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lunes, 9 de enero de 2012

Libros: la voluntad de saber (La péñola parlante, I)


El Génesis prohíbe a Adán saber, y su desobediencia es castigada con la expulsión del fértil paraíso y la infelicidad de la existencia. En Egipto, Tahótep decretó que un hijo no supiera más que el padre, estancándose así el conocimiento. Porque enseñó a pensar, Sócrates fue asesinado mediante el suicidio. Platón llegó a quemar cuantos escritos contradecían sus proposiciones. La Gran Inquisición daba la muerte a quienes cuestionaban sus dictados. Giordano y Galileo fueron mártires, cada uno a su modo, de la ciencia. Incluso en El Quijote, que es modelo de templanza, se expurgan en la hoguera los libros que disgustan a Cervantes. Los nazis arrancaban de la Historia las páginas que no les convenían. En Farenheit, de Bradbury, los libros son quemados y sólo la memoria de algunos hombres salva su usufructo. ¿Por qué este universal miedo al saber?
Dice Milton, por voz de Satanás, que la ignorancia da felicidad. El público del siglo XVII adoraba a Molière y a Calderón. ¿Por qué no se conocen hoy sino porque el saber está desprestigiado? Pero no hay mayor dicha que entender la propia identidad y la del mundo. La ignorancia convierte al hombre en siervo, mientras que sólo el que comprende es libre y transforma el destino en voluntad. Porque el destino es concatenación de causas y de efectos; de manera que si pulimentamos su engranaje con el conocimiento no habrá azar ni terrible ananké que nos someta. David Copperfield cuenta así su vida: “Si seré o no seré el protagonista de esta historia no puedo decidirlo…”. Pero el destino es nuestra decisión y no hay más fuerza que la voluntad. La maleta del viaje de la vida debe llenarse con conocimientos, ya que el saber potencia las virtudes y el anhelo de autosuperación. “No es un hombre más que otro si no hace más que otro”, advierte Don Quijote. ¿No acaba así con las aristocracias e impone la nobleza del saber? La estatura de un hombre no termina allí donde termina su cabeza, sino allá donde llega con su mente.
Un buen libro es tan solamente aquel que no queremos que se acabe y del que salimos mucho más inteligentes, más sabios de nosotros y del mundo, necesitados de reabrirlo porque nos enriquece sin envilecernos con sus vulgaridades ingeniosas. Es la más poderosa arma pacífica, pues no destruye, sino que construye.
Y por eso, a pesar de las torturas, persecuciones, muertes y ostracismos, el hombre se sumerge entre legajos, códices, pergaminos, manuscritos: para que el universo se comprenda con la razón y con el corazón y la vida sea un mundo solidario en el que brille el himno y la alegría por ser dueños de nuestras existencias. Quevedo, pues, prefiere retirarse del mundanal bullicio y sus mentiras “con pocos, pero doctos, libros juntos” para, como Descartes, conversar con las plumas egregias del pasado y almacenar así sabiduría con la que alimentar cualquier futuro. Y Lope escoge al fin por compañía “dos libros, tres pinturas, cuatro flores”. Montaigne, Emerson, Shakespeare, Dostoiewski diseccionan el yo individual; y el yo social, Balzac, Dickens o Hugo… Quien quiera ser dichoso que conjugue humanismo, idealismo y cientifismo.
Muchos son los que en sus ensoñaciones ven en la biblioteca un paraíso. Y es que, a pesar de las contraculturas, en un lugar de un libro siempre espera una frase salvífica que otorga sentido jubiloso a la existencia: una razón para seguir viviendo.

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AUDIOLIBRO (Incunables internéticos, II): Discurso sobre el saber