|
|
Bartok: Música para cuerda...
Muy Señores Suyos:
Ustedes ya no son los que eran cuando empecé a confiarles el producto del esfuerzo de mi trabajo: mi dinero, mis ahorros. Eran amables, me atendían personal y profesionalmente, con respeto, incluso con agradecimiento porque sabían que sus vidas dependían de la mía, de la de todos cuantos confían en que un banco es un depositario, no solo un negocio deshumanizado.
Ahora nos maltratan y ponen cara de robados como si nuestro dinero fuese suyo y los ladrones fuéramos nosotros. Ya no hay amabilidad, ni trato que no sea el anonimato de la maquinaria y la robotización del plástico.
Me llevaría mis bienes a otro banco: pero resulta que son todos iguales: hijos de la codicia y la irresponsabilidad.
"¡Poderoso caballero / es don Dinero"!
Confiamos en el progreso esperando que nos ayude a entender el sentido de la vida. Pero el progreso está lleno de tecnologías y vacío de filosofías. Hoy, siglo XXI, convivimos gentes ancladas en el siglo XX, XIX... y otras que futurizan utopías y distopías.
No sé si el progreso es definitivamente bueno; sé que nos frivoliza cada día, castra el pensamiento y empobrece el ansia de trascendencia. Hemos sustituido los dioses por las ciencias; como tal no es mala esa metamorfosis. Pero la ciencia, hasta hoy, es tecnología. Las ciencias -sobre todo las exactas- son cada vez más inexactas con respecto al hombre: nos descubren el cómo, no el quién ni el porqué -el quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos-. Nos hacen conformarnos con el sinsentido de la existencia. Y, a cambio, nos acostumbran a desinteligenciarnos y a considerar que el entontecimiento es un paraíso.
El progreso es un descenso a la frivolidad.
Escuchar original pulsando:
Siempre habrá un razonamiento más inteligente que destruya aquel que nos hizo creer en algo.
O sea: la única verdad definitiva es que no existe una verdad definitiva.
Vivir es encontrar una estrategia que ayude a soportar el sinsentido.
Primera de las cincuenta elegías del libro Tristes, escrito por Ovidio en su destierro (traducción de Luis T. Bonmatí).
Vas a viajar sin mí, pequeño libro
—aunque te estimo pese a tu tamaño—,
a donde le han prohibido regresar
a mí, tu autor: ¡a la Ciudad!, ¡a Roma!
Marcha, pues, pero ve desaliñado,
como a los desterrados corresponde,
y vístete conforme a mi desgracia.
Que en un estuche rojo no te guarden,
porque el color que tienen los arándanos
no es el mismo que tienen las tristezas;
que no escriban tu título con minio,
ese óxido de plomo azafranado;
que el aceite de cedro no suavice
tus hojas de papiro y no se tracen
en la negra portada adornos blancos:
esos lujos se quedan para libros
alegres y felices, pues no olvides
cuál es mi lamentable situación.
Que no pulan tus bordes con la frágil
piedra pómez y, así, podrás mostrarte
deshilachado y sin peinar: como eres.
Ningún borrón te debe dar vergüenza,
pues todos los que llevas son producto
tan solo de mis lágrimas aquí.
Cuando llegues, saluda los lugares
que yo tanto he gozado: de ese modo,
cuando menos, también los tocaré
con los pies que componen estos versos.
Y si, como es posible, aún me recuerda
alguien y te pregunta cómo estoy,
contéstale que vivo, pero niega
que esté bien de salud, pues, además,
mi vida cuelga solo del capricho
y el favor celestial del que es un dios.
A aquellos que te lean a la busca
de más de lo que tú, callado, dices,
¡guárdate de decirles lo que puede
no hacer falta que digas! Pues, si no,
ya advertido, el lector no tardará
en recordar de qué soy acusado
y me convertiré en un reo público
en boca de la gente. Si eso ocurre,
no debes disculparme, aunque me ofendan,
pues cualquier buena causa no hace falta
defenderla: con eso solo empeora.
Quizá encuentres también a quien me añore
en mi exilio, quien lea estos poemas
mojando sus mejillas con las lágrimas
a solas y en silencio —sin que nadie
lo escuche aviesamente— y se ilusione
con que, aplacado el César, dulcifique
mi castigo. Por este, sea quien fuere,
yo a los dioses les pido que no caiga
en desgracia, lo mismo que él les pide
que de mi sufrimiento ellos se apiaden:
¡ojalá que se cumpla lo que él ruega
y, ablandada, la cólera imperial
me permita morir allá en mi patria!
