La muerte de la belleza
/por Antonio Gracia/
1
Siempre ha buscado el hombre un paraíso que le hiciese olvidar los infiernos que sufría: buscaba el Bien para curarse el Mal. Todos los oasis que encontraba (vencer el frío o el hambre, superar las heridas, hallar reposo…) se condensaron en soluciones para el cuerpo y, por fin, el espíritu; y este se apaciguaba cuando sentía la dicha, el equilibrio del sosiego. Así nació su culto: frente a la inarmonía del dolor, la armonía del placer de los sentidos; la contemplación y posesión de la Belleza. Y la ciencia y el arte buscaron la Belleza como una panacea. Y fue creado un canon. Podría resumirse así:
Si hay algo que hace que la vida
merezca ser vivida
es la contemplación de la belleza.
Pero el homo sapiens progresa porque es un ser insatisfecho: necesita avanzar, inventar otras formas, crear un canon nuevo —aunque todos respondan al mismo anhelo de plenitud—. De este modo fue como surgió la dispersión en la búsqueda de una satisfacción que no debía ser conformista. A un canon estético se sobrepuso otro, siempre innovando dentro de la tradición, única forma de permanecer: el estático cambio. Y lo que en un principio eran originalidades fueron tornándose bienes mostrencos y plagios, hasta caer en tópicos. La belleza artística no podía aceptarse perfecta porque no lo es en la Naturaleza: por lo tanto, era falso cuanto surgía y surgiese del anhelo, pues —anticipándose a la ley de Murphy— si es posible que ocurra lo peor, ocurrirá... De ahí que Argensola, contemplando el cielo a través del pesimismo, escribiera: «Lástima grande/ que no sea verdad tanta belleza».
Aplicado a la poesía amorosa, ya Shakespeare desconfiaba de la pertinencia del esteticismo, en el soneto XVII:
¿Quién creerá en el futuro mis poemas?
[…]
el porvenir dirá: miente el poeta,
que ese rostro es de un dios, no de un humano.
Y Quevedo, burlescamente:
Sol os llamó mi lengua pecadora
y desmintióme a boca llena el cielo;
[…]
En vos llamé rubí lo que mi abuelo
llamara labio y jeta comedora.
2
De ahí que el Soneto de tus vísceras, de Baldomero Fernández Moreno (1886-1950), transgreda la tradición petrarquista, que es tanto como decir la lírica hispánica desde Garcilaso. Cansado de leer las mismas virtudes físicas de la amada con iguales metáforas y rimas semejantes, en vez de exaltar el oro rubio del cabello, el clavel de los labios, las perlas de los dientes y otras clonaciones pocas veces fértiles del Renacimiento, Siglo de Oro y Romanticismo, se aleja hasta el extremo opuesto del trovadorismo y canta las prendas verdadera y físicamente íntimas de la amada, las que hacen posible la vida y la hermosura exterior, por muy gelatinosas o herrumbrosas que resulten. Este soneto, contraviniendo el canon, descarna el erotismo para mostrar el embeleco y falsedad de la sublimación. Muchos dirán que es antilírico, y tendrán razón. Pero la poesía, el arte, es antitodo; es decir, un antídoto contra el tópico, si bien a veces, en casos como este, se desvía en exceso por los caminos del antiesteticismo. Comoquiera, he aquí las intimidades fisiológicas de Beatriz, Laura, Fianmetta, Elisa, Filis, Lisi y tantas otras madonnas que enardecieron el corazón y los poemas de Dante, Boccaccio, Lope, Quevedo… en un curso acelerado de autopsia, necrología y desenamoramiento:
Soneto de tus vísceras
Harto ya de alabar tu piel dorada,
tus externas y muchas perfecciones,
canto al jardín azul de tus pulmones
y a tu tráquea elegante y anillada.
Canto a tu masa intestinal rosada,
al bazo, al páncreas, a los epiplones,
al doble filtro gris de tus riñones
y a tu matriz profunda y renovada.
Canto al tuétano dulce de tus huesos,
a la linfa que embebe tus tejidos,
al acre olor orgánico que exhalas.
Quiero gastar tus vísceras a besos,
vivir dentro de ti con mis sentidos.
Yo soy un sapo negro con dos alas.
3
El hartazgo de lo establecido y el afán de originalidad abren su camino. La estética de la fealdad (que supone la muerte de la belleza convencional) ya está en Quevedo, el tenebrismo, las pinturas negras y caprichos de Goya, el feísmo de El Bosco, el desfigurativismo que lleva al abstracto, la inarmonía o armonía caprichosa de las manchas sobre el lienzo… y persigue otras manifestaciones: los caligramas y el letrismo (la validez semántica de la letra o su disposición como si fuera un cuadro), Apollinaire, el Altazor de Huidobro, Francisco Pino, el glíglico de Cortázar, el piano preparado de John Cage, el ruido musical de Pierre Henry, Xenakis, Ligeti… Son múltiples los caminos de la imaginación creadora para plasmar o subvertir la realidad: para desmitologizar y mostrar su poliédrica efigie.
El canon siempre está cuestionándose y, por lo tanto, también su construcción; aporta materiales de derribo: léxico ditirámbico, equilibrismo sintáctico, hiperbolismo, realidad, irracionalidad… y también contención. Es un proceso de Sísifo, que trepa hasta la belleza o hacia la perfección y descree de ella para buscarla de otro modo, convirtiendo las viejas ruinas en nuevos castillos.
Cada ser sintiente tiene una experiencia estética y una visión de lo bello, consecuencia de sus genes sensibles y su esfuerzo intelectual. Buena es la experimentación, la libertad, la búsqueda, la pérdida, la desnortación. Pero la Belleza nunca morirá porque es sinónimo de equilibrio, plenitud, paraíso, luz, eternidad: todo aquello que el hombre ansía y necesita para seguir viviendo. Y porque sigue vigente la afirmación de Platón («la belleza es el esplendor de la verdad») que poetizaría Keats: «Belleza es verdad y verdad es belleza»; y eso es lo que anhela el hombre. Por eso también son efímeros quienes se exceden en sus hiperbellecismos mestureros, como, por citar algunos, los estetas más contumaces del modernismo o de los novísimos venecianos y aquellos que buscan, o encuentran, una antiestética en la alevosía del mierdismo: Leopoldo M.ª Panero o Roger Wolfe.
No importa que la mayoría se equivoque cuando busca rostros para la Belleza al margen de la tradición universal adentrándose por los arrabales de la estética: siempre existirá una minoría que la encuentre y ofrende a los demás. Aunque sea esa minoría de uno que llamamos individuo.
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Antonio Gracia es autor de La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980), Los ojos de la metáfora (1987), Hacia la luz (1998), Libro de los anhelos (1999), Reconstrucción de un diario(2001), La epopeya interior (2002), El himno en la elegía (2002), Por una elevada senda (2004), Devastaciones, sueños (2005), La urdimbre luminosa (2007). Su obra está recogida selectivamente en las recopilaciones Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), de 1993, y Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004), de 2009. Entre otros, ha obtenido el Premio Fernando Rielo, el José Hierro y el Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana. Sus últimos títulos poéticos son Hijos de Homero, La condición mortal y Siete poemas y dos poemáticas, de 2010. En 2011 aparecieron las antologías El mausoleo y los pájaros y Devastaciones, sueños. En 2012, La muerte universal y Bajo el signo de eros. Además, el reciente Cántico erótico. Otros títulos ensayísticos son Pascual Pla y Beltrán: vida y obra, Ensayos literarios, Apuntes sobre el amor, Miguel Hernández: del amor cortés a la mística del erotismo y La construcción del poema.