Todos buscamos algo en lo que apoyar
nuestro desamparo ante algunos momentos de la vida y, sobre todo, ante la
muerte. Vivir resulta mucho más fácil para los creyentes que para los
escépticos. De lo cual se deduce que quien no cree es a su pesar, y ningún
dogmatismo, clerical o no, debiera condenarlo. Quien no duda no acierta; pero,
preso en su fe, el creyente vive más dichoso porque se sabe protegido por un
ser superior que garantiza su andadura, incluso el perdón de sus errores. Por
el contrario, el incrédulo persigue una verdad que lo sostenga, y hasta la
ciencia, incrédula por definición, le niega ese consuelo.
No es la fe obtusa, sino la razón
intuitiva la que empuja a admitir la existencia de un Artífice Supremo. La vida
no es admisible como consecuencia de un acto creador prestidigitatorio desde la
nada. El cosmos no se basta con un milagro o un trabajo de seis días. Necesita
un proceso evolutivo en el que lo que nace se desarrolla, se perfecciona, se
deteriora, se transforma, ya que nada se crea o se destruye. El universo no es
un experimento surgido hace seis mil años, como quería el obispo Ussher, quien, en 1658, estudiando las
sucesivas generaciones de la Biblia, llegó a la divina conclusión de que el
universo había sido creado el 23 de octubre del 4004 a. de J. C., a las 12:00
horas. Es comprensible este fanatismo en quienes sienten tal libro como un
documento científico y ex cathedra.
Lo increíble es que matemáticos del cielo como Kepler y Newton
admitieran sin inmutarse tal “origen” como una verdad inamovible.
Si Aristóteles
concibió un universo estático, Lucrecio
lo necesitó expansivo. Ya San Agustín
supuso, rozando, entonces, la herejía, que Dios tenía que estar “haciendo algo”
antes de la creación, que había un tiempo antes de lo que cuenta el Génesis. Y
así lo ve la ciencia. La memoria demostrable de nuestra sustancia se remonta a
unos quince mil millones de años, cuando el Big Bang inició su estallido y la
nada -que alguna cosa sería- se llenó de materia incandescente, implacable, que
fue ordenándose desde el caos hasta un cosmos aún inacabado.
Son quince mil millones de años
transcurridos desde el Big Bang. ¿Y antes? El individuo es un microtiempo en
ese océano intemporal, en el que las estrellas nacen y agonizan a lo largo de
millones de milenios. Y ante tal inmensidad no es extraño sentir que la vida es
un lugar oscuro y solitario, un locus
horribilis en el que transcurre la agonía de sabernos mortales. Por eso la
necesidad de un Ser Garante nos empuja a creer en él, o a inventarlo. ¿Tiene
algo que ver el Dios piadoso y despiadado de los cristianos con la verdad
científica y lógica? Más: ¿Se parece en algo el Jesucristo comprensivo de los
evangelios con el de los fanáticos obispos que excomulgan la democracia?
Es fascinante saber que estamos hechos
de materia estelar, de estrellas y de simios, de pájaros y flores, que las
infinitas partículas viajeras por el firmamento y yacentes en la piedra se
conciliaron para configurarnos y bullen girando en nuestra carne, y que la
música del cosmos dejó su ritmo en nuestra sangre, que llevamos un trovador
íntimo que conmueve nuestras emociones y canta mediante el arte y la
naturaleza. “Esta armazón de huesos y pellejo” -como definió Bécquer al hombre sufriente- ya no
basta para identificarlo, sino que hay que sentir al ser humano como la
conciliación de todos esos fragmentos de inmensidad que conforman su identidad.
Y por eso el corazón sigue latiendo a la espera de reunirse con su ancestral
origen.