El hombre es la única criatura que se hace preguntas y que, por lo
tanto, necesita respuestas.
Eurípides pintaba a los hombres como eran, y Esquilo como debían ser. Shakespeare parece decirnos en sus
escenarios que los hombres son como son porque no se esfuerzan en ser como
deben. Don Quijote es patético porque la tragedia de algunos hombres consiste
en no poder convertirse en el que anhelan ser. Raskolnikov, pretendiendo ser un
dios, se transforma en un diablo. Afirmaban los griegos que el hombre es un
sufridor por esencia y no sólo por circunstancia, cosa que achacaban al
destino, y que durante el XIX parecen subrayar Schumann, Larra, Van Gogh, y tanto suicida. Borges nos cuenta el tópico del hombre
que, queriendo escapar de la muerte, huye inevitablemente hasta donde esta lo
espera. En uno de nuestros más hermosos poemas medievales, “El enamorado y la
muerte”, el amante, creyendo estar a salvo junto a su amada, muere al subir
hacia su torre… En fin: en ninguna de las muchas definiciones del hombre
faltará su voluntad de seguir vivo.
Sin embargo, lo cierto es que nacemos para morir y nadie sabe cómo
esquivar esa desdicha. Ahora bien: más que lo que concluimos que es, importa lo
que decidimos que debe ser. Tal vez por eso Alexander Pope, escribió: “ya que mi
espalda está torcida, mis versos deben ser rectos”, afirmando con ello su
decisión de no arrodillarse ante los infortunios de la Naturaleza, sino de
extraer de ellos algún beneficio. Beethoven
y Goya son otros ejemplos de
superación de la adversidad. En el extremo
contrario, una inteligencia tan clara como la de Shopenhauer concluyó que era necesario matar la voluntad de vivir
para agotar el sufrimiento. Pero tal vez la única forma de combatir la
fatalidad sea la de orientar ese instinto de supervivencia, que implica
rechazar el malestar y perseguir el bienestar. Lo cual nos lleva directamente
al repudio de la muerte y de cualquier dolor, y a la búsqueda del placer, que
no es sino una ebriedad de los sentidos. Impulsar estos hacia el gozo
trascendente o intelectual y no hacia la frivolidad es la terapia más
recomendable.
La trascendencia que nos caracteriza es un impulso biológico, nacido de
saber que hemos de morir, pues “la verdadera muerte es descubrir la condición
mortal de la existencia”. Somos descendientes sicológicos de la muerte. La
tradición judeocristiana ha traumatizado el inconsciente colectivo al equiparar
muerte con agonía. Pero, además de que la ciencia ya tiene respuestas para la
agonía, si miramos con serenidad, la muerte es algo que nos incumbe como
individuos físicos, no como esencias transformables. ¿Por qué damos a la muerte
el significado de fin absoluto y no el de metamorfosis, o umbral para otro
espacio y otro tiempo? ¿Es el cuerpo el
receptáculo único, o provisional, de la mente? ¿Ser mortal significa dejar de
existir? ¿Cuándo cesa la conciencia? ¿Acaso somos nada más que material
fungible, un proyecto de cadáveres, o abandonamos estos para entrar en otra
dimensión? El universo es tan inmenso que la muerte como acabamiento no tiene
en él cabida, y contradiría su infinitud. Si existe una Conciencia Inteligente
que desarrolla un Mundo Expansivo, ¿por qué no seguir la misma causalidad
consecuencial y considerar que la vastedad del universo admite la coexistencia
de cuanto ha vivido, y que esa reencarnación hace posible una nueva edición,
corregida y aumentada, de este libro de vida insatisfecha que somos? Eso no nos
evita la angustia de sabernos mortales, pero permite la esperanza de que no
haya un final definitivo. Y si lo hay, ¿qué?
No por llorar ha de secarse el mar y convertirse en cielo. Hasta donde
conocemos, no hay inmortalidad, sino muerte. Lleguemos hasta ella con la
dignidad de quien convierte el llanto en oasis. Repudiemos la vida considerada
como fugacidad a la que se le mendigan instantes pletóricos -eso que llamamos carpe diem- y vivámosla como
temporalidad disfrutable, diciéndonos “hoy empieza el futuro”. Olvidemos los
paraísos perdidos que esperan ser recobrados y luchemos por crearlos. El mundo
sería otro si pudiéramos extirpar el miedo genético a la muerte. Desaparecería
la infelicidad. Ya que no podemos, superémoslo. Porque vivir no es un regalo,
sino una conquista.
Comoquiera,
sólo la voluntad nos dignifica.