es, gran señor, que leáis,
discernir el bien del mal.
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I
El Génesis prohíbe a Adán saber,
y su desobediencia es castigada
con la expulsión del fértil paraíso
y la infelicidad de la existencia.
En Egipto, Tahótep decretó
que el hijo no supiera más que el padre,
estancándose así el conocimiento.
Porque enseñó a pensar, Sócrates fue
asesinado mediante el suicidio.
Hipatia fue violada con el filo
de estriadas caracolas, desmembrada
y quemada por renovar la ciencia.
Arrancados los dientes y la lengua,
Giordano Bruno fue quemado vivo
por ese instinto de renovación.
Luis de León, por dar a conocer
el hermoso Cantar de los cantares,
padeció cinco años de prisiones.
La Gran Inquisición daba la muerte
a quienes cuestionaban sus dictados…
¿Acaso aquel que quema a un hombre sabio
no está quemando una biblioteca?
¿Por qué este universal miedo al saber?
II
Suele olvidarse que una de las grandes
tragedias de la Historia es la creación
del Índice de libros prohibidos.
¿Por qué se han perseguido la escritura
y la lectura durante milenios?
¿Cómo el libro, nacido para dar
luz al entendimiento puede ser
condenado a la hoguera, exorcizado
como si de un demonio se tratase?
El libro es el notario de la historia,
el que muestra, implacable, la existencia,
los aciertos y errores de los hombres.
Ya Voltaire achacaba tal condena
a que el libro disipa la ignorancia,
que es la gran aliada del poder.
Y Petrarca afirmó que el poderoso
solo desea que el saber perezca.
Fue Confucio quien propugnó la idea
de que el mérito está en saber y es este
el digno de respeto, no el linaje:
donde hay educación no hay sumisión.
Pues, como ya nos anunciaba Séneca,
la única libertad la da el saber.
He ahí el porqué de que los gobernantes
den la felicidad del “pan y circo”
-la que satirizaba Juvenal-
a la gran muchedumbre, aprovechando
la tergiversación de algunas frases
(no hay vida más feliz que la de aquel
que no sabe pensar, escribió Sófocles;
la ignorancia nos da felicidad,
dijo Milton por voz de Lucifer).
Rousseau deduce, así, una consecuencia
de ese letal estado de ignorancia:
el hombre nace libre y, sin embargo,
encadenado vive en todas partes.
Y es que en cualquier lugar y en todo tiempo
la ignorancia convierte al hombre en siervo,
mientras que solo quien comprende es libre
y transforma el destino en voluntad.
III
¿Cuál es la voluntad del hombre histórico?
El origen del hombre tiene un punto
de partida creciente: la conciencia
de la mortalidad de cuanto existe
y la concienciación de que debía
legar cuanto aprendiese como huella
de su propio existir y como germen
de aprendizaje de sus descendientes.
Hace un millón de años que el lenguaje
inició un balbuceo universal,
y un centenar de siglos que encontró
modos de convertirse en escritura.
Primeras transmisiones del saber
pueden considerarse la palabra,
la pintura rupestre, el pergamino,
la lectura más ágil ambrosiana,
la invención luminosa de la imprenta.
Se trataba de renovar ideas,
de publicarlas y de difundirlas.
¿Extraña que el buen monje san Ambrosio
abandonara la lectura oral
porque con su lectura silenciosa,
evitando la gesticulación,
leía cuatro veces más deprisa
y aprendía, por tanto, mucho más
para tratar de comprender mejor?
¿Nos extraña que Gutenberg pusiera
sobre el papel cuanto los humanistas
rescataban de entre la Antigüedad?
El mundo en que vivimos es la herencia
de la gran tradición de esa escritura
voluntariosa del aprendizaje,
y nuestra vida es la que nos forjamos
con los conocimientos que adquirimos.
Porque, afirmaba Kant, somos nosotros
los constructores de la realidad.
Con permiso de Ortega, pues, digamos:
yo soy yo porque creo mis circunstancias.
