Con toda la admiración que desde niño siento por la
figura de don Quijote, nunca he dejado de apesadumbrarme al constatar que
también él utiliza la fuerza para combatir la ley de la fuerza que quiere
desterrar. Y es que ni siquiera los dioses han encontrado otro gozne sobre el
que equilibrar mejor el mundo: el instinto de supervivencia exige más capacidad
de adaptación, sea esta ética o no. La bondad y la maldad no cuentan en ese
proceso del progreso, que incluso olvida al propio hombre en el camino hacia la
suprahominizacion robotizada. Y así, si las obras del hombre histórico han sido un
esforzado ejercicio de superación de sí mismo, y de autoconocimiento, las del
hombre futurista o futurólogo parecen tratar de constituir un tratado de
alienacionismo. Ejemplo de ello es la emanación más emblemática del ser humano:
el libro; un libro de poemas, por ejemplo, ya no es una introspección indagatoria del yo
personal y colectivo, sino una fuga hacia lo fugaz de la hominización: la intrascendencia.
Prueba definitiva del descuido de la Educación por
parte de los políticos de la enseñanza es esta: a los 13 ó 14 años yo leía, por
ejemplo y casi diariamente, durante el verano, dos o tres obras de teatro del Siglo de Oro. Y no solo porque me
gustasen o yo fuese autista de la Literatura: lo que demuestra esa inclinación,
que no era solamente mía, no es que fuéramos más inteligentes, sino que en nuestro
alrededor, además de hambre de pan y libertad, había sed de cultura:
simplemente porque esta flotaba como una parte de la vida cotidiana, porque los
profesores respiraban conocimientos y porque saber era una de las mejores
posesiones que se podían adquirir. A esa edad sabíamos la escala de Mohs, logaritmos, los hechos
fundamentales de la Historia, las ideas determinantes de la Filosofía, los
hitos del Arte...
Algunos teníamos como punto de reunión la Biblioteca
de Teodomiro, desde donde partíamos
al final de la tarde hacia otras diversiones más lúdicas, pero no tan
apasionantes.
Hoy, en cambio, el adolescente, incluso muchos
licenciados puestos al timón de las aulas -y no es hipérbole- no saben quién es
Tirso de Molina, ni les suena la Canción del pirata, desconocen a Miguel Ángel, no han oído ni a Mozart, y deben de creer que los entremeses cervantinos son unas
entradillas de algún extraño menú.
No es lo peor esta desaparición de los conocimientos
literarios, artísticos, históricos, filosóficos..., verdaderos elementos
troncales para la formación de la personalidad responsable: lo perverso es que
no se han sustituido por otros conocimientos, sino por un vacío educativo y
seudocientífico que engendra mentes atrofiadas, puesto que, como todo músculo,
el cerebro necesita su gimnasia síquica. Se ve que el tal Wert está de werta de la sabiduría y considera que el mejor plan de
estudios es la creación de un libro cuyas páginas excomulguen la capacidad de pensar y enseñen a reconocer
exclusivamente metáforas del dinero, aunque sus bachilleres y graduados
aprendan simplemente a pelear para ganarlo y a pasar por este mundo sin conocer
quiénes se sacrificaron para mejorarlo ni cómo evitar destruirlo. No es la
Economía la que está en crisis, sino el Pensamiento, que ha sido reducido a que
se considere que el dinero es el único valor íntimo y social.
Habrá quienes sientan que esto no es más que la última
etapa de la degradación de la cultura. Yo me limitaré a decir que, si es cierto
que la ignorancia da la felicidad, míster Wert -y su césar Rajoy- es uno de los tribunos más felices del imperio.
Una noche nos interrumpió sin querer un niño... era mi sobrino Toni, para mí algo así como para ti tu Pablo... La ternura que traslució la sonrisa que le dirigiste es la más hermosa imagen que conservo de ti, el gesto que más agranda tu figura en mi memoria. Esto he tenido ganas de decírtelo muchas veces...