Pero, aunque cumplas estas encomiendas,
seguramente te reprocharán
que eres, querido libro, menos bueno
que otros que anteriormente me alabaron
alabando mi oficio. Mas no temas:
cuando ahonden los jueces en las causas
y circunstancias en que se producen
las cosas, tú serás más adelante
en tu justo valor considerado:
si los poemas deben derivarse
de un estado de ánimo sereno,
surgen en ti los míos de una vida
nublada de repente y desdichada;
si los poemas quieren del poeta
una vida tranquila y en retiro,
ahora se levantan contra mí
un encrespado mar, los vendavales
y el frío de un invierno ferocísimo;
si a los poemas los inmoviliza
cualquier clase de miedo, yo no dejo
en un solo momento de temer,
abandonado aquí, que venga a hundirse
en mi cuello una espada y me degüelle.
Cualquier juez imparcial se admirará
de lo que en ti yo he escrito y, tras leerlo,
acabará aprobándolo con gusto:
si traes aquí a Homero y lo sumerges
en las mismas desgracias que me acosan,
se extinguirá su ingenio por completo.
Recuerda, ya seguro de tus éxitos,
que te vas a marchar y que no debes
temer desagradar a tus lectores:
estamos en tan mala situación,
que preocuparnos de eso es tontería.
En cambio, cuando me encontraba a salvo,
me arrastraba el deseo por la fama
y perseguí la gloria con afán;
pero ahora ya es mucho que yo no odie
los poemas y aquella pasión mía
que tanto me han dañado, pues es mi arte
el que hasta este destierro me ha traído.
Mas, como a ti te dejan, viaja tú
en mi lugar a Roma, a contemplarla:
¡ojalá que los dioses consiguieran
transformarme a mí en ti! Y no supongas
que, por llegar de fuera a la Ciudad,
vas a ser un extraño para todos:
te identificarán por el estilo,
el mismo de otros libros y, aunque tú
quieras pasar inadvertido y yo
no figure en portada, se sabrá
que soy yo quien te ha escrito y tú eres mío.
Lleva mucho cuidado, aunque de incógnito
te presentes, pues pueden mis poemas,
destrozarte la vida: ya no tienen
la bula, que, aclamados, poseyeron.
Y si alguien cree que, solo por ser mío,
no debes ser leído y te rechaza,
dile que lea el título y verá
que tú no das consejos amorosos
como mi Arte de amar, que ya ha cumplido
el castigo que a pulso se ganó.
Quizá estés esperando que te ordene
subir hasta el palacio en que reside
el poderoso César, pero no
—¡y que me excuse ese lugar augusto
al igual que los dioses que en él viven!—,
pues desde allí me fue lanzado el rayo
a la cabeza y, aunque yo recuerde
la copiosa bondad de esas deidades,
también las temo porque me dañaron:
una paloma herida por las garras
de un gavilán se aterra al menor roce
con sus plumas; la oveja redimida
de los dientes de un lobo, no se atreve
a abandonar de nuevo su redil;
y, si Faetón viviera, evitaría
ir recorriendo el cielo y acercarse
a los caballos de su padre Febo,
que tanto deseó como un imbécil.
A mí me ocurre igual y te lo digo:
temo el poder de Júpiter, que ya
he sufrido y, con solo tronar, creo
haber sido alcanzado por su rayo.
Cualquier superviviente de la escuadra,
que, al regresar a Grecia desde Troya,
se hundió en el arrecife Cefareo,
sortearía las aguas de ese punto;
y mi pobre barquilla, que una enorme
borrasca cierta vez zarandeó,
se espanta cuando piensa en acercarse
al sitio donde fue vapuleada.
Teniendo en cuenta todo lo que he dicho,
lleva mucho cuidado, libro mío:
observa alrededor con precaución
y deberá bastarte que te lea
gente poco endiosada y sin poder:
cuando quiso subir Ícaro al cielo
con sus frágiles alas consiguió
dar nombre al mar contra el que fue a estrellarse.