Por eso hay que negar a David Copperfield
cuando comienza así su biografía:
Si seré o no seré el protagonista
de esta historia no puedo decidirlo….
Y es que las decisiones deben ser
la huella dactilar de nuestro espíritu;
ya que el destino es concatenación
de causas y de efectos, de manera
que si pulimentamos su engranaje
con el conocimiento no habrá azar
ni terrible ananké que nos someta:
seremos causa de las consecuencias
haciendo nuestro todo aprendizaje;
y seremos nuestros protagonistas,
pues no hay destino, sino voluntad.
IV
¿Ejercitamos nuestra voluntad
o hemos matado el ansia de saber?
Suele decirse que este es el mejor
de los mundos posibles, el que han hecho
la inercia evolutiva y, tal vez,
también la voluntad. En cualquier caso,
¿en qué hemos convertido la existencia?
¿Es el progreso el gran depredador
de la cultura clásica y ya somos
idólatras de un mundo que murió?
Los griegos adoraban a Aristófanes.
El público del siglo XVII
aplaudía a Molière y a Calderón.
¿Por qué no se conocen hoy sino
porque el saber está desprestigiado?
¿Dónde están Miguel Ángel y Leonardo?
¿Habremos exiliado al fértil hombre
renacentista? ¿Vamos a un futuro
más humano o tan solo más banal?
¿Avanzamos en humanismo y ciencia?
¿Deshumaniza la tecnología?
¿Podemos alterar el devenir?
¿Puede el conocimiento mejorarlo?
La humanidad no sabe a dónde va,
pero empieza a saber de dónde viene;
y debiera empezar a prevenir.
No es verdad que el pasado siempre sea
mejor que cada instante que vivimos.
El pasado es la prosa cotidiana
con la que sublimamos cuanto muere
y escribimos su exégesis poética.
Todos nos preguntamos el porqué
y el para qué de nuestras existencias.
Todos necesitamos comprendernos
y comprender el mundo en que vivimos.
¿No debiéramos todos conocer
la escritura solar del universo exterior
y el jeroglífico íntimo del hombre?
¿Quién no querrá saber cuál es su origen?
¿Quién no ansía saber lo que le espera
cuando se ha convertido en un cadáver?
Si para todo viaje hay que llevar
el mejor y más sólido equipaje,
la maleta del viaje de la vida
debe llenarse con conocimientos
que procuren templanza y sensatez:
porque el saber potencia las virtudes
y el anhelo de autosuperación.
V
He aquí ejemplos de autosuperación:
mientras espera ser guillotinado,
Condorcet, en lugar de derrumbarse,
se dedica a escribir -solo porque
si hay igualdad habrá felicidad-,
la Historia del progreso del espíritu.
Messiaen, entre el horror del campo nazi
de Silesia, compone su Cuarteto
para el fin de los tiempos, atrapando
la eternidad en el apocalipsis
del furor más dantesco de los hombres.
El gran Alfonso El Sabio con la Escuela
de Traductores de Toledo puso
casi todo el saber ante la España
y la Europa del mundo medieval.
De todas las culturas amerindias
que destruyeron los conquistadores
tan sólo conservamos cuatro códices
aztecas y tres mayas. Sin embargo,
Bernardino de Sahagún salvó
de la masacre azteca cuanto pudo,
y sólo conocemos sus rescates
de aquella fértil civilización…
Autosuperación que hizo escribir
un día al nobilísimo Cantero:
Guarda en tu biblioteca buenos libros,
mas guárdalos primero en tu cabeza.
Y Don Quijote, sentenciosamente,
advierte a Sancho Panza: No es un hombre
más que otro si no hace más que otro.
¿No acaba así con las aristocracias
e impone la nobleza del esfuerzo?
La estatura de un hombre no termina
allí donde termina su cabeza,
sino allá donde llega con su mente.
Hay que aprender a cuestionar el mundo
y a construirnos nuestro mundo propio.
VI
El buen lector se apropia de la Historia
y de cuantos, como él, van construyéndola.
