso / el páginio del bláncuni del pántonio // he pasado mi vida buscando a antonio gracia».
En La estatura del ansia se impugnan los signos de la mitología cristiana de su adolescencia. La presentación torsionada o negada de los mismos, y el desaforado afán subversivo, les confieren un evidente tono blasfematorio, mezclado con un aire de erotismo decantado hacia la muerte. Las llamadas centrífugas de La estatura del ansia se repliegan en Palimpsesto, un «libro de la muerte» en que la voz autorial entra en conversación con los autores de la tradición en los que reconoce la presencia del infierno. El libro recorre todas las escalas del erotismo vinculado al proceso de la escritura y a las consideraciones de las postrimerías: arte y sexo son proyecciones del mismo yo cuya andadura se resuelve en el cierre de las expectativas genesiacas, y por fin en el silencio y la impotencia.
El camino hacia la obturación de la voz desembocó fatalmente en Los ojos de la metáfora, conjunto de lápidas donde se inscriben los estertores finales que apenas pueden verbalizar la desesperación, el estupor, la amargura sin adjetivos, la oclusión existencial. Los poemas, en molde de endecasílabos sin argamasa ―ni puntuación, ni conectores, ni apenas encabalgamientos―, evidencian la incapacidad razonadora de una mente que ya no puede salir al exterior y gira alrededor de su eje en una matraca de versolitos cuyos efectos baten en las sienes: «la invasión del sinántropo los dédalos / el zeúgma agresivo la sinécdoque / torvas las sinestesias en mi acecho / los rúnicos poemas amputados / y un saurio enloquecido bajo el cráneo / divisan la estrategia de la muerte / cercándome en el verbo morivir: / soy un verso que escribe su derrota».
Transcurridos los años de silencio, en que el poeta consigue restañar la brecha existencial en que anidaba el fracaso de su aventura de homo scriptor, publica Hacia la luz (1988), punto de inflexión en su trayectoria, tras el que se sucedieron los libros casi con atropello, remodelando el pesimismo agónico de Los ojos de la metáfora por vías complementarias: asunción de la finitud como manera de desactivar la fiebre de eternidad, apelación a una felicidad limitada al sosiego de los sentidos, consuelo del arte, figura del hijo, sabiduría de la experiencia, gozo del amor en las laderas descendentes de la edad. El afán de belleza es subsidiario del anhelo de serenidad contra las evidencias del dolor y los ayes del desamparo.
Un libro fundamental de este tramo es Reconstrucción de un diario, monólogo de la vida solitaria que rebota en el espejo de su escritura: la de un viejo caballero de otro tiempo que vive en los galpones de un castillo y registra en su diario la desolación amorosa y la inclinación elegiaca a los recuerdos. Un círculo más amplio muestra a un sujeto contemporáneo que recompone, como el título advierte, la historia encerrada en las páginas del diario.
Ya dentro de los cauces señalados, los libros siguientes marcan los hitos relativos a la recapitulación de la vida doliente en cuanto modo de reconocimiento (El himno en la elegía), interiorización de la aventura humana en una suerte de épica introspectiva (La epopeya interior) y descripción del camino misticista de la elevación (Por una elevada senda). Así hasta llegar a otro libro nuclear, Devastaciones, sueños (2005), que utiliza la antítesis del título para expresar la desembocadura de los hermosos ideales en un espacio de ruinas: «solamente el expolio y la guadaña / acechan el anhelo, profecías / de la desolación interminable / en que concluye todo paraíso». No ha lugar al engaño; sí a la capitulación, dulce por lo que implica de descanso. Respecto a él, La urdimbre luminosa (2007) explana la razón de una existencia que, pese a todos los pesares, ha sido al fin capaz de transmutarse en un texto alumbrado por la luz fría y hermosa de las constelaciones.
De estos libros salvó algunos poemas en un volumen que, en correspondencia con la primera parte de su obra reunida en Fragmentos de identidad, se titula Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004) (2009). Muchas obras habrían de aparecer todavía, dejando a un lado antologías o volúmenes recopilatorios en los que también hay nuevos materiales. Así pueden citarse Hijos de Homero (2010), La condición mortal (2010), La muerte universal (2013), Bajo el signo de Eros (2013), Lejos de toda furia (2015)... Delimitado ya su mundo, ese que vino a nacer tras su resurrección poética de 1998, estos libros hacen girar el tórculo para imprimir a sangre un dolor que siempre está ahí, como el buitre de Prometeo, pero que procura disolverse en contemplación, aceptación y arte.
Ángel L. Prieto de Paula

