La mayoría gozamos de un constante
placer del que apenas tenemos conciencia más que cuando lo perdemos: salud.
Entonces se nos enturbia el futuro, todo se vuelve pasado y el presente parece
tener solo una desembocadura: el dolor, la tristeza, la muerte.
La muerte es la más extraña de las
aventuras que debemos vivir. Y nadie puede mostrarnos un itinerario, indicarnos
qué necesitamos para el viaje, cuándo comenzará. Podemos tener experiencias
sobre cualquier cosa salvo sobre la muerte. Es el único ser que nos dice, al
mismo tiempo, hola y adiós; y, sin embargo, jamás nos abandona. Es intratable.
De modo que cada uno se apresta como puede para afrontarla. Unos se aferran al
gozo del instante -el “carpe diem” de Ausonio-
para olvidarse de ella; otros, a la nada, considerándola fin del sufrimiento de
sus vidas; aquellos, a la reencarnación o transformación, por eso de que la
energía ni se crea ni se destruye -léase “El pesador de almas”, de Maurois-; estos se aterrorizan ante
ella; muchos no saben cómo ocupar el tiempo de sus vidas y se afanan, sin
embargo, en hallar otra inmortal.
La necesidad, y esperanza, de otras
vidas presupone que esta es insuficiente, infeliz, injusta: un fracaso del Hacedor y de quien la sufre. Por el
contrario, la creencia en que esta es la única evita las supersticiones, las
dictaduras y chantajes eclesiásticos; aunque acrecienta los materialismos, pues
solo la carne puede gozar: y esta se muere, con lo cual no tiene tiempo para el
espíritu.
En realidad, más que a la muerte,
tememos a la agonía que a veces le precede. Y ese miedo nos impide vivir en
paz. La obra de Poe está signada por
ese terror. Unamuno vivió
atemorizado por ella y murió como todos quisiéramos: mientras dormía. Valle-Inclán, en cambio, decía en sus
últimos momentos: “Cuánto tarda en llegar”. Y J. R. Jiménez se debatía histéricamente sobre su lecho. Sirvámonos,
como siempre, de las experiencias de otros para enriquecer la nuestra: el
relato de Tolstoi “La muerte de Iván
Ilich” expone en toda su crudeza los últimos días de un enfermo con el que el
lector se identifica: pero, como final de su horror, a sus preguntas sobre la
muerte le da respuestas que nos sirven para vivir mejor.
¿Cómo consolarnos frente a la
muerte? Todo el pensamiento antiguo, moderno y futuro se ha encaminado y ha de
encaminarse a resolverla o mitigarla. Y parece evidente que La Antigüedad la
sobrellevaba con estoicismo y no con el existencialismo actual. Epicuro, Sócrates o Séneca nos
aconsejarían bien. Pero de poco sirven las filosofías sobre la muerte que no se
practican durante la vida. Y lo cierto, y lo que hay que afrontar, es que todos
padecemos una enfermedad llamada Muerte, de la que nos contagiamos al nacer.
¿Cómo consolarnos ante la muerte?
Aprendiendo a aceptar lo inevitable. Sin duda, considerando lo que es: el
último instante de nuestra vida y, como tal, un desasosiego o una serenidad
según la hayamos vivido. Tomemos la muerte como el último deber y cumplámoslo
bien, serenamente. Porque saber que el gozo de vivir se acabará no debe impedir
que gocemos del placer de estar vivos. Por eso, en “Muerte y transfiguración”, Richard Strauss orquesta para el alma
unas cadencias que la apaciguan. Incluso en el “Réquiem” de Mozart siempre he oído un clamoroso
canto a la vida más que un tributo a la muerte. Y sobre el cuadro de Boekhlin “La isla de los muertos”, Rachmaninov compuso la música del mismo
título, triste, pero serena en vez de horrorizante.
Aceptemos que es el miedo el que
crea monstruos y que, por ello, son más terribles en nuestra imaginación que en
la realidad. No es la muerte un castigo, un preludio del infierno, un país de
fantasmas; ni una liberación; es el fin que hay en todo principio. Y si lo
admitimos así, se reduce a uno más de los, afortunadamente, pocos malos tragos
que nos brinda la existencia. Consideremos también que, probablemente, la
muerte, como el nacimiento, nos cogerá por sorpresa. Que tal vez la Naturaleza
haya dispuesto para esos momentos tanta insensibilidad que ni la razón piense
ni los sentidos sientan; y que la medicina ha avanzado tanto como para
hacérnosla llevadera y conseguir que incluso la agonía apenas sea agonista.
Ojalá viviésemos en un mundo en el
que no existieran la necesidad de la eutanasia ni el impulso suicida. Pero,
excepto los ciegos mentales, todos vemos que no es así. Por lo tanto, vivamos;
y respetemos la presunción de inocencia de quien decide acabar con su vida como
un acto de legítima defensa contra ese inocente, implacable e impune asesino en
serie llamado Naturaleza.