¿POR QUÉ?
Estuvo hablando toda la mañana de la
felicidad, un rato con palabras, otro con gestos. Hablaba solo. Le brillaban
las manos y la voz.
Apenas si probó bocado al mediodía. No
tengo hambre —dijo para sí— no me apetece nada.
Por la tarde escribió en un cuaderno
durante un par de horas. Luego arrancó las hojas, las dobló con cuidado y las
quemó en el cenicero. Le brillaban los ojos a la luz de las pequeñas llamas
azuladas.
Se tomó las pastillas con un buen vaso
de cerveza. Eran amargas. Mordisqueó un trozo de pan con chocolate, aquel grato
sabor de la niñez que era el sabor del mundo.
Salió a la calle cuando empezaba a
oscurecer. Canturreaba una canción apenas recordada. Entre dientes, para no
molestar.
Se marchaba la tarde cuando entró en el
parque. La ciudad se perdía a sus espaldas. Se sentó en un banco de madera bajo
una acacia joven. Llovía lentamente. Le brillaba la lluvia por los hombros.
Volvió a pensar en la felicidad.
Antes de medianoche estaba muerto.
Enrique Gracia Trinidad