Es difícil abrir hoy un libro de poemas y no echar a correr hacia otro
libro buscando el manantial de la poesía. ¿Siempre habrá sido así -pregunta la
retórica-? ¿Por qué hay quien busca en la página objetos poéticos en vez de
trasuntos esenciales del hombre imprescindible? ¿Es que nadie lee más que lo que
escribe? ¿Es que todos se consideran el inicio de la tradición en vez de sus continuadores?
Los poetazos actuales no solo no han leído El Quijote y sus sinónimos, sino que desconocen, por lo mismo, que su modelo es Avellaneda: el fugitivo del espejo que irradia su inesencial identidad, forzado entre barrotes a endilgar entuertos y malandrinear versos acrósticos de su propia sandez. No conocen la vida ni la pluma. Son lápidas sin tumba. Quieren entontecer el corazón empapelando el mundo con sus versos.
Hay que escribir para el hombre, no para el poeta: precisamente porque del hombre solo queda el poeta: el sentidor reflexivo.
Si la poesía puede transformar el mundo no es porque esté formada de palabras, sino porque estas son -deben ser- autorretratos de la humanidad.
Los poetazos actuales no solo no han leído El Quijote y sus sinónimos, sino que desconocen, por lo mismo, que su modelo es Avellaneda: el fugitivo del espejo que irradia su inesencial identidad, forzado entre barrotes a endilgar entuertos y malandrinear versos acrósticos de su propia sandez. No conocen la vida ni la pluma. Son lápidas sin tumba. Quieren entontecer el corazón empapelando el mundo con sus versos.
Hay que escribir para el hombre, no para el poeta: precisamente porque del hombre solo queda el poeta: el sentidor reflexivo.
Si la poesía puede transformar el mundo no es porque esté formada de palabras, sino porque estas son -deben ser- autorretratos de la humanidad.