¿Por qué leer sino porque leyendo
aprendemos sobre nosotros mismos
y no hay precio para ese aprendizaje?
Ama el conocimiento como un ciego
ama la luz, dejó escrito Flaubert.
Quien abre un libro está tocando a un hombre,
advirtió Whitman y admitió Unamuno.
En el bosque auroral de la cultura
hay hombres que son libros que son vidas.
Si cada vida enseña una experiencia
y tan solo vivimos una vida,
vivamos las de todos en los libros,
pues cada uno es una vida escrita.
Seamos egoístas del saber.
¿Quién no vive la Historia con Heródoto?
¿Quién no amará los viajes con Ulises,
con Eneas y con los argonautas?
¿Quién no aprenderá a amar con Melibea,
con “Werther”, con Ovidio, con Rostand?
Aquel que quiera mitigar sus celos,
¿no ha de aprender de Otelo y de Castel?
¿Quién no sabrá tratar con su conciencia
tras dialogar con Hamlet y Raskólnikov?
¿Quién no amará la vida al descender
de La montaña mágica, de Mann?
¿Quién, para consolarse de la muerte,
no hará suyo el sofisma de Epicuro,
y las acotaciones de Lucrecio,
para burlar su asedio interminable?
El sufridor de la melancolía,
¿no ha de encontrar antídotos en Emerson
y su entusiasmo por la realidad?
Quien quiera ver los riesgos del futuro
asómese a George Orwell y Aldous Huxley.
Quien persiga la dicha que conjugue
humanismo, idealismo y cientifismo.
El que luche contra la adversidad
y busque hallar un cielo en el naufragio
de esta tierra de todos los infiernos
tome ejemplo de Robinson Crusoe
y halle su isla interior luisianamente.
Pues la existencia es un laberinto
cuya única Ariadna es el saber;
y el buen saber consiste en liberarse
del dolor sin sufrir la idolatría
del placer: el desapasionamiento,
la amable, la feliz circunspección,
el plácido equilibrio emocional.
VII
Si la finalidad de la existencia
es ser dichosos, ¿qué necesitamos?
En este mundo en que vivimos, todos
intervenimos con nuestras conductas,
con nuestro ser y estar, y todos somos
como pequeños dioses de este mundo.
¿Por qué no hacerlo amable y solidario
con cuanto nos ayuda a construirlo,
que es el limpio tesoro del saber?
El mundo es como es porque ya otros
se esforzaron en mejorar su imagen.
¿Cómo se ha comenzado la igualdad
de la mujer, las razas y los pueblos
sino accediendo a la sabiduría?
¿Por qué sino porque el saber demuestra
la legitimación de la igualdad?
Reconozcamos la primera ley:
hay sólo un bien: y es el conocimiento;
existe sólo un mal: es la ignorancia.
Y los más admirables son aquellos
capaces de apropiarse del saber
de cuantos fueron sabios y legarlo
como nueva semilla del futuro.
Así es como entendemos esta frase:
Si pude ver más lejos fue mirando
desde hombros de gigantes, dijo Newton
admitiendo la deuda que adquirimos
con quienes nos transmiten sus saberes.
En este mundo en el que todos mandan
o pretenden que hagamos lo que ordenan,
tan sólo es libre aquel que aprende y sabe
regirse por su propia voluntad;
ser libre es elegir con sensatez;
la sensatez repudia la ignorancia;
luego la libertad la da el saber:
y sólo halla la dicha quien es libre.
Hoy quien no aprende es porque desprecia
la solidaridad, porque ya dijo
Lupercio Leonardo de Argensola:
los libros han ganado más batallas
que las armas, pues el conocimiento
siempre impone la ley de la justicia.
Somos nuestro progreso: la esperanza;
y abandonar la vida sin dejarla
más hermosa que cuando la encontramos
es el más inmoral de los delitos.
Y sabed: nadie nace impunemente.
VIII
Si todo nuestro mal proviene de
nuestra incapacidad para estar solos,
como quiere que sea La Bruyère,
no hay amigo que dé más compañía
que el buen libro, que habla con nosotros
o calla, si queremos el silencio.
