Barber: Adagio
Reconozcámoslo: cuando el hombre se queda solo demasiado tiempo consigo mismo no se
soporta; no estamos preparados para convivir con nuestro propio yo y huimos hacia los demás, que son tan frágiles como nosotros.
Pero nuestras conversaciones sociales son mecánicas y frívolas; nuestro ocio no es estimulante, sino ocioso; nuestras diversiones nos aburren. No nos han
enseñado a disfrutar de los momentos de íntimidad: la paz que irradia de
un buen cuadro, una buena música, un buen libro. Nos hemos aislado en una isla que no
pasa de ser una desalentadora confortabilidad -aunque la llamemos felicidad-; y
salimos de ella para visitar a los habitantes de otras islas tan aisladas como
la nuestra. Y eso no nos basta.
Hemos olvidado por el camino, a fuerza de no usarlas,
las facultades que poseemos; y nos ha invadido la fragilidad, la inanición, la monotonía. Sin embargo, ese
vigor permanece en nuestra mente y solo es necesario hacerlo emerger como si
fuese un barco que naufragó porque lo abandonamos.
En primer lugar, yo me acostumbraría a contemplar algunos cuadros relajantes,
fáciles de hallar, a falta de museos próximos, en las pinacotecas impresas que hay en las librerías.
Mientras tanto, para disciplinar mi mente y ampliar mi sensibilidad, me
esforzaría en escuchar, por ejemplo, la “Ofrenda musical” de Bach, una música convenientemente aséptica al principio y que acaba
enamorando el corazón y el intelecto por su equilibrio entre inteligencia y
sentimiento puro; después me fortalecería con la "Tetralogía" de Wagner. Leería la “Oda a la alegría”, de Neruda, simplemente para reconocer que
mi desdicha no es irreversible, y, luego, el poema “Masa”,
de César Vallejo, que siempre me injerta una sublime solidaridad. Templado
así, escogería un libro fácil y absorbente, correctamente escrito, de esos que impulsan
a seguir leyendo a pesar de la hora de la comida o de la cena; por ejemplo, “El
misterio del cuarto amarillo”, de Gaston Leroux.
Ahora
bien: quien quiera reconocer la majestad interior del
ser humano debe acudir a otro título clásico. Si yo hubiese de salvar un solo libro, o hubiera de llevarme solo uno
a una isla desierta, lo escogería por encima de cualquier otro, a pesar de que
hay otros, afortunadamente, tan excelsos -que nos enseñan a vivir, pero no,
como el que digo, a sobrevivir-. También es el que enviaría a otro
planeta como referencia de lo que esencialmente es el ser humano: superación. Es sorprendente la cantidad de veces que lo citan los
grandes nombres de la Literatura, del Arte y de la Historia. Me refiero a
Robinson Crusoe: buena parte de cuantos lo han leído lo hicieron en su
adolescencia, en versiones simplificadas que lo han desprestigiado y desprovisto de sus cualidades porque los publicistas, olvidando que
Daniel Defoe lo escribió con la experiencia de su madurez, creen que se vende
mejor como un cuento de piratas. Pero la odisea del náufrago -inspirada en
hechos históricos- es más interior que exterior, más introspectiva que aventurera.
No existe en la literatura universal otro personaje capaz de sobreponerse a las
adversidades como Robinson Crusoe. Probablemente, ningún otro puede enseñar
tanto al hombre actual. Tras su catástrofe, parte de cero y se convierte en el
admirable ejemplo de lo que un hombre puede llegar a hacer con determinación,
solo, en circunstancias extremas, conviviendo con sus propios temores,
llenándolos de esperanzas y de actos, creciéndose cada día ante los
infortunios, sin ayuda, sin milagros, sin ciencia ficción, con la única fuerza
de su fe en sí mismo.
El naufragio de Robinson es el emblema del aislamiento del hombre en el
mundo en que vive (tanto que acaba por regresar a su isla, tal vez huyendo de la misantropía que la sociedad genera). Lo que importa de él es su incapacidad para rendirse ante
las desdichas: la afirmación de que el destino es la voluntad.
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