Desde el sitio en que estoy me es muy difícil
aconsejarte que volando vayas
o que viajes usando de los remos,
pero las circunstancias y el lugar
orientarán mejor tus decisiones.
Si se te recomienda en un momento
de tedio; si el entorno es sosegado;
si, tras la ira, sus fuerzas se licúan;
si hay quien, hablando poco, te presenta
como algo vacilante y temeroso,
ve hasta él y ojalá que te reciba
mucho mejor que a mí, tu dueño, y logres
aliviar mi desgracia de ese modo.
Porque, al igual que Aquiles en el caso
de Télefo, tan solo quien me hirió
puede curarme. E intenta no dañarme
con tu ayuda, pues es mucho mayor
que mi esperanza el miedo que le tengo
y es posible que su ira, amortiguada,
se remueva, reviva y otra vez
por tu causa de nuevo me condene.
Si vuelve a colocarte en el lugar
dedicado a mis obras —un estante
combado por el peso—, será aquel
tu nuevo hogar y, al lado tuyo, allí
verás a tus hermanos, alineados
y en orden, a los cuales ofrecí,
igual que a ti, mi afán y mis insomnios.
En esa ubicación, de todos cuelgan
a la vista sus títulos y tienen
con claridad inscrito en la portada
mi nombre: el de su autor;
pero verás más lejos otros tres
escondidos en un resguardo lóbrego,
los tres que enseñan lo que nadie ignora
y que el Arte de amar componen juntos.
De estos aléjate, mas, si te atreves,
llámalos como a algún gran parricida:
Telégono o Edipo, por ejemplo.
Y aunque su dueño diga que los ama,
si quieres a tu padre, que soy yo,
no demuestres que estimas a ninguno.
Otros quince volúmenes aparte
de mis Metamorfosis hay también
(salvados no hace tanto de la hoguera,
a la que los eché, por un amigo);
te ordeno que les digas a esos cambios
que hay que incluir entre ellos el del rostro
de mi propia fortuna: la de ahora
ya se ha cambiado en otra muy distinta
de la anterior: la actual es lamentable
mientras que la pasada fue dichosa.
Podría darte muchos más avisos
si sigues preguntándome, mas temo
retrasar de esa forma tu andadura
y, además, libro mío, si llevases
contigo cuanto sufro, pesaría
demasiado ese saco sobre ti.
¡El camino es muy largo, vete ya!
Yo he de seguir viviendo aquí, en el fin
del mundo y alejado de mi patria.
Todo aquello que sueña el corazón
existe en algún sitio
o acaba por crearse.
de años, en algún lugar del tiempo
y el espacio, ubicuos e intangibles,
una partícula infinitamente
comprimida inició su inexorable
expansión temporal e ilimitada,
de tal manera que aún no comprendemos
cómo la eternidad y el infinito
siguen tejiendo eternidad y espacio
capaz de hacer posible lo imposible:
que el Todo se contenga en otro Todo.
muriendo y renaciendo: metamorfoseando.
En un instante pleno de esa metamorfosis
brotó mágicamente lo que llamamos vida;
y milenios después, sobre una roca errante
yerma y deslavazada, surgió esa ambigüedad
que se piensa a sí misma y que llamamos hombre.
sino los de sus padres, la atávica violencia
entre el caos y el cosmos: el eros contra el tánatos?
Doliente y azotado por la naturaleza,
sobrevivió al dolor, padeció el desamparo,
sufrió la indefensión del glaciar de la noche.
Incluso cuando un día le nació la conciencia
como un órgano más, inesperado y frágil,
soportó el sufrimiento de saber, de improviso,
que su vida era solo un camino a la muerte.
espejos de sí mismo: estatuas, lienzos, verbo
-—única munición contra la muerte— para
salvar su identidad, y legar su experiencia
como un breve sosiego a cuantos aún naciesen
y fueran masacrados en cuanto conocieran
la condición mortal de la existencia.
y buscador de adargas que me amparen.
Y, de súbito, siento que es posible
pensar estableciendo una premisa
tan absurda, tan lúcida y remota
como la del origen primigenio:
si la vida surgió de un ente mínimo
que se autogeneraba inmortalmente,
y toda consecuencia es una causa,
¿por qué no completar el silogismo
de la lógica absurda concluyendo
que la muerte es también una partícula
inmensurablemente comprimida,
—o un agujero negro redentor—
que inicia su expansión a otro universo
y conduce la vida a otra existencia?