sábado, 23 de febrero de 2019

80 años con Machado

Caminos de Machado

Rodrigo: Fantasía para un gentilhombre

            1.- Fue Antonio Machado un hombre de su tiempo, con todo lo que eso significa de honesto para el hombre y, a veces, perverso para el arte. Siente como un romántico -es decir: como en todas las épocas, según Rubén-, piensa como un noventayochista y escribe al margen de lo que ocurre en la escritura del mundo en el que vive. Esto, no obstante, no lo ancla en el pasado ni en su presente porque su verbo sabe hallar el sentimiento universal contra el que no pueden los academicismos creyentes ni las vanguardias descreídas. 
              2.- Todo autor, si no pretende mitificarse -con lo que suele ridiculizarse- habla mejor de sí mismo que de cualquier otro tema por la simple razón de que es el que mejor conoce. Esto le ocurre a Machado: sus poemas mejores son aquellos en los que su amor doliente y su soledad sufrida son paseados por su pluma por los senderos melancólicos. Caminos y nostalgia suelen ir de la mano, sea esta de Leonor o de otra abstracción venerada igualmente: 
              Yo voy soñando caminos 
               de la tarde. ¡Las colinas
               doradas, los verdes pinos, 
               las polvorientas encinas!... 
               ¿A dónde el camino irá?  (...) 
               En el corazón tenía 
               la espina de una pasión; 
               logré arrancármela un día: 
               ya no siento el corazón. 
Unos caminos por los que dialogar consigo mismo para seguir siempre buscando a Dios entre la niebla. Y para recuperar a la amada, pequeña diosa muerta apenas inmersa en la infancia del amor y apenas anudada al corazón del solitario paseante: 
              Soñé que tú me llevabas 
               por una blanca vereda, 
               sentí tu mano en la mía, 
               tu mano de compañera, 
              tu voz de niña en mi oído 
              como una campana nueva... 
              ¡Eran tu voz y tu mano, 
              en sueños, tan verdaderas!
Caminos que a veces conducen inevitablemente al mismo lugar del que se partió, que es uno mismo, porque nadie puede huir de lo vivido si no es reviviéndolo de nuevo para matarlo con la misma espada con que intentó matarnos: 
              Yo contemplo la tarde silenciosa, 
               a solas con mi sombra y con mi pena. (...) 
               Caminos de los campos ...
               ¡Ay, ya no puedo caminar con ella! 
Paseos expresados tan limpiamente y con tan claro estilo que parecen no haber sido recreados por el estilista que negocia con su propio espíritu para arrojar los fantasmas en las lindes de las sendas recorridas antes y después del hecho exorcizado: un poema tan frágil y estremecedor, y de tan misteriosa claridad, como el titulado “A José María Palacio” no desdeña la estructura férrea, a pesar de su aparente espontaneidad -la naturaleza espontánea de una obra es el resultado de la eficacia de su naturaleza cultural-, pues está construido sobre un encadenamiento de pregunta-respuesta, precedido del encabezamiento cotidiano de una carta que acaba insertándose a su término y dejando un zarpazo emocional inesperado al hacer la muerte su incursión repentina en el texto y convertir el paseo y la visión del paisaje en imprevista elegía: 
              Palacio, buen amigo: 
               ¿Está la primavera 
               vistiendo ya las ramas de los chopos 
               del río y los caminos? En la estepa 
               del alto Duero, Primavera tarda,
               pero ¡es tan bella y dulce cuando llega! (...) 
               Palacio, buen amigo: 
               con los primeros lirios 
               y las primeras rosas de las huertas, 
               en una tarde azul, sube al Espino, 
               al alto espino donde está su tierra.
 Sendas, senderos, caminos, álamos y cipreses, bagajes en la pupila errante del paisaje interior que rutila en la mente y que se reverbera sobre el horizonte hasta asolar, ascetizar, purificar, desvanecer, mistificar: 
              Soledad, sequedad.
               Tan pobre me estoy quedando 
               que ya ni siquiera estoy
               conmigo, ni sé si voy 
               conmigo a solas viajando. 
Caminos que se vuelven efluvios manriqueños, arroyos en el tiempo, imágenes que viven por sí mismas, independientes ya de lo que representan. La vida es como un río que atraviesa montañas, valles, años, que hurga entre la materia hasta encontrar su surco; y cuando se devana entre las torrenteras y cae convulsa, acrisolada y terca, se topa con los riscos, aunque al final su cauce se suaviza en la paz: 
              Caminante, no hay camino; 
               se hace camino al andar. 
Caminos por los que se llega al punto de partida, en donde se divisa lo que en el alma truena desde que la andadura comenzó, porque ninguna naturaleza divina puede sustituir lo que se ha vivido, sentido y aun sufrido con la carne y la sangre de la naturaleza humana: ¿Y vio el rostro de Dios? Vio el de su amada.

