Senza
memoria di morte
nella
carne congiunti
(Sin memoria de la muerte,
unidos
en la carne)
SALVATORE QUASIMODO
I
Igual que un niño estremeciéndose
así tiemblan los árboles,
las lomas cenicientas, los oteros
cubiertos de olivos que se alejan
(los chopos, los naranjos en la orilla del
río...).
Tiembla mi corazón cuando acaricio
el ribazo de amapolas ardiendo,
y las pequeñas malvas que se acercan
al temblor de la sangre, hasta la luz
que nace de tus manos.
Algo oscuro
en tu carne me aproxima a la tierra,
a los meandros perdidos de la muerte,
al mineral cercado por la sombra.
A través del jaral, de los pequeños tréboles,
me llamas a lo incierto,
a la raíz informe del deseo.
(Desde mi carne abierta ahora te nombro.)
II
Las hojas de la morera se mueven levemente,
cuando tu nombre asciende hasta mis labios,
si te nombro, si mastico tus sílabas nacientes
(con su sabor a tierra renacida, a río
calcinado).
III
La noche se rompe entre tus muslos,
se despiertan los antiguos dioses del deseo...
El Endimión de mármol, el alunado,
bajo los hemisferios de tu boca.
IV
Me acompañan las flores, las blancas
margaritas, las amapolas púrpuras..
Eres tú quien esparce las flores a mi paso,
ellas me hablan de ti, deletrean tu nombre,
ese nombre sellado que coincide contigo.
Me hablan de ti en su llaga de luz.
V
Las calles albas, las paredes de adobe, el verdín
en las cercas, en la corteza gris del abedul,
y la noche me muestra su impudicia,
su humedad, su enorme carne desangrada.
Y este mundo sin ti se desmorona.
Un mundo tan inmenso que se extiende
por los cables eléctricos. Los alcores heridos
donde el águila abre su estela circular,
donde el trigo germina, allá donde la carne
se levanta para enunciar las sílabas primeras,
las palabras antiguas sobre la piel del sueño.
VI
Ven, te ruego.
Ven, y dame tu leche
blanca, tu savia sideral, nútreme
como si fueras madre. Hazme nacer
hasta la altura de tu pecho,
muéstrame los senderos que conducen
hasta la inercia horizontal del mar.
VII
Converso con tu savia, aproximo mis manos
a tu desnudo corazón, me nutro de tu sangre.
Se estremece tu corazón, en él coloco
las brasas ardientes de la muerte,
y me adentro para alcanzar el aire de los
pájaros.
Como un niño que tiembla igual que el junco,
mi cuerpo se estremece en ti.
VIII
Busco tu luz, el ramo de tu sombra,
tu almendra endurecida, la entraña
inocente del mar, una palabra limpia.
Oh tú, deseo, oscuro dios del sueño.
En ti crezco. En ti me desvanezco.
IX
Si algo hay en mí hondo, secreto, algo
que cerrado fructifica, tú en mí lo sembraste,
en mí depositaste la semilla,
sobre el surco ávido de mis labios,
en el pliegue palpitante de la carne.
Allí enterraste la simiente
para que madure, ya en sazón,
en la estación abierta de la carne,
donde el corazón es una piedra estremecida.
Henchida de dulzor germina en mí
una mujer, pequeña, se extiende entre mis
vísceras,
separa dulcemente
los pétalos del sueño en donde habito.
La rama del enebro se dobla hacia la tierra.
© MIGUEL FLORIÁN
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