Y en verdad que en el páramo social,
frente a la adversidad y el infortunio,
no hay mejor panacea que sentir
el placer infinito de leer.
Porque considerando que el mayor
enemigo del hombre es la congoja
de no hallarle sentido a la existencia,
un libro es más valioso cuanto más
nos alivia la angustia de vivir
o incluso nos alegra la conciencia
de que somos mortales e indefensos.
Y por eso, a pesar de las torturas,
persecuciones, muertes y ostracismos,
el hombre se sumerge entre legajos,
códices, pergaminos, manuscritos:
para que el universo se comprenda
con la razón y con el corazón
y la vida sea un mundo solidario
en el que resplandezca la alegría
por ser dueños de nuestras existencias.
Quevedo, pues, prefiere retirarse
del mundanal bullicio y sus mentiras
con pocos, pero doctos, libros juntos
para, como Descartes, conversar
con las plumas egregias del pasado
y acumular, así, sabiduría
con la que alimentar cualquier futuro.
Y Lope, al fin, elige como amantes
dos libros, tres pinturas, cuatro flores.
Montaigne, Stendhal, Proust, o Dostoiewski
nos enseñan el yo individual;
y el yo social, Galdós, Dickens o Hugo.
Tal vez no ha retratado nadie el múltiple
rostro del hombre como William Shakespeare,
el gran comprendedor del alma humana;
todos sus personajes son personas
intemporales y de cada tiempo,
paradigmas de anhelos y fracasos.
Tiene rostro de libro el hombre, tiene
innumerables páginas el mundo.
IX
Pues, ¿y esos otros libros que son cuadros,
músicas, esculturas, monumentos?
¿Qué son sus armoniosas geometrías
sino un puñado de materia humana
desgajada del tiempo, levitante
en la conciencia frágil de los siglos,
esperando encarnarse en nuestra mente?
¿Quién no descubre un universo heroico
al iniciarse el si bemol mayor
que fluye por el Rhin como un presagio
de la Tetralogía wagneriana?
¿Quién no hallará los místicos acordes
del firmamento oyendo La Novena
del sordo que escuchó la inmensidad?
¿Cómo no conocer el propio infierno
al mirar El jardín de las delicias?
¿Y el gran libro de la Naturaleza,
donde estalla la luz de lirio y rosa
desde el amanecer hasta el ocaso
según desamanece hacia el crepúsculo?
Aquellos que condenan cualquier arte
por ser un lujo o por su irrealidad,
digan si el estallido de Hiroshima
ha despertado más conciencias que
La libertad guiando al pueblo, o bien
Los comedores de patatas, o
el solidario Himno a la alegría.
Cuántos hombres han compendiado el mundo
en su verbo, su música o pintura.
Ellos son nuestro mágico equipaje.
Quién supiera cantar las excelencias
de la página escrita, caudalosa
en claros y fecundos sortilegios.
Imaginemos: qué esforzados ojos
los de quienes dedican su existencia
a leer, a pensar, a reescribir
la verdad tantas veces mutilada.
Ved al autor: la pluma pensativa
traduciendo a palabras cuanto sabe;
y observad al lector, transfigurándose
cada vez que abre un libro en una página
en la que el mundo escribe su aventura.
Los ojos sorben la palabra escrita,
el oído interior le pone música,
el olfato halla un mágico perfume,
la mano se extasía con el tacto
y la mente comprende el paraíso.
En un libro retumban los orígenes,
el canto de los pájaros, la piedra,
el menhir y la lluvia, los océanos
constelados del cielo, los enigmas
y su desciframiento, el manantial,
la identidad del hombre y la memoria
del mundo: la existencia innumerable
que resucita en la posteridad.
En ella está el pasado, y el futuro,
y en ella late ya la raza cósmica
con letras de diamante y simetría.
Estamos hechos de insaciables ansias
de trascendencia e inmortalidad:
y solo el libro es la reencarnación
de nuestros atavismos y esperanzas.
XI
¿Cómo reconocer la voz excelsa?