jueves, 21 de febrero de 2019

Artífices Supremos (III).


Wagner: Ocaso de los dioses

 Si Aristóteles concibió un universo estático, Lucrecio lo necesitó expansivo. Ya San Agustín supuso, rozando, entonces, la herejía, que Dios tenía que estar “haciendo algo” antes de la creación, que había un tiempo antes de lo que cuenta el Génesis. Y así lo ve la ciencia. 
La memoria demostrable de nuestra sustancia se remonta a unos quince mil millones de años, cuando el Big Bang inició su estallido y la nada -que alguna cosa sería- se llenó de materia incandescente e implacable, que fue ordenándose desde el caos hasta un cosmos aún inacabado.
Son quince mil millones de años transcurridos desde el Big Bang. ¿Y antes? El individuo es un microtiempo en ese océano intemporal, en el que las estrellas nacen y agonizan a lo largo de millones de milenios. Y ante tal inmensidad no es extraño sentir que la vida es un lugar oscuro y solitario, un locus horribilis en el que transcurre la agonía de sabernos mortales. Por eso la necesidad de un Ser Garante nos empuja a creer en él, o a inventarlo.

miércoles, 20 de febrero de 2019

Así se mata el amor.

Groucho en Sopa de ganso

Mal vicio, como todos, es convertir la conversación en disputa; sobre todo cuando el malentendimiento surge sencillamente porque los hablantes -o uno de ellos- dicen lo primero que les pasa por la mente o interrumpen al otro porque lo que tienen que decir les parece más importante que lo que están escuchando y temen olvidar cacarearlo. 
Así, llega un momento en el que se dicen: "pues será mejor que dejemos de hablar". 
Pero no. Porque la solución no es callar, sino hablar bien para ser bien entendido y escuchar bien para no interpretar mal. Eso es conversar. Lo otro es ansiedad, descortesía, falta de educación... contumacia. Además de ignorancia: pues el sabio sabe que casi todo lo ignora, y el necio cree que todo lo sabe -y como tal se comporta-. 
El siguiente poemilla burlesco lo muestra incluso en ese encabalgamiento forzado adredemente:

          Monólogo interrupto

          Estaba Dulce conversando un día
          con Espejo, y hablaba, apasionada,
          de todos y de todo... o sea: de nada:
          porque nada de todo, al fin, decía.

          Miraba Dulce a Espejo y le gruñía
          diciendo que él hablaba demasiada-
          mente, y que ella estaba interesada
          en expresar también lo que sentía.

