La identidad poética de Félix Grande[1]
Introducción
Aunque las obras completas suelen
ser una hipérbole de los propios autores o sus panegiristas, en el caso de Biografía (1958-2010), la poesía reunida
de Félix Grande con prólogo de Ángel L. Prieto de Paula, debo lamentar la
ceguera y autismo de los notarios de la poesía de los últimos tiempos, puesto
que tan soslayado tienen al muy acertado francotirador Félix Grande ―quizá por
esto mismo―.
El poeta Félix Grande ―también flamencólogo,
narrador, ensayista―, nacido en 1937, publicó en la década de los sesenta
algunos títulos esquivos respecto a las estéticas dominantes (Música amenazada, Blanco spirituals, Puedo
escribir los versos más tristes esta noche...) que renovaron la poesía y
desembocaron en Las rubáiyátas de Horacio
Martín (1978). Tras este título, como si el confesionalismo que dictaba su
obra hubiese apaciguado sus demonios y lo hubiera liberado de la necesidad de
decirse, calló, limitándose en lo
sucesivo a recopilar los títulos ya publicados, que vuelven ahora a reunirse en
esta revisada Biografía, a la que se
añade un libro inédito, escrito en 1910: La
cabellera de la Shoá.
Hay, incluso en los mejores poetas,
unos pocos poemas que pasan a ser referentes y explicación de toda su obra, y
que los definen como necesarios en el venero de la cultura. Porque si un punto
del universo contiene todo el universo, en afirmación de Galileo de la que luego
se han apropiado tantos, también un poema contiene todos los poemas y a su
autor. ¿Cuáles son, en Félix Grande, estos poemas referenciales de los que,
como huellas dactilares, deducir su personalidad? Me detengo ahora, por
ejemplo, en “Nocturno”, “Debería ir el lunes a que me hagan una radiografía”, “Espiral”...
Paralelos son, y contrapuntísticos; o miradas a un similar horizonte para que
el yo se halle a sí mismo. Desatendiendo la fecha de su composición ―pues el
tiempo mental poco tiene que ver con el de la escritura― apuntan al mismo
norte: unos son borradores de otros y estos consecutores de la identificación.
“Debería ir el lunes a que me
hagan una radiografía” es el recuento de un día de una vida. En este poema
están todos los ingredientes cotidianos: la esposa, la hija, el trabajo, la
dedicación o condición artística, la amenaza de la ancianidad ―su hipocondriaca
presencia―, la lectura, la música, el sexo, el otro yo (“este señor que está
junto a tu padre”), el pasillo como un largo camino de la vida, testigo del
insomnio..., todo ello en una catalogación acumulativa que pretende sustituir
con su trepidación anafórica la cadencia de cualquier verso estereotipado. El
listado de “aventuras” y desventuras no es ajeno a las preocupaciones sociales ―incluso
a la denuncia― del autor. La enumeración ordenadamente caótica también responde
a sus presupuestos expresivos, así como la hibridez de fría exposición y
melancolía, mezcla de displicencia y existencialismo. Bien pudiera valer este
poema como antesala del titulado “Nocturno”.
Si aquel es un retrato del tráfago diario, interior y exterior, “Nocturno” es
el tráfago metafísico que nace de aquel: el recuento apaciguado de las cosas
que llenan la existencia, inventariadas allí, deja paso a la meditación
ineludible del vacío que atenaza a la misma, y en el que la presencia física de
los avatares diarios, empujados a un lado por la autocontemplación a la que la
noche nos abisma, no impide la aparición del fantasma de la mismidad (la
intromisión del otro) preguntando por sí, queriendo verse con nombre y
apellidos, temiendo no ser solo una “alucinación”.
