Duerme tu corazón y dejo en él, a través de tu boca incandescente, un beso que sacude tus entrañas, como una rosa que se estremeciera. La suavidad del roce de tus labios, aromados no sé en qué firmamento, susurran a mi amor que en ese abismo del sueño que te abraza me amas más que cuando estás despierta y me regalas tu amor, tu breve cuerpo, tus anhelos. Te contemplo y pareces la armonía del vendaval disuelto. Por eso yo te digo: que aunque, despierta, me amas como un saurio devorando a otro saurio incontinente, celos tengo de mí cuando me sueñas: porque o yo no no soy yo o tú no eres tú, loba feroz triscando carne ardiente. Démonos todo cuanto deseamos. Deja que surja tu salacidad en todo instante, en sueños o despierta, que yo seré también ángel y furia.
La vida es un país desconocido que cada uno debe descubrir y conquistar para su propio bien sin arrasar el bienestar ajeno.
Dos cosas debemos saber y son esenciales para sobrevivir dignamente: qué queremos y qué estamos dispuestos a hacer para conseguirlo. Es decir: la reflexión sobre nuestro futuro y la voluntad para ponerlo en acción desde el presente; asuntos ambos que deben ir acompañados de ética y responsabilidad. Y si en la búsqueda de ese porvenir, después de haber previsto cuanto podíamos prever según nos enseñó el pasado, nos equivocamos a nuestro pesar, detengámonos y, sin esperar que nadie nos perdone, y sin inculpar a nadie, disculpémonos y perdonémonos a nosotros mismos: porque solo el propio perdón -la propia comprensión- nos es imprescindible.
Nada se me ocurría como entrada de hoy. Y me he puesto a improvisar esta casi atávica tontería, en forma de alevosos y contumaces pareados monorrimos, que me apresuro a descargar sobre el sufrido lector antes de que mi conciencia recobre la cordura:
Onirinia
Yo transitaba por mi vida como si la vida me fuese ajena, como si algún demiurgo cósmico se hubiese empecinado contra mí y hubiese confabulado el orbe contra mí diluviando naufragios sobre mí. Ni el manantial ni el sol me solazaban, ni el pájaro o la luz me solazaban. ¿Qué podía yo hacer si no podía conseguir el sosiego, ni podía iluminar las sombras de mi mente serenamente y sosegadamente? En mi lluvioso corazón llovían grises tormentas, y cuanto llovían ahogaba mi sentir, mas no mi muerte cotidiana de combatir la muerte. Un rayo, una esperanza, alguna estrella que desbocase el rumbo de mi estrella hacia la dicha de la plenitud es lo que yo esperaba: plenitud. Vi unos ojos mirar mi sufrimiento y supe que era el fin del sufrimiento. Aquel cuerpo celeste hecho de tierra me daba luz, me alzaba de la tierra. Las criaturas, al fin, resplandecían: en mi pecho su luz resplandecían. Y yo amé aquellos ojos amorosos. Pero, ¡ay!, que aquellos ojos amorosos se cerraron un día para siempre; y me abrazó la muerte para siempre.
Una obra es imprescindible cuando comprobamos que sin ella el mundo hubiera avanzado más despacio o mejorado menos.
Sin Cervantes, la utopía solidaria sería menos creíble, así como que Ulises no necesita océanos para sus desventuras descubridoras de los cíclopes y las circes del mundo.
Sin Shakespeare, ni Defoe y Dostoiwesky el paisaje interior, la mente humana, se hubiese retrasado la llegada de Freud. Sin embargo, la gran tragedia de la Humanidad, que es el nazismo, se hubiera evitado si se hubiese leído "Mi lucha", de Hitler: en ella, muchos años antes, se teorizaba lo que luego se practicó.
¿Quién negará que aprendió a sentir y expresar el amor según sintió que lo sentían y expresaban Romeo y Julieta o cualquier otro mito literario, imaginístico o cinematográfico? ¿No son más reales y referentes de nuestras vidas que la historia amorosa del vecino? La literatura -el Arte- determina, pues, la vida; y a veces la sustituye.