Pepe Aledo se ha comprometido a ilustrar mi libro En tu punta lugar. De todos mis poemarios es el que más fuerza de unidad tiene... espero que lo presentes tú... Dale recuerdos a ... tanto si sigues como si no sigues con ella... y recibe un abrazo de un amigo que te bienmalbienquiere y admira sobre todo... Regla Camina la resonancia que transmuta tu sendero en ignición de humedad quebrada como los muros de la luna que acaricia rebelde inercia de ramas y tu amoroso deber te dé del tiempo el aroma que odia buscar. ¡No podemos, solitaria espiritual, estar aquí menos solos: vivir es haber hallado!
El descubrimiento de la lectura silenciosa -atribuido a san Ambrosio- supuso un incremento en el número de libros leídos, ya que leer en voz alta requiere lentitud; igualmente, la imprenta hizo posible que miles de individuos pudieran leer el mismo texto en distintos lugares y al mismo tiempo. Podemos preguntarnos: ¿Cuántos libros leyó “El pensador” de Rodin antes de ponerse a reflexionar para entender? Porque lo importante no es la erudición, sino la comprensión que facilita.
Quien, ambicioso de conocimiento, calcule qué puede llegar a conocer, concluirá que, en el óptimo de los casos, leyendo 10 horas diarias durante 50 años, solo conseguiría almacenar en su mente, al final de su vida, 5.475.000 páginas, es decir: apenas 18.250 libros.
Sin duda, es mínima esa cifra; pero cuanto más leemos más contribuimos a compendiar lo escrito y a desechar lo que no debiera haberse publicado: cada esforzado lector, convertido en un filtro, da publicidad a los buenos libros y condena los malos al olvido, además de enriquecer su personalidad y, por ello, su vida y la de cuantos le rodean.
Una de las causas de alejamiento entre los seres humanos consiste en la dificultad o imposibilidad de compartir sus identidades. Todos tenemos un espacio interior en el que apenas cabe el otro; y sin embargo el otro lo pretende invadir porque entiende que en eso consiste la entrega: en el desnudamiento y mutua ofrenda de la intimidad.
Pero no: dos personas pueden aunarse en una sola para complementarse, no para desindividualizarse. El yo íntimo es el territorio cuyas fronteras, por leves que sean, no se pueden transgredir. Hay muchos que no lo entienden, o no lo aceptan: y se rompe la convivencia social, se acaba la amistad, se quiebra la pareja. La soledad consiste precisamente en la falta extrema de sintonía con los demás: en el ensimismamiento absoluto, rayano ya en lo autista: en la comunicación exclusiva consigo mismo. Y sin embargo, es ese el territorio del poeta / artista a la clásica usanza. Cuántos abismos celestiales surgen de la tortura del autoconocimiento.
Desde el instante en que aceptamos que la vida es inaceptable y, sin embargo, no nos suicidamos, estamos rechazando la validez práctica de todo silogismo y cualquier ética. La existencia es un problema que no sabemos resolver. Ni siquiera acudiendo al logaritmo de un Dios. Pero he aquí que el instinto de supervivencia es más fuerte que cualquier divinidad, intelecto o melancolía. Y seguimos fluyendo hacia la muerte, único monstruo que no puede vencer la voluntad.
"Libro unitario donde los haya", me digo al terminar la lectura de Vida callada. Libro de poemas, no de poetas, como he creído siempre que debe ser una antología.
Necesarias son las antologías: como selección de lo múltiple y como desbrozadoras de la excesiva arboleda que no deja ver el árbol. Pero el peligro de las antologías coetáneas consiste en que ofrecen un panorama de lo que hay, desechando el criterio de lo que probablemente quede y, por lo tanto, lo que debería haber. Son un tributo a la coyunturalidad. Sin embargo, no es difícil -pocas veces es fácil- averiguar el camino de la tradición y, por ello, deducir cómo es probable que continúe andando: basta con mirar las huellas de su devenir, y las que han quedado al margen como sendas perdidas, para descubrir que la tradición es un camino que anda. Y que la escritura de las esencias se pierde cuando se detiene en las circunstancias: cuando el yo auténtico se diluye entre las bambalinas de lo cotidiano intrascendente. Necesita el yo abismarse en sí mismo para esencializarse y autoidentificarse: para hallar el paraíso del sosiego, el secreto seguro y deleitoso, el íntimo lugar del regocijo. Se precisa una ascesis vital y expresiva.