"Nocturno" es un nosce te ipsum, una instantánea en el
carrete de la vida que no quisiera revelarse: el poeta intenta rescatarse de
entre el tiempo y sobre el tiempo. Desalentado en medio de la madrugada, busca
consuelo en el arte (quizá recordando al Boecio de De la consolación por la filosofía); palpa a Beethoven, a
Dostoievski, Van Gogh, Pavese..., a quienes han sufrido como él la condición
mortal más tortuosa. En un instante ―convertido ya en paisaje y topos personal en “Debería ir el lunes a
que me hagan una radiografía”― se ve a sí mismo desencuadernado de sus
arbotantes, próximo a ser nadie, sin ese animal de compañía que hemos hecho de
nuestros hábitos asumidos como astillas de un yo inequívoco y propio, a quedar
solo como un cúmulo de fragmentos de identidad de otros ―a quienes cita, unidos
todos por el dolor― a los que ama; y, de repente, teme que desaparezcan de su
conciencia, porque sin ellos ni siquiera existiría como su oscuro alter ego: y reclama ese animal de fondo
que lame la soledad para mitigarla. El poeta se ve reducido a una imagen
fugitiva entre las hordas de los seres y autores que fueron y serán. El poema
es válido para todos los seres humanos, no solo para el hombre que escribe; y
eso es lo que importa: que es un retrato no solamente poético, y todo hombre se
ve en él. Habla de la esencia de la que fluyen todas las sustancias y
circunstancias que somos, fuimos o podemos ser: sin ellas no somos sino
huérfanos y nada justifica nuestra vida. En “Las horas y los años” parece
resumirse, en voz baja, ese autorretrato: “me he mirado al espejo / a alta hora
de la noche; / y me he visto fundido / con rostros y con nombres / que habitan
por mis canas / como por panteones, / que me miran con ojos / amorosos y
enormes. / Repleta está mi vida, / mi corazón, sin norte”. Y en “No eches
angustia a la desgracia” leemos el antídoto contra la nadificación: “contra la
usura de los años / defiende tus verdades para no ser un muerto”.
La identidad del yo
En este mundo en el que ser
alguien significa casi sin excepciones haberse vendido a los demás, crear el
propio yo y mantenerlo ―a pesar de los demás e incluso a pesar de uno mismo― es
la única victoria digna de celebrarse. Porque el infierno no es el otro, como
afirmaba Sartre (¿por qué ha de importarnos la opinión de quienes no nos
importan?), sino que está dentro de nosotros. Y para aplacarlo precisamos una
voluntad firme, un yo espartano que nos acorace contra el fuego. Búsqueda de
identidad en la palabra hay desde el origen del pensamiento y la escritura: “Conócete
a ti mismo”, se leía en el
frontispicio griego; “Intelijencia, dame / el nombre esacto de las cosas...”,
pide J.R.J. Todo cuanto el hombre hace viene predeterminado por su afán de
autoafirmación: de adquisición de un yo que lo individualice y lo haga único,
incluso imprescindible. De ahí que matemos al padre o persigamos la
originalidad. De ahí que queramos sobrevivir en medio de un cruento darwinismo
artístico: las mejores plumas son las que más plumas despluman en la carrera
hacia la inmortalidad; hay que mostrar con nuestra palabra la caducidad o
mortalidad de las demás. Por lo tanto, el primer y más esforzado tema y
preocupación del hombre y del artista es el de la presencia en el tiempo. La
pulsión de la supervivencia es tan absoluta como irracional. El artista
pretende salvarse al menos en su arte, o con él. La búsqueda de inmortalidad no
es, pues, una caprichosa obstinación, sino una atávica y telúrica exigencia de
la condición mortal, cuyo primer instinto es el de la supervivencia. Eso es lo
que aparece en el poema “Espiral”: vuelve a “Nocturno”, ahora más serenado,
completándolo y alzándose como un poema memorable. Se está tratando una vez más
aquí del tema fundamental de la literatura y la existencia: la identidad. El yo
emocional clama por encontrar individualidad intransferible, autónoma y
sustancial, pero el tiempo transforma el yo buscador en un ente sucesivo,
cambiante y por lo tanto acosado por su efimeridad. Es el antiguo combate ―desde
Heráclito y Parménides― del ser inmutable o fluyente, y por ello, de lo uno y
lo múltiple. En este caso, el yo poemático es la suma de los sucesivos “yoes”
acumulados en el inconsciente colectivo y en la experiencia vivencial y
cultural del poeta: como en la magdalena de Proust, en los nudillos de la niña
que golpea la puerta se anudan y suenan el tantán de los antepasados y de
cuantos atavismos y prospecciones retumban en la mente del que escribe, que es
también el que vive. Se desespera el todo por saberse una suma de fragmentos,
aunque sea la suma de sus partes. ¿Puede la lógica evitar el dolor irracional?
