Eisenstein: Potenkim / Escalinata
Gabriel Celaya (1911-1991) fue el
abanderado de la tendencia regeneradora de la sociedad que padeció la poesía a
mediados del siglo XX. “Tranquilamente hablando”, “Cantos Iberos”, “De claro en
claro” son algunos de sus títulos. Visto hoy, Celaya aparece en sus primerizas
obras como un buscador del propio estilo que va probándose diferentes trajes
literarios -y plásticos- antes de entallarse el de la “poesía social” y convertirse
en el sastre de la nueva moda. Al contrario que Ernesto Sábato, cuya pintura es paralela y complementaria de su
literatura, o Cirlot, cuya música se
incardina con su poesía, Celaya
pinta y dibuja con una estética muy alejada de su poética. Si su plástica es
abstraccionista, su poética es realista: mientras una exige una interpretación,
otra impone el “mensaje” concreto. Pasados unos lustros, él mismo comprobaría
que tal diseño era más un remiendo para los vagamundos de la pluma que un
atuendo para el autor sereno. Ya en 1960, consciente de la anemia de su obra,
escribe a Emilio Prados: “Mi poesía
es un poco burra, aunque con mucho amor de dentro”. Suele ocurrir cuando se
confunde fecundidad con intensidad y se toma en serio el sarcasmo de Lope de que al pueblo hay que hablarle
en necio para darle gusto.
Hay que decir (o debo decir,
puesto que así lo pienso) que Celaya es un autor que interesa más como fenómeno
social que como artífice poético. Pero eso no menoscaba su estatura de hombre
preocupado por el hombre. Tal vez haya que juzgarlo, como a tantos otros, más
por sus intenciones que por la ejecución de las mismas. Orientó su náusea
sartriana, como en una autoredención, hacia una cruzada redentora de cuantos
sufrían las penas de la carne y el alma. Abandonó la fascinación que sobre él
ejercieron el surrealismo y las vanguardias y se dejó engullir por la llamada
de la poesía civil, aunque no fue la única cuerda que pulsó. Huyendo del
esteticismo, cayó en el prosaísmo; queriendo versificar ideas, metrificó
ideologías. Creyó que el poeta es un hombre que debe expresarse como el hombre
de la calle, inculto de poesía y de artes. Fue un soñador rayano en el iluso
(lástima que haya tan pocos utópicos como él) que creyó que la poesía, solamente
por ser verso, puede transformar el mundo.
¿Puede, realmente, un poema
intervenir en los cambios sociales? Unamuno
expresó que “hacer poesía es una forma de hacer política”. Pero se refería
a la transformación de la sensibilidad, no de las circunstancias. Es inútil
denunciar la maldad si no se cultiva la bondad, como lo es pretender evitar las
consecuencias sin antes actuar sobre las causas. Y aquí viene bien el final de
“El Buscón” quevedesco: “nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar,
y no de vida y costumbres”. La estética politizante (“La poesía es un arma
cargada de futuro”) de Celaya procede de la línea abierta en España por Pla y Beltrán (“Que nuestros versos sean / ágiles bayonetas en las manos pesadas
de los obreros del universo...”) y Miguel
Hernández (“Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplados
a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres
más hermosas”): una escritura de consigna que tiene más en cuenta la denuncia
de la injusticia que la justicia que se le debe hacer al lenguaje cuando este
pretende ser algo más que palabras aventadas para concienciar a quien no tiene
conciencia del arte y la poesía. Y este criterio y testimonio escrito, con
todos los respetos que merece la solidaridad verbal, pertenece más a la
sociología que a la poesía.
Cuando se escribe para el hombre
concreto inmerso en una circunstancia concreta, si ésta no es emblemática del
hombre histórico -o el autor no logra categorizarla como tal- el poema nace ya
muerto como entidad artística perdurable, por muy vivo que se muestre como
reactivo del instante. No todos los poetas entienden, como Neruda y Vallejo, que la
auténtica política se hace sin hablar de ella y diciendo mucho desde la introspección.
Incluso los muestrarios mundanales de García
Lorca y Dámaso Alonso (sus
libros “Poeta en Nueva” York, “Hijos de la ira”) conciencian más que toda la
poesía de la concienciación. De otro modo, la insistencia en la “fisis” se
convierte en una impostura de la “psiquis”, y el texto, preocupado por los
avatares del hombre cotidiano, incurre en el verso callejero y se olvida de la
lírica, finalidad para la que había nacido. La “poesía social”, en general, se
olvidó del hombre, del espíritu humano, a fuerza de ocuparse de las
circunstancias inhumanas de su cotidianidad.
Si alguna manifestación
artística altera la historia y convierte al hombre en su sujeto y no en su
objeto es aquella que, vuelta sobre sí misma,
reordena el yo individual y, por ello, el colectivo. Por eso la vigencia de Celaya estriba no en
su poesía, sino en el significado solidario de su obra. La historia de la
literatura no se resentiría por la ausencia del poeta Celaya. Pero en un mundo
cada vez más contumaz en su egoísmo hacen falta muchos hombres, acertados o
equivocados para el arte, como Gabriel Celaya, sentidor del altruismo como
ética.
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