La cultura es un
derecho que todos tenemos y que pocos se imponen como deber. Y no hay más
profunda cultura que el conocimiento del corazón; por eso es
necesario leer, oír música, ver cuadros.
Hay quien considera que en el mundo
actual no cabe la poesía: y sin embargo, en una sociedad de violencia nada es
más necesario que las emociones para que el hombre halle en ese reducto su
sustancia humana, los sentimientos de que está formado. Quien no lee buena
poesía, o una buena novela, no observa un buen cuadro ni escucha buena música
es porque le teme al sentimiento y, por ello, al corazón del hombre, al que
nunca llegará a comprender ni, menos, si le corresponde, legislar.
El hombre siempre se ha preguntado cuál
debe ser la mirada del artista y, más concretamente, del escritor y el poeta:
si debe escribir para influir en la conciencia social o debe abstraerse y dejar
esos zapatos para los zapateros políticos. ¿Influye la literatura -y el arte en
general- sobre la sociedad? Rotundamente: creo que sí. Pero no como quieren los
autores politizados, los “poetas sociales” españoles, por ejemplo, de hace unas
décadas. La literatura, y el arte en general, excluyendo el panfletario, que ni
es arte ni sociología, no tiene una incidencia inmediata, sino más profunda e
intensa en el tiempo. La sociedad se mueve según el pensamiento, sus filosofías
e ideologías; y el pensamiento se nutre de sentimientos. Y solo el poeta -es
decir: el filósofo que llega a conclusiones desde intuiciones y no desde
premisas racionales- añade perspectivas desde las que reorganizar las
estructuras de nuestra existencia. El hombre es un animal emocional que piensa
y ordena sus sentimientos, no al revés. Por lo tanto, solamente influyendo en
la raíz y causa del pensamiento, que es el sentimiento, puede cambiarse la
forma de pensar. Por eso, por muy peregrino que parezca, la poesía auténtica
-el sentimiento genuino, como esencia de toda literatura escrita por el hombre
ético y no sólo estético- es la que dicta los cambios sociales, porque los
pensamientos, las filosofías e ideologías se suceden unas a otras en el devenir
de la humanidad, pero los sentimientos nacen y se mantienen cada vez que nace un
hombre.
Para mí no hay duda: Shakespeare o Dostoiewski han influido tanto en la manera de sentir, pensar y
entender el mundo como el estallido de Hiroshima. Otro tanto han hecho “La
libertad conduciendo al pueblo”, de Delacroix, o el “Guernica” de Picasso.
Los filósofos e ideólogos son poetas del pensamiento o fariseos del
sentimiento. Mientras aquéllos necesitan sesudas entelequias y logaritmos
mentales hasta componer un sabio tomo, el poeta condensa toda una visión del
mundo en un poema, un relato. Suele amordazarse esa voz en su tiempo; pero, al
cabo, acaba por oírse y se cambia la vida. Y cada vez la postergación es más
efímera. Hoy el político y el ciudadano continúan rigiéndose por el pensamiento
griego clásico, al que se van añadiendo con premura cientifismos como los de Galileo, Freud, Einstein, Orwell o Huxley, poetas y profetas de la
desolación o del aperturismo cósmico y mental.
Hago esta reflexión, tal vez
innecesaria, para quienes aún recuerdan que el hombre es todavía un ser humano,
no sólo un hijo de la Economía, y porque suele olvidarse que el estado de
bienestar consiste, sobre todo, en la consecución del bienestar interior, cosa
que tiene muy poco que ver con una declaración de renta positiva o negativa.