Si bien se considera, un libro es
un microscopio para ver el yo
y un catalejo hacia la sociedad.
Un buen libro es aquel en que leemos
lo que sentimos pero no logramos
escribir, es aquel que nos parece
estar escrito por nosotros mismos
porque refleja nuestras metafísicas.
Un buen libro es tan solamente aquel
que no queremos que se acabe y del que
salimos mucho más inteligentes,
más sabios de nosotros y del mundo,
necesitados de reabrirlo porque
nos enriquece sin envilecernos
con sus superfluidades ingeniosas.
Es la más poderosa arma pacífica,
pues no destruye, sino que construye;
y así, el más sabio es el mejor armado
para las contingencias de la vida.
XII
¿Cómo legar cuanta sabiduría
acrisolan los hombres tras milenios
sino con el ejemplo y la enseñanza?
No es buen legislador quien no legisla
primeramente sobre educación,
dice el legislador griego Licurgo.
¿Qué podemos saber, qué debo hacer,
qué nos espera y qué cosa es el hombre?
son las cuatro preguntas capitales
que hace Kant: ¿qué podemos responderle?
¿Que el hombre es solamente un ser que espera
y lo que debe hacer es aprender
para encontrar respuesta a sus preguntas?
Si un hombre es solamente lo que sabe,
como afirmaba Bacon sabiamente,
¿nos despreocuparemos del saber?
Las tres primeras universidades
-La Academia, El Liceo y El Jardín:
Epicuro, Aristóteles, Platón-
encontraron sus métodos ¿Cuál de ellos
nos servirá después de tantos siglos?
¿Cuál será nuestro punto de partida?
¿Unir la distracción y la instrucción
al modo de Platón y de Propercio?
¿Educar para el aula de la vida
como quiso Aristóteles y luego
insistió con firmeza Sigmund Freud
con su Educad para la realidad?
¿Recurriendo al diálogo cordial
que practicaban Epicuro y Sócrates?
¿O, en fin, mostrando, como quiso Einstein,
que la enseñanza debe recibirse
como un regalo y no como un castigo?
El buen educador convierte en fácil
el tema más difícil, y no existe
mejor institución que la del libro.
Carlyle ya escribió hace mucho tiempo:
no hay universidad mejor que una
pequeña colección de grandes libros.
Mas todo libro, como todo viaje,
necesita un sensato cicerone.
¿Y quién no anhela ser el profesor
que soñaba tener cuando era alumno?
¿Enseñamos el mar y las montañas,
o solamente cruda Geografía?
¿Enseñamos Historia o sólo fechas?
¿Antes que la noción, la percepción?
¿A razonar o a memorizar?
¿Al hombre que hay detrás de cada libro
o nada más que títulos y análisis?
¿Que la ciencia y la técnica prolongan
el impulso humanístico del hombre?
¿Que el pensador idea la utopía
y el científico intenta realizarla?
¿Mostramos que en el hombre no hay más alta
pulsión que la del Arte porque en él
sigue viviendo contra toda muerte?
XIV
La Historia y el Relato nos revelan
el tiempo y el espacio en que vivimos;
mediante la Poesía comprendemos
la intimidad humana, ajena y propia;
y la Filosofía ordena el caos
en que razón y fe suelen caer;
la Ética y las Leyes nos corrigen
cuando nos desviamos; y la Física,
como las Matemáticas, rubrica
cada hallazgo de que es capaz la mente.
Familia, educación y sociedad
forman el trío que construye el mundo.
Cuando cambia una de ellas todo cambia.
¿Se han distanciado educación y vida?
¿Por qué el infante, que es todo preguntas,
deja de preguntar dentro del aula,
dejación que le crece con los años?
¿Será que no le importa lo que escucha,
que no afecta a su sensibilidad?
Antes que alumno, es este una persona:
y hay que pulsar sus ansias personales
convirtiéndolo en un protagonista
de cuanto ha de aprender, aunque sea ajeno,
porque solo lo propio nos importa.
Todo concepto es un pensamiento
nacido de ordenar los sentimientos:
y no podemos aprender aquello
que no sentimos como vida propia.
XV
Transmitir la cultura, o la belleza,
sin enseñar primeramente a amarla
es, como toda imposición, un yerro.
De nada sirven las erudiciones
si no las convertimos en premisas
que nos conduzcan a la comprensión.
Mejor que saber más es saber bien.
Ya admitió Erasmo que es gran necedad
aprender lo que luego hay que olvidar,
tal vez pensando en las erudiciones
con las que se enmascara la incultura.
Hay que enseñar primero las esencias;
luego, tal vez también, las circunstancias.
Nada puede aprenderse si primero
no sabemos por qué se ha de aprender.
El primer postulado educativo
es mostrar el deleite de saber
y la necesidad de la cultura
para nuestra existencia y las ajenas:
que el saber es la única palanca
de Arquímedes para cambiar el mundo.
Que el saber es la única moneda
con divisas en todos los países.
Enseñar es sembrar curiosidad
por cosas trascendentes, y saciarla:
tallar premisas que hallen conclusiones
porque aprender es siempre un silogismo.
Educar: despertar curiosidad
por el aprendizaje, no imponerlo.
XVI
Aquellos que pretenden acabar
con la cultura olvidan, contumaces,
que el ansia de aprender, la voluntad
de saber, es tan firme y poderosa
como el instinto de supervivencia
y la curiosidad connatural,
genética, insaciable y progresiva.
La prohibición es una invitación
a conocer cuanto se nos prohíbe.
El hombre necesita prolongarse,
aventurarse en retos, expandirse;
el hombre necesita la creación
y, para hallarla, la sabiduría;
pues la creación consiste en darle un orden
al universo desencuadernado,
como dijera Dante en su Conmedia,
imaginando el cosmos como un libro
-que, según Galileo, solamente
podría descifrarse en plenitud
con el lenguaje de las matemáticas-.
Basta aprender responsabilidad
para que todo ocurra como debe:
saber para encontrar identidad.
¿Resulta extraño que Alejandro Magno,
en medio de tragedias y conquistas,
releyese La Ilíada y La odisea
para ensanchar su mente altiva y ávida,
como alumno que fuera de Aristóteles?
¿Extraña que en el siglo XVI
Lucrezia Squarcia, prostituta errante,
guardase entre sus faldas ejemplares
de Petrarca, de Homero y de Virgilio
con los que descansar de sus fatigas
buscándole sentido a su vivir?
XVII
Para acabar, regreso hacia el principio:
si saber es hallar identidad
en este mundo sin identidades,
quien quema libros quema las conciencias
que pueden renovar lo establecido.
He aquí otros verdugos del saber:
Platón llegó a quemar cuantos escritos
contradecían sus proposiciones;
Shih Huang-ti acabó con la lectura
haciendo arder los libros de su imperio;
condenó Diocleciano al fuego todos
los libros de la inerme cristiandad;
los cristianos quemaron tres millones
de libros en sus muy Santas Cruzada;
los nazis arrancaron de la Historia
las páginas que no les convenían;
el saqueo de las grandes bibliotecas
de Alejandría y Sarajevo han sido
el gran memoricidio universal;
y si conjeturamos el mañana,
en Farenheit, de Bradbury, los libros
son quemados y sólo la memoria
de algunos hombres salva su usufructo,
convertidos en libros, como había
anotado Gracián ya mucho antes.
¿Por qué este universal miedo al saber?
No parece difícil la respuesta:
los libros nos enseñan a pensar,
a cuestionar el mundo y sus doctrinas;
y pensar es un acto subversivo
contra la maquinaria del poder,
que empuja siempre a la docilidad
y prohíbe, por ello, todo cuanto
invita a liberar el pensamiento.
Pues pensar es dudar de las verdades
para encontrar una verdad mayor.
Por otra parte, surge otra pregunta:
¿Por qué los constructores del futuro
y quienes buscan la verdad sin límites
afrontan las torturas y la muerte
llevados por su amor a