Dos personas se conocen, se aman, son felices. Un mal día, una de ellas empieza un proceso de desconfianza, de interrogatorio policial y de acusación que puede resumirse así: “¿Dónde has estado y por qué has estado si no debías estar?”. Hasta quelas palabras y el acoso se convierten en golpes para hacer confesar “la verdad”.
¿Por qué una persona que ama a otra llega al extremo de maltratarla? El protagonista de “El túnel”, de Sábato, después de sucesivos acosos sicológicos y sádicos interrogatorios, acaba matando a la única mujer que había amado y le había comprendido. ¿Cómo es posible tan absurdo comportamiento? La respuesta es tan compleja como sencilla en su lógica: porque el celoso es un suicida que mata para salvarse.
Cuando nos sentimos amados nos amamos a nosotros mismos, estamos contentos, nos mueve la alegría; pero esa verdad tiene su reverso: cuando nos creemos ignorados nos despreciamos, nos odiamos, caemos en la melancolía. Y esto le ocurre al celoso: es un “enamorado” al que se le ha enseñado que no sirve para nada, y menos para ser amado; con lo cual en cuanto alguien lo ama lo convierte en su presa, y él pasa a ser un tirano: dominado por sus complejos, necesita dominar a alguien; y, de torturado, se transforma en torturador, en verdugo de quien, porque lo ama, es más débil. Pero llega un momento en el que cree que la persona a la que considera su posesión sentimental lo ignora, lo desprecia: porque el celoso es, sobre todo, un ser al que se le ha castrado la confianza en sí mismo, la autoestima; de modo que, cuando duda de esa posesión y de ese amor, toda su personalidad destartalada se derrumba, dando paso a la inseguridad y a la necesidad de hacer confesar que ha sido traicionado, recurriendo incluso a la violencia síquica y física: maltrata porque cree que ha sido mal tratado: como en el cuadro “Adán y Eva”, de Tintoretto, el celoso siempre ve a su pareja como una manzana que se entrega para ser mordida por otro. Si la amada niega “la verdad”, insiste obsesivamente; y si confiesa su traición, ella es la culpable del fracaso amoroso, lo cual le libera de considerarse indigno de aprecio o amor, y, más aún, de ser un cero a la izquierda en este mundo. Además, se siente legitimado para ser ejecutor del culpable, a quien tiene que destruir, matar, para borrar cualquier prueba de su autodesprecio. Esto nos permite afirmar que, además de la incultura, el machismo y otros factores, son los celos enfermizos la causa definitiva de los malos tratos.
El Otelo de Shakespeare -y la música de Verdi, en la ópera del mismo título, lo subraya- necesita, aunque lo teme, creer que Desdémona es infiel, traidora, culpable, porque peor que ser cornudo es ser inútil. Y mata porque matar al culpable no es para el celoso más que un acto de justicia tan evidente que no precisa del juicio de una sociedad que permitiría, mediante el divorcio, que su fracaso o inutilidad se hicieran públicos. “Si no eres mía, no serás de nadie”, dice el despótico dueño antes de matar;y si se arrepiente o se entrega a la ley, o se suicida -como ocurre en el “Woyzeck” de Bucher-Berg-Herzog- no es porque se considere un delincuente amoroso, sino porque no puede soportar otro sentimiento de culpabilidad más fuerte: el de que matar repugna a la conciencia. Siente su entrega a la ley como una heroicidad y un sacrificio incomprendidos y castigados por los cómplices del desafecto universal.
La maltratada observará -en el capítulo IV de “Almacén de antigüedades, de Dickens-, cómo los malos tratos empiezan por la sumisión síquica y conducen a la total humillación. Y hará bien en alejarse tras el primer acceso de violencia. Porque los celos nada tienen que ver con el amor al otro, sino con la carencia de autoestima, que el celoso manifiesta castigándose y exculpándose en ese otro, por extraño o paradójico que parezca.
Nadie está libre de celos; incluso Aristóteles, tan racionalista, se los hizo sufrir a su esposa Erpiles. Y no hay solución para el celoso extremo: es un presidiario de su constitución sicológica. Solo cabe huir de él para no sufrirlo, y dejarlo en manos de las autoridades médicas.
Aunque hay otro medio mejor de erradicar los celos y los malos tratos: dar afecto al niño para que no imponga que se lo den cuando sea adulto.
