Todos sabemos que el hombre más
rico es el que tiene más amigos. Porque la amistad es fraternidad absoluta,
mutua comprensión; impide la deslealtad, la traición, el comercio sentimental
interesado que la sociedad ha establecido. Pero -decía Saint-Exupéry-, como no hay supermercados en los que comprar
amigos, sólo podemos ganarlos mediante nuestras cualidades.
Sin embargo, muchos consideran
que los buenos amigos son aquellos que toleran incluso nuestros defectos y,
además, que esa es la prueba definitiva para comprobar la verdadera amistad.
Partiendo de esta premisa, pocos se esfuerzan en ser los mejores amigos de sus
amigos; al contrario: exigen ser aceptados como son. No obstante, sólo damos lo
que somos. ¿Y cuántos conseguimos convertirnos en amigos de nosotros mismos
para darnos? Claro está que solamente nosotros tenemos derecho, y deber, de
cambiarnos para entregar -y ofrecernos- lo mejor de nuestra personalidad;
porque la amistad no consiste en esperar favores. El mejor amigo no es el que
todos los meses nos presta unos euros para llegar a fin de mes, sino el que,
afablemente, nos hace comprender que gastamos superfluamente: con lo primero
-el préstamo- aumenta nuestros vicios, y con lo segundo -la amable apreciación-
acrecienta nuestra mesura y responsabilidad.
De un amigo se espera compañía,
confidencias, comprensión; y hay que dar lo mismo. Es imposible tener amigos
si, en vez de ofrecer nuestra amistad, pedimos complicidad. Somos responsables
de nuestros amigos: perderlos es perdernos. Pedir pruebas de su amistad suele
destruir esta. Léanse los capítulos XXXIII-XXXV de la Primera Parte de “El
Quijote” -el relato conocido como “El curioso impertinente”- y se verá dónde
puede conducir la amistad mal entendida.
Sin embargo, la auténtica
amistad es más duradera que el amor. Inexplicablemente, cuando el amor se acaba
suele dejar rencor y hachas de guerra alzadas, puesto que la necesidad de
exculparnos nos lleva a culpar al otro: si asumiéramos nuestros errores
racionalmente, no nos equivocaríamos emocionalmente y no surgiría el rencor.
Pero el amor inventa dioses, idolatra, es enardecimiento, pasión desenfrenada. Amamos mientras nos hechizan las cualidades de la
otra persona. La amistad, en cambio, reconoce hombres y mujeres; honra
personas; nos permite aceptar las limitaciones -no las contumacias- ajenas. La
amistad respeta: es razón, confianza, solidaridad. La amistad concede lo que el
amor exige: fidelidad. El amor impide conocer verdaderamente a la persona
amada; conocimiento que sólo se produce cuando desaparece la idolatría y se ve
ante sí a un ser de carne y hueso, no de sueño y magia. El amor sería
maravilloso si, cuando termina el enamoramiento, pudiera continuarse como
amistad. Por eso una amistad duradera que acaba en amor suele tener un largo
futuro.
Es doloroso, pero inevitable,
pensar que, según las pautas de la conducta humana, Romeo y Julieta, emblemas
de los enamorados “hasta que la muerte los separe”, pasados unos años de
apasionado idilio, hubiesen terminado piropeándose insultos y deseándose la
muerte. En cambio, nadie duda de que Aquiles y Patroclo, los héroes de “La
Ilíada”, hubieran dado sus vidas, el uno por el otro, en cualquier momento de
sus vidas.
Contemple el lector la “Carta de
amor”, de Fragonard: el embrujado
rostro de la joven -al leer que sienten por ella lo que necesita hacer sentir-
nos hechiza con su azoramiento; pero también nos dice, tristemente, que esa
ensoñación, capaz de transformar -sin causa- en héroe al enamorado escritor de
la misiva, contiene la probable posibilidad de convertir en monstruo a quien
ahora idolatra. ¿Seguirá amando, o bien odiando, cuando se marchiten las
palabras de la carta? ¿Convertirá su amor en amistad? Esto último sería lo
razonable: tras unos años de fusión sentimental, no una intolerante confusión
emocional, sino una razonable tolerancia y comprensión basadas en el mutuo
conocimiento. Pero el amor propio ha matado muchos amores y herido, o impedido,
muchas amistades.
Ni defiendo ni ofendo, porque es
imposible vivir sin amor y sin amistad; y lo ideal sería satisfacer ambas
necesidades en la misma persona. Pero constato, por ejemplo, que Orson Welles destruyó el mito
cinematográfico de Rita Hayworht en
“La dama de Sanghay”, cuando dejó de amarla. Y que Berlioz, queriendo agasajar a su amada, le dedicó la tan
tempestuosa como tierna y burlesca “Sinfonía Fantástica”, reflejo de sus
relaciones. En cambio, Liszt,
deseando honrar la amistad de Berlioz, le envió la grandiosa “Sinfonía Fausto”.
El lector oyente puede comparar el equilibrio de los resultados auscultando sus
reacciones mientras escucha.