El
Génesis prohíbe a Adán saber, y su desobediencia es castigada con la expulsión
del fértil paraíso y la infelicidad de la existencia. En Egipto, Tahótep decretó que un hijo no supiera
más que el padre, estancándose así el conocimiento. Porque enseñó a pensar, Sócrates fue asesinado mediante el
suicidio. Platón llegó a quemar
cuantos escritos contradecían sus proposiciones. La Gran Inquisición daba la
muerte a quienes cuestionaban sus dictados. Giordano y Galileo
fueron mártires, cada uno a su modo, de la ciencia. Incluso en El Quijote, que es modelo de templanza,
se expurgan en la hoguera los libros que disgustan a Cervantes. Los nazis arrancaban de la Historia las páginas que no
les convenían. En Farenheit, de Bradbury, los libros son quemados y
sólo la memoria de algunos hombres salva su usufructo. ¿Por qué este universal
miedo al saber?
Dice Milton,
por voz de Satanás, que la ignorancia da felicidad. El público del siglo XVII
adoraba a Molière y a Calderón. ¿Por qué no se conocen hoy
sino porque el saber está desprestigiado? Pero no hay mayor dicha que entender
la propia identidad y la del mundo. La ignorancia convierte al hombre en
siervo, mientras que sólo el que comprende es libre y transforma el destino en
voluntad. Porque el destino es concatenación de causas y de efectos; de manera
que si pulimentamos su engranaje con el conocimiento no habrá azar ni terrible
ananké que nos someta. David Copperfield cuenta así su vida: “Si seré o no seré
el protagonista de esta historia no puedo decidirlo…”. Pero el destino es
nuestra decisión y no hay más fuerza que la voluntad. La maleta del viaje de la
vida debe llenarse con conocimientos, ya que el saber potencia las virtudes y
el anhelo de autosuperación. “No es un hombre más que otro si no hace más que
otro”, advierte Don Quijote. ¿No acaba así con las aristocracias e impone la
nobleza del saber? La estatura de un hombre no termina allí donde termina su
cabeza, sino allá donde llega con su mente.
Un
buen libro es tan solamente aquel que no queremos que se acabe y del que
salimos mucho más inteligentes, más sabios de nosotros y del mundo, necesitados
de reabrirlo porque nos enriquece sin envilecernos con sus vulgaridades
ingeniosas. Es la más poderosa arma pacífica, pues no destruye, sino que
construye.
Y por eso,
a pesar de las torturas, persecuciones, muertes y ostracismos, el hombre se
sumerge entre legajos, códices, pergaminos, manuscritos: para que el universo
se comprenda con la razón y con el corazón y la vida sea un mundo solidario en
el que brille el himno y la alegría por ser dueños de nuestras existencias. Quevedo, pues, prefiere retirarse del
mundanal bullicio y sus mentiras “con pocos, pero doctos, libros juntos” para,
como Descartes, conversar con las
plumas egregias del pasado y almacenar así sabiduría con la que alimentar
cualquier futuro. Y Lope escoge al
fin por compañía “dos libros, tres pinturas, cuatro flores”. Montaigne, Emerson, Shakespeare, Dostoiewski diseccionan el yo
individual; y el yo social, Balzac, Dickens o Hugo… Quien quiera ser dichoso que conjugue humanismo, idealismo y
cientifismo.
Muchos
son los que en sus ensoñaciones ven en la biblioteca un paraíso. Y es que, a
pesar de las contraculturas, en un lugar de un libro siempre espera una frase
salvífica que otorga sentido jubiloso a la existencia: una
razón para seguir viviendo.
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AUDIOLIBRO (Incunables internéticos, II): Discurso sobre el saber
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