Hace 200 años, en un pleito, uno de los firmantes
escribió junto a su nombre, como una virtud: “propietario de tierras y dinero”.
El otro -era su hermano- rubricó: “Beethoven,
propietario de un cerebro”. ¿Cuál de los dos hermanos fue más rico? ¿Cuál
enriquece más al ser humano? ¿Y quién podrá arruinar La Sinfonía o poner precio al bien que ha dado al hombre?
Más especulativas que científicas, hay dos
suposiciones que se han hecho sobre el futuro de la humanidad; una de ellas:
que la escasez del agua pronto la hará valer más que el petróleo; la otra es
que el libro dejará de existir en tan sólo algunos años. En realidad es el
debate eterno entre el materialismo y la cultura, cuya resolución todos
sabemos. ¿Pero vive mejor quien es más rico o aquel
que es más pobre en ignorancia?
Siempre hay apocalípticos profetas que hablan del
fin del libro y la cultura. Ahora es la autopista de internet quien -dicen los
sofistas del progreso- derrotará, por fin, página y tinta. Sin embargo, los libros de papel -papiros,
manuscritos, letra impresa, legajos- siempre han sido compañeros de la mente
erudita y lo serán del formato electrónico porque este sólo
demuestra que persiste el hábito de conocer el rostro de los otros, su corazón,
su pensamiento y vida, el retrato social e individual.
Según la British Library, en el año 2020 no habrá
ningún periódico publicado en papel tan solamente; pero sus anaqueles crecen
doce kilómetros al año. ¿Qué esperar sino la permanencia de lo impreso, a lo que
va sumándose lo efímero si ayuda a difundir conocimiento?
Cambian los tiempos, cambian los lugares; pero en el
hombre permanece siempre el afán de saber, de conocer; y no hay prisión para
encerrar sus ansias. No ha de morir jamás, por tanto, el libro, cauce de todas
los sabidurías y huella dactilar del ser humano. Ya
lo decía Nietzsche: “la lectura
ayuda a rescatar de la barbarie” y a convertirse en hombre del futuro.
Y el pensador Steiner escribió:
“Sueño a veces con casas de lecturas donde los deseosos de aprender encuentren
el sosiego necesario” y la complicidad de buenos libros. Quien tenga duda
observe aquel genial “lo sabía” del monje Sean
Connery al descubrir la oculta biblioteca de la umbertiana El nombre de la rosa.
Pocos preferirían el saber al poder, es decir: a Don
Dinero. Incluso muchos libros alimentan más a su editorial que a los lectores.
Y si se convirtiera el agua en oro muchos se alegrarían de la sed que los
enriquecía de repente.
La cuestión no es saber qué ganaremos aprendiendo
del árbol de la vida, sino qué nos perdemos ignorando. ¿A quién respeta más la
Historia, a un hombre rico que se embrutece en su egoísmo o a un hombre solidario
que enriquece a los demás con su sabiduría? ¿Y quién se sentirá más orgulloso
de lo que es y de lo que será?