El talismán El seno firme y su turgencia alada descubren la fiereza del deseo, y semejante a un puma avanza enhiesta sobre turbios cadáveres trizados. Vorágine de sombras, realidad o alegoría, emerge hacia la luz. En un fragor de bayoneta y muerte, humo y devastación, el pueblo erige su noble senda hacia la libertad. Muertos sacrificados y triunfantes a la lujuria de la rebelión construyen la muralla luminosa. Cuántos siglos de vida postergada contemplan el estruendo de los reyes y sátrapas cayendo a las zahúrdas del pasado. Descienden al abismo esclavitudes. Brota la esperanza de la justicia universal. El sol alumbrará igualmente para todos y la alegría sonreirá en la noche. Es hora de nacer.
El progreso ha ido añadiendo elementos al arte y a las ciencias, y también abandonándolos cuando el tiempo, como un buen filtro, ha desahuciado aquellos que no aportaban nada al hombre, o cuando el homo ludens necesitaba otros juegos. Pero el homo sapiens siempre se queda con lo que es esencial para su existencia y pervivencia. Por eso de las vanguardias y experimentalismos perdura lo que aportan a la tradición, que es la columna vertebral del hombre y del arte. Cualquier obra -por muy transgresora o exitosa que sea en su contexto- que no aporta un fragmento de identidad del ser humano está condenada al olvido, así como la que añade alguna sabia perspectiva pasa a integrar el retrato de la humanidad. Ser artista es definir al hombre interior que vive en muchedumbre.
De Pascual Pla y Beltrán nada sabía yo en 1981 sino su nombre. Sin embargo, me concedieron una beca de investigación y pronto fui descubriendo algunos datos que me convertían en detective de una vida y una obra, que era tanto como decir de todas, sobre todo la mía.
A lo largo de un año un dato me llevó hacia otro: escribí cartas a diferentes países, recibí textos, fotografías y correspondencia de aquel desconocido a sus amistades, visité a sus amigos, cuevané archivos... Finalmente, entregué un mamotreto un tanto deslavazado que, sin yo tener noticia, se publicó a la carrera, sin que pudiera ordenarlo y roído por las erratas, por no sé qué ajustes de presupuestos del Instituto de Estudios Alicantinos. Ese desencorsetado libro, de escasa entidad, ha sido la fuente callada de quienes se apropian subrepticiamente de lo ajeno aunque sea para mejorarlo. Muchos documentos y poemas inéditos conservo en el cajón de mi abulia y mi creencia de que no hay que añadir innecesariedades al mundo.
En su casa de Caracas, con Neruda
Fue Pascual Pla y Beltrán un hombre afeado por la naturaleza, luchador contra su falta de estudios oficiales, autodidacto y cantor de la rebelión social. Cuestiones estas que lo condujeron a la cárcel, al exilio y a su muerte en Venezuela.
Fruto de estas preocupaciones y experiencias son, por citar algunas, su cuento "Los pasos de los hombres del castigo", su teatro "Seisdedos" o sus libros de poemas sociales; si bien, su mejor libro es "Poesía", publicado, para evitar la censura franquista, bajo el seudónimo de Pablo Herrera.
He aquí un poema de su libro Narja:
100.000 voltios rodados de poleas más ágiles.
Que la luz, la impaciencia, la imagen y el retorno.
Mediodía de grúas encendidas de grillos.
Fuego de hierro y fragua.
Yunque en constelaciones de martillos sin sueño.
Bajo el brazo tendido de músculos
y de puras distancias.
Entre mares de hulla se consumen
los cerebros más vivos.
En la niebla, la niebla que confunde
la ruta de los astros sin cielo.
Con el mudo cansancio de estos hombres de cobre.
Ilumina el sol lunas en los espejos de los hornos.
Roja lumbre se agita en las poleas impacientes.
Y el canto sin gracia de los obreros
con voluntad de bayonetas.
Abecedario ardido en las esquinas
de los yunques calcinados de hierro.
Humo oxidado en las espadañas de los crepúsculos.
El cansancio olvidado de la vida de
los obreros se despereza sobre la playa de los siglos.
Aunque Radio Clásica ya no es lo que era hace unas décadas -porque, siguiendo los desvíos del hombre, se ha trivilizado, como todo, para ponerse al servicio del ocio más superfluo-, sigue emitiendo estos días, como hace anualmente, esa victoria extraordinaria del Arte sobre la Economía -no sé si en la más alta ocasión que vieron los siglos o porque la soberbia de un hombre pudo más que la de un rey-.
Me refiero al Festival de Bayreuth que iniciase Wagner para gloria de sí mismo -en 1876- y para gozo de la Humanidad.
Si hay que citar cuatro himalayas de la Música, el primero en el que suele pensarse es Mozart. Pero frente a la facilidad natural de tal pentagramista para construir belleza -que lo hace parecer un dios o extraterrestre entre los hombres-, prefiero a los hombres cuyo esfuerzo los convierte en dioses terrenales.
Prefiero -cierto que ma non troppo- a Bach, Beethoven y Wagner (a pesar de que siempre Schumann haya sido mi alter ego). La pluma, el pentagrama, el pincel y demás herramientas creadoras de la prolongación del universo debieran ser forjadas por sus dueños en el mismo crisol que esta tríada inmensa forjó sus péñolas: la sensatez, el equilibrio, la armonía, la ambición, la constancia, la revisión ... todo lo que determina que un poema -y sus sinónimos artísticos- sea tallado como un diamante. La música es la única palabra que desmiente la inefabilidad.
Desde niño, como un coágulo terrible en el cerebro, se le había insertado la creencia de que nadie lo podría querer jamás. Aun a sus diecisiete o dieciocho años, solía cruzarse por el puente con una jovenzuela feúcha y desgarbada y, "con suerte, tal vez, algún día ella contemple con afecto a un monstruo como yo".
Oculto en las entrañas de su espíritu sufriente, se incrustaron en su personalidad todos los parásitos de la vida angustiada y agonista.
Y sin embargo, aquellas miradas que él interpretaba despreciativas no lo eran. Ya en la Universidad descubrió que cuanto más se escondía detrás de sus palabras más perseguidas eran estas y, por lo tanto, él. Desde entonces, salió de su hundimiento y su inconsciente rebelde y laberíntico se retaba a ver si esta o aquella, la que ya tenía novio, la que iba a ser monja, la que estaba casada.
Se acostumbró a tener dos, tres, cuatro, simultáneamente... como si no pudiese amar a nadie o se le hubiese muerto algún amor y las mujeres fuesen tan solo sombras con las que no recordar el luto de aquella ausencia. Tal vez el instinto de supervivencia le construyó una coraza para que ningún dolor lo atormentase, sin caer en la cuenta de que tampoco así sentiría cualquier placer que le rozara. Insensibilizado a fuerza de ser hiperestésico, su vida era una isla a la que siempre regresaba tras las escaramuzas en las que proveerse de víveres robados a otras vidas.
Un día descubrió que en realidad lo que temía era amar y que su amada lo dejase tan solo como cuando creía que nadie, jamás, podría amarlo: temía volver a ser el niño aquel que fue.
Se le ocurrió que encontraría una mujer a la que le sucediese lo mismo con los hombres y que su mutuo encuentro era la solución. No comprendió que esta no era sino otra forma de huir de la verdad: que estar solo no es carecer de compañía, sino saberse único en la sintonía de la existencia.