          Como Espejo no se callaba sino
          que más gritaba, hablaba y farfullaba
          cuando Dulce le instaba a que callase,

          un pedrusco envióle, con tal tino
          que calló el dulce espejo que parlaba
          y ya no dijo ni una sola frase.

domingo, 17 de febrero de 2019

Fahrenheit 451

Herrmann: Fahrenheit 451


¿Un mundo sin libros, sin arte, sin pensamiento? ¿Un mundo sin más mundos que este mundo? Insufrible páramo sería nuestro cerebro, invivible existencia.
     Esa es la antiutopía que imaginó Bradbury al relatar la aventura de Montag, un bombero que empieza a dudar de su oficio, que es el de quemar libros para que el pensamiento no se contamine con libertades. La utopía consiste en saber si encontrará a los hombres-libro, capaces de resolver esa dictadura del poder memorizando las grandes obras escritas por el hombre. 
    Si en la orweliana 1984 existía la policía del pensamiento y se acomodaba la Historia a la conveniencia de El Gran Hermano, aquí ese nazismo anula toda cultura, que es tanto como trepanar el cerebro universal. La astucia de Bradbury consiste en hacer que sea el mismo ciudadano el que denuncia a quien posee libros porque -se predica- leer es pensar y pensar hace infelices a los hombres. 
     Antes tal vez están los "hombres que son libros", de Gracián; después El nombre de la rosa, de Umberto Eco.
     La prédica se resume en que todos debemos ser iguales: pero iguales en analfabetismo, no en cultura.
     He dicho distopía: debo añadir que cada vez parece más una realidad, puesto que los ministros de cultura han encontrado la forma de esclavizar al hombre reformando la Educación y reduciéndola a unos planes de estudio en donde el niño aprende que lo único que hay que saber es cómo ganar dinero, a cualquier precio y despreciando todo lo demás.

sábado, 16 de febrero de 2019

VI. Trovadorius

Los versos de Trovadorius (I)

Los versos de Trovadorius (V)



Tras su naufragio en Akra Leuka, transcurrieron años de nomadismo y confusión. Dícese que fue entonces cuando apareció en su vida el nombre repetido por los ecos: Oniria, el talismán.
El manuscrito se interrumpe para volver a continuar en una segunda serie menos hímnica.

Borodin: Nocturno (cuarteto 2).


XXIV.- Jongleur
Si mi pluma, juglar de la belleza
del mundo, consiguiera descubrir
la palabra que, como un talismán,
contiene el universo y sus enigmas,
florecería el mar, y los desiertos
se transfigurarían en océanos
de luz: el firmamento fulgiría
igual que nuestro amor fulge en la noche.
Pero mi pluma es frágil: solo sabe
decirte silenciosa:
Déjame que te diga que te amo
a todas horas y en cualquier lugar:
tal vez así halle la palabra exacta
que exprese lo que siente
mi corazón turbado.

Dos.- Fugacidad

XXV.- La tormenta
El cielo de coral azul y plomo
parece una caverna en esta tarde
en que la nubes trazan
sus pinturas rupestres
en la pared del viento desatado.
Han huido los pájaros, las olas
se estrellan en la piedra.
La rama de aquel árbol
ha caído, tronchada, y el estrépito
pone en fuga a la ardilla.
La lluvia se disuelve en su cascada
de río vertical y cristalino.
¡Qué esfinge misteriosa el universo!
Yo te miro en silencio y todo me recuerda
la furia y vendaval con que te amo.

XXVI.- Una meditación
Mirando el horizonte, los vencejos
y las flores silvestres
siento que la existencia es tan sencilla
como las olas de la playa: dejan
su mensaje de vidrio constelado
y no tratan de comprender el mar.
Repiten su vaivén, lo desmemorian:
su momento es ahora y su lugar es siempre.
Tal vez sepan de barcos y naufragios,
de las orillas de otros continentes:
pero nada interrumpe su sosiego
porque saben ser agua sin preguntas,
ambiciones ni sueños.
Nacemos y morimos, y entretanto
se nos pasa la vida tratando de entenderla
en lugar de vivirla.
Somos peces conscientes
de que tal vez un cielo nos espera
y olvidamos que el mar es ese cielo.