Basta recordar Todos los fuegos el fuego
y La noche boca arriba, de Cortázar ―pero
también el “Soliloquio del individuo”, de Nicanor Parra― para comprender
cabalmente el vaivén inmóvil de “Espiral”, su viaje ascendente y descendente
por la escalera de la Historia, su simultaneísmo de pretérito, presente y
futuro, su condición de aleph.
(Muchos guiños y citas, insinuadas o confesas, hay; pero quizá el más elocuente
ejemplo sea el del ojo alephiano que todo lo ve: el letánico y omnisciente “vi”
que Borges tomó del Ulises homérico descensor a los infiernos; véanse “Circo
pobre”, “Bar Santillana”).
Dueño ―y esclavo― de un mundo
propio, ¿cuál es este mundo? ¿Cómo es el yo del autor? Una amalgama de
experiencias personales a las que se han sumado las de todos los hombres del
pasado y del futuro, ascendientes y descendientes (Borges: “Acaso Schopenhauer
tenga razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres”), unidos
y separados por la línea del tiempo que unifica a los protagonistas de los dos
cuentos cortazarianos aludidos.
Yo existencial, yo
sexual, yo verbal
Para trazar una radiografía síquica
del autor de Biografía tal vez
bastase con una triple trepanación de su escritura. Hallaríamos un yo
existencial, un yo sexual y un yo verbal. “Mi poética es tanto como decir mi
erótica”, afirma el autor por boca de su heterónimo. Pero su poética también es
lujuriosa de verbo existencialista aprehendedor de vida doliente y entusiasta:
su concepción del mundo, tantas veces expuesta con tremendismo y anaforismo
acumulativo, se resume, con orgullo malditista, en dos versos de “Poética”: “ni
este mundo ni yo tenemos ya remedio / pero caeré diciendo que la vida era buena”.
El buen flamenco, como el buen jazz, o la noble existencia, es la alquitaración
de un tremendismo; y también muchas otras músicas y obras maestras: como la Patética o La consagración de la primavera, Altazor o Canto general, El jardín de las delicias o Noche estrellada.
Desde el instante en que la carga
sexual de Las rubáiyátas está, más
que en el propio libro, en su contexto autorial, o también en él (es decir: en
el hecho de que este es un título del mismo autor desenfrenado, salaz y
lujurioso ―piensa el lector mientras lee― que escribió los anteriores de su
bibliografía), puede afirmarse que existe un yo sexual omnipresente que es
emanación de un erotismo universal y primigenio. El turbión existencial de los
libros anteriores se canaliza, contenido en un solo cuerpo y también en un
verso contenido, en Las rubáiyátas. El
cataclismo existencial desemboca en una resolución; la lujuria es el eco de una
concupiscencia cósmica que exige saciarse con el choque de los cuerpos para
hallar equilibrio y proseguir su viaje a la supervivencia. Por eso, en “Canción
de las panteras del deseo”, continuando la consideración esencial del hombre
como suma de los hombres, se busca “el raigón del placer / con un jadeo que
sube de la caverna de la especie” (Hernández: “besándonos / se besan los
primeros pobladores del mundo”). El tema de Las
rubáiyátas no es el amor, sino el sexo: la pasión sexual; la carnalidad y
lubricidad, no la sensualidad emocionada; igualmente, esta lascivia es más
sugerencia que presencia, más verbo elegiaco que verbosidad pletórica, aunque
esté implícito el canto de la carne. El sujeto que habla es más esclavo que
dueño, menos héroe que víctima; no vampiriza: está vampirizado. El eros, que lo
inunda todo, es una emanación de un Big Bang lujurioso en cuya saciedad se
disuelve, como en un sortilegio atávico, el sufrimiento existencial. En la
hoguera de la lujuria satisfecha se queman los pesares. Las angustias del vivir
son vampirizadas por el eros
defendiéndose del tánatos. Y en esa
vampirización el autor halla, al margen de las culpas por la sexualidad
socialmente prohibida, el sosiego que queda tras la suturación o satisfacción
de los sentidos.