Como digo, no es la aquí recogida una nómina de autores, sino de poemas que ni siquiera pretenden ser representativos de quienes los construyeron: significa que el criterio es el de la densidad lírica, no el de la congregación o dispersión autorial, generacional, grupuscular. Y tampoco es estrictamente una relación de poemas, sino de algunos que tratan el tema de la vida retirada: la alabanza de la aldea del corazón, no de la aldea global (que, en mi opinión, tanto daño hace a la poesía con su mester urbano, juglaresco de lo frívolo y estupidizante). No hay aquí una musa con vaqueros, ni con esmoquin, ni hay saltimbanquismos dictivos, ni filosoferías, ni populachismos, ni praxis en los taxis o en los bares, ni florilandias de versofagiadores.
Es este un libro de poesía meditativa. Y quien medita sobre lo intuido en un asalto de la irracionalidad más celestial necesita el apartamiento, el ensimismamiento, el silencio interior en el que solo se oye el pálpito sin verbo, la inefabilidad de quienes callan aunque el tráfago del mundo los empuje o arrastre hacia la muchedumbre.
Antonio Moreno (impulsado por Josep María Asencio) ha recogido 50 obrecillas de estirpe frailuisiana que se les han ido cayendo de las manos a sus autores porque habían vivido calladamente, retiradamente, con el corazón, y luego con la pluma, lo que escribían: poemas vislumbradores de la experiencia interior en busca del locus amoenus apenas apresable. Detrás de tales textos están los mundos de Horacio, el menosprecio de corte de Antonio de Guevara, Fernández de Andrada, Luis de León, Yepes... reciclados por el matiz y estilo de cada autor, asomado aquí siempre, en mayor o menor medida, al espiritualismo abisal.
En verdad, poca distancia existe entre la experiencia mística y el estremecimiento y fascinación de Einstein al contemplar la fuga cósmica, las líneas de fuerza de Faraday, los vórtices del firmamento de Van Gogh o el 3º movimiento de la Novena de Beethoven: todos son éxtasis, clarividencias de la plenitud. Ninguna diferencia hay entre la semilla artística de Miguel Ángel, Wagner, Dante, Freud … Solo cambia la estrategia del lenguaje: verbal, musical, plástico… Todas estas "visiones" tienen un factor común: necesitan un espacio interior e incompartible, un alejamiento del mundanal bullicio para oír su voz, un silencio íntimo en el que percibirlas. Necesitan el saber ver de quien las mira. Y este saber ver exige una vida callada en la que se gesta y se expresa su revelación. Y eso es lo que convierte en adyacentes estos poemas y da unidad a la antología: son aproximaciones a la clarividencia del yo edénico.
Un libro, pues, este de renuncia y desasimiento, definitorio del íntimo silencio (es decir: de la contemplación para la revelación), de esos instantes en los que, a pesar de todo, se hace verbo la mística y brota su vagido. Una defensa, casi un manifiesto, del hombre todavía metafísico (y, quiero creerlo, condenatorio del ruido del mundo y las poéticas del día a día). He aquí los nombres de sus sentidores (creo que el antólogo no debiera haber renunciado a incluir un texto propio) en el orden en el que aparecen en el índice: Corredor-Matheos, Gil-Albert, A. Trapiello, A. Valverde, Sánchez Rosillo, E. Baltanás, González Iglesias, A. Crespo, J. L. Parra, Ada Salas, M. López-Vega, E. García-Máiquez, A. Cabrera, J. L. Vidal, A. Colinas, A. Carvajal, J. A. Valente, A. Gracia, C. Rodríguez, V. Valero, Benítez Ariza, E. García, L. Oliván, J. Rubio, J. M. Álvarez, C. Simón, V. Gallego, Miguel d'Ors, R. Molina, J. V. Piqueras, Rodríguez Marcos, T. Segovia, Pérez Leal, M. Míguez, A. Neuman, J. A. Muñoz Rojas, C. Marzal, A. García, L. Rosales, J. García-Máiquez, Sánchez Robayna, J. C. Llop, R. Guillén, Susana Benet, F. Brines, J. Mateos.