Miro mis bibliotecas, los recintos que han mantenido viva mi existencia, los refugios en donde consolaba mi indefensión y ... Tocar un libro, aspirar su fulgor, era apropiarme del talismán, el manantial donde las almas perdidas satisfacían su sed de infinitud.
Siento tristeza al ver esta hogaza de libros: porque si el progreso los hizo posibles para ennoblecer la mente, también es el progreso el que va a convertirlos en humo del pasado.
Faltos de perspectiva, nos preocupamos de los nuevos títulos que los reseñistas profesionales vocean por doquiera. Como si los “clásicos” no fuesen más nuevos, vigentes testigos del presente y enunciadores del porvenir. Creemos haberlos leído y en realidad solo los leímos hace mucho: volver a ellos es descubrir que la pluma sabia se ennoblece con el tiempo.
Ahora nos asalta la pantalla internética con títulos ineptos. Hemos cambiado el mundo porque el mundo nos cambia. Y al revés del revés.
Letrilla del desamor Desde que ya no me quieres voy por caminos de espliego solitario y andariego, y el corazón hecho fuego. ¿Como huiré de este dolor, si por caminos de fuego voy desque ya no me quieres? ¿Dónde esconderé el amor de mi corazón de espliego ahora que ya no me quieres? ¿Cómo dejar de quererte? ¿No es preferible la muerte a entrar en mi corazón y sentir que no me quieres? Solitario y andariego, desde que ya no me quieres va por caminos de fuego mi corazón sin sosiego.
El hambre necesita saciarse; es ley de supervivencia.
Hay muchas clases de hambre, principalmente la fisiológica y la síquica.
El hambre de nuestro cuerpo suele satisfacerse con los mejores y más placenteros alimentos.
Sin embargo, el hambre síquica, tan múltiple, se descuida o incluso se condena en cuanto dejamos de ser niños. Creer en otra vida para paliar la pérdida de esta es una opción, tal vez imprescindible, para vivaquear diariamente al pairo de la muerte. La amistad y el amor son igualmente insuprimibles porque no nace el animal, ni el hombre, para no convivir y privar la sensibilidad corporal de sus afectos.
El cuerpo y todas esas prolongaciones del espíritu, santificado o maldecido por la muchedumbre del poder, precisan igualmente su satisfacción.
Y he aquí el tabú y el castigo: sin la satisfacción de la concupiscencia, la mente enferma; y el desequilibrio emocional se instala en la esencia del animal y la persona. Sin embargo, continúa el tormento: la prohibición o condena de la sexualidad, causa del terremoto de la conducta. Un cuerpo, romanticismos y santificaciones aparte, no es diferente a un plato de comida que nos quita el hambre hasta que mañana las biologías sicológica y física vuelvan a reclamarlo. Nadie puede negar, así, que la castidad, aceptada o forzada, es una lujuria castrada, una conclusión contranaturam.
Otra cosa es que las reglas sociales se hayan visto forzadas a canalizar, mal o peor, las prácticas sexuales para que los hijos deban ser reconocidos por sus padres. Ni libertinaje ni castración: respeto, acuerdo, compromiso.
Doloroso es recordar los tiempos tristes, por lo que tienen de revivificación de la tristeza; pero también los felices: porque implican una carencia y necesidad, en el presente, de aquellos bienestares. Nadie echa de menos un bien de ayer, ni se ensimisma con uno de mañana, si hoy goza un bienestar. Por eso hay que disfrutar lo que tenemos y plantarlo como un fruto que madurará.
Pero no: el tiempo no existe más que en la nostalgia, insufrible corcel que triza la memoria. Decir hoy, ayer, mañana es pronunciar ceniza.
No son amigos los que esperan recibir, sino los que dan. En esto se parecen a quienes se aman. Pero la amistad es más duradera y profunda que el amor porque incluye la íntima solidaridad y no implica la estrategia y diferencia que conlleva toda relación entre dos personas de diferente sexo, por la misma razón que hace que dos jilgueros tengan más en común que un jilguero y una paloma.
Ese es el motivo por el que hay tantos que solo son amigos el día de su cumplebodas. Claro está que también existen quienes, además de amarse, son amigos: esos son los que se acercan a la felicidad.