Y el yo verbal. La palabra, como
vómito y cauce, es un imperio salvador. Su espada extermina los fantasmas, da
pábulo a los dioses. Los géiseres del poeta manan cuando la conciencia menos
los espera; y, como vasos comunicantes en diferentes túneles o cráteres del
mismo manantial, se complementan para forjar un lago o un infierno, un rostro
definitorio; y comunican los diseminados fragmentos de identidad que son las
confesiones o poemas: “pedí a gritos socorro a las palabras” (“La resistencia”),
como si estas fueran un exorcismo salvador, un consuelo boeciano. En “Candilejas”
se dice: “pero has vuelto a recurrir a la poesía [...] como a un consuelo”. Y
en “En vos confío”: “Acércate, poema, dame una medicina...”; “protégeme,
poema... socórreme, poema”. Porque ¿quién es uno, acosado por el que fuimos ―los
que fuimos― y el que queremos ser? En “Adolescencia” aparece un otro yo temido
y torturante que quedó en un lugar del que el yo actual se creía libre y que
amenaza con volver a integrase en el presente y desintegrarlo: “no me lleves
conmigo”. Igual yo acosador emerge en “Inmortal sonata de la muerte”. Sin embargo,
todos los miedos son suturados por el verbo, auténtico sanador y patria del
poeta.
El autor se confiesa generosamente
deudor de muchos autores (en realidad, somos hijos de todo libro que leemos,
cuadro que contemplamos, música que oímos...); pero todos ellos ―Machado,
Vallejo, Rosales..., las vanguardias, la escritura social...― son imbricaciones
que no lo encadenan, sino que fecundan su voz. La poesía social fue un yermo
afluente de la sociología, pero la preocupación social es en Félix Grande
lírica golpeadora porque nace de un dolor vallejiano: el autor es sujeto
paciente de un malestar más existencial que social ―social por personal―, y
agente de su traslación a la palabra, unificando vida y poesía. Así, su verbo
es, en ocasiones, una salmodia dictada desde el automatismo hacinativo ―que
asedia al autor y este arroja al lector para que lo sacuda con la misma fuerza
con que es sacudido ―, y en otras un verso bien embridado en poemas
aquilatados.
Cronista, no soslayador del
tremendismo, de una ciénaga llamada mundo, o ser humano, que, como un Saturno,
se traga a la colectividad, al individuo y al que escribe; buscando la poesía
en la prosa cotidiana de la realidad ―la poesía impura, la fuga de las palabras
consagradas por el uso poético―; coqueteando con el prosaísmo en Blanco spirituals y prosificando la
poesía en Puedo escribir los versos más tristes esta noche; siendo nuestro autor
introspectivo, contemplativo y elegiaco; consciente de que vive en un tiempo
social que lo arraiga y desarraiga..., el último aldabonazo de Félix Grande en
la conciencia universal es La cabellera
de la Shoá, ese dolor descoyuntado en verbo, más un grito de Munch que
límpido jipío. En este libro, al cielo de Machu Picchu se opone el infierno de
Auschwitz; y donde Neruda escribe “Sube a nacer conmigo, hermano”, se nos dice “Baja
a esta cueva, sube a la evidencia”.
En resumen: El homo scriptor no es sino un eco del homo vivens y el homo semens. Vida y poesía: Biografía.
[1]
Félix Grande, Biografía (1958-2010).
Prólogo de Ángel L. Prieto de Paula. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores,
Barcelona, 2011.
(Fuente: A. Gracia, Cuadernos hispanoamericanos nº 733).