En el antiguo templo
de Delfos figuraba la célebre inscripción “Conócete a ti mismo”, máxima que
podemos considerar causa del bienestar o malestar del hombre según sea, o no,
cumplida. Difícil es conocerse. Pero basta abrir el libro adecuado para
reconocernos y evitar cuanto nos perjudica mientras acrecentamos lo que nos
beneficia. Porque un libro es una radiografía íntima o social en la que,
quitado lo circunstancial, podemos identificarnos en lo esencial.
Quien
crea que la lectura es innecesaria, lea la ficción de Bradbury “Farenheit 451” y conocerá dónde quedan los derechos del
hombre si desaparecen los libros. Por el contrario, el poder seductor de la
palabra se hace evidente en “Cyrano de Beryerac”, de Rostand. Quien se mantenga íntegro acuda a “Soy leyenda”, de Matheson, para comprender por qué el
mundo llama anormalidad a su integridad. Aquel que desee contagiarse de una
percepción vitalista de la existencia acójase a los “Ensayos” de Emerson. La feminista malcasada hará
bien en analizar la heroica -y egoísta- decisión final de “Casa de Muñecas”, de
Ibsen, y compararla con la crisis de
“La señorita Julia”, de Strindberg,
y con el altruismo sentimental de “Jane Eyre”, de C. Bronte. La maltratada observará su horror reflejado en “Almacén
de antigüedades”, de Dickens
(especialmente, en el capítulo IV). Póngase a prueba el creyente adentrándose
en la “Vida de Jesús”, de Renán. Mucho aprenderemos sobre nuestros idealismos
sociales, y sus derrumbamientos, con “La madre”, de Gorki, y “1984”, de Orwell,
así como con su popular “Rebelión en la granja”. Controle sus celos el celoso
advertido por el “Otelo” de Shakespeare
y por el protagonista de “El túnel”, de Sábato...
No
sólo sirven los libros -y las otras artes- para conocernos, sino que nos
previenen sobre las personas que se parecen a sus personajes, para esquivarlas
o ayudarlas. Miremos la caricatura del avaro en el mismo título de Moliére, su rostro en la “Eugenia
Grandet” de Balzac, y su castigo en
“El mercader de Venecia” chespiriano. Observe sus miserias el ludópata en “El
jugador”, de Dostoieski. El trepador
social de guante blanco delata sus sutilezas en “Bel Ami”, de Maupassant, o “Rojo y negro”, de Stendhal. Para reconocer al político
bastará mirar el cuadro de Chirico
“El político melancólico”. Quien considere que la violencia es un remedio, vea
los respectivos cuadros de Rousseau
y Chagall titulados “La guerra”, y
repase el Guernica, de Picasso. Pero
el que quiera poner música a la paz, tanto en su corazón como en el mundo,
sosiegue su espíritu escuchando, por ejemplo, las “Canciones sin palabras”, de Mendelsohn, o la “Música callada” de Mompou.
Hay tantas páginas, partituras y
lienzos como matices de cuantas emociones puedan concebirse; porque no en vano
somos herederos de una humanidad generosa, preocupada por sí misma y por sus
descendientes. La humanidad ha sido autodidacta; pero ha sabido dejar un
maestro para cada hombre. ¿Y quién rechazaría la herencia más fructífera?