Historial
de esta historia no lo sabré decir;
sí soy el ser sufriente que la escribe
más con el corazón que con la pluma,
pues nunca premedito mis palabras,
sino que me descubro al escribirlas
para ponerle nombre exacto y lúcido
al laberinto de mi identidad.
Tengo los mismos años que la vida
y me acerco a cumplir los de la muerte:
algo aprendí del viaje de la edad.
de que estar vivo es elegirlo todo
menos cuanto a la misma vida atañe:
porque nuestro albedrío se limita
a aceptar que eligieron que muriésemos,
y toda muerte es negación de vida.
Así que puede un rayo
desjarretar mi pluma o mi existencia
en el instante menos predecible.
que justifiquen mi presencia
en esta sucesión de escalofríos
que es el hombre, que ensalcen su historial
y borren el sabor de gran fracaso
que siento cuando miro el horizonte
del contumaz pasado y el inhóspito
futuro. Alzo la bruma
que empaña los paisajes. Veo un ser
luchando contra el páramo y a veces
ensimismado, como si mirase
hacia adentro de sí y hallase un resplandor
inesperado y transfigurativo
de la carne en espíritu.
Al ponerse de pie
aquel ser liberó la mano, que antes
sujetaba sus presas, liberando
a su vez las mandíbulas, que
se redujeron y dejaron paso
a los huesos craneales, expandiéndose
el cerebro y con él la inteligencia.
Lo contemplo
huir de fieras
y guarecerse en grutas; veo
cómo la inteligencia, tras millones
de milenios y extraños sortilegios,
traza rupestres sombras, une causas
y consecuencias, crea silogismos,
aprende que el destino se llama voluntad
o que existe un Artífice Supremo
devanador del Todo.
que algún principio mágico —o un dios—
hizo brotar como árboles frutales.
Algunas se reunieron.
Al sumar las victorias y derrotas
nació la observación de la experiencia;
y el saber resultante acumuló
devastaciones, sueños:
la construcción y la reconstrucción
de un diario en el que la Humanidad,
como en un gran espejo, contemplaba
su pasado y futuro
y los fragmentos de su identidad
para aprender que el mundo es imperfecto,
pero perfeccionable;
de tal modo que aquella voluntad
demiúrgica aprendió
a evitar el dolor y dar amor
aspirando a hallar himno en la elegía.
Esa debiera ser
la epopeya interior:
no imponer la alegría por decreto,
pero sí proponer como divisa
que
siempre
nos convertimos en lo que anhelamos
o tememos.
Y forjar con el carpe diem íntimo
un sueño realizable.
No es más sabio quien tiene más respuestas,
sino aquel que concibe más preguntas
buscadoras de la última verdad.
«¿Por qué debo morir? ¿Tiene la muerte
poder sobre el instinto
de la supervivencia, que conlleva
una vida inmortal?».
Dejad paso al futuro, propusieron.
Un rayo prendió un árbol. Su destello,
como un sócrates de la inteligencia,
enseñó a combatir las glaciaciones
y a dar luz a la noche.
También el pensamiento vio la luz
y consteló la carne, los metales,
el prometeico viaje del progreso
en el que el mal y el bien se disputaban
egoísmos y solidaridades.
Pirámides y templos, columnas, ruedas, bronces,
océanos vencidos por las naves,
plumas talladas para la memoria,
bibliotecas, sixtinas, sinfonías
alzaron la estatura de la mente
hasta los cielos, más allá del cosmos.
Desde las atalayas que forman las estrellas
llegó la conclusión definitiva:
uno a uno la muerte mata al hombre.
Esa es la derrota; y es esta la victoria:
nada puede la muerte
contra la Humanidad.
El único sentido que tiene la existencia
es el de consolar la vida de los otros.
Al íntimo Alienígena
si esta vida es tan noblemente hermosa,
¿qué otra me darás más venturosa,
si en esta ya me ofrendas la pureza?
una rosa más bella que la rosa?
¿Crearás con tu mano poderosa
mayor grandeza en la Naturaleza?
que el del árbol y el sol, la fuente, el río?
¿Acaso una palabra, una cadencia
tan alto que doblegue mi albedrío
de gozar siempremente esta existencia?
ME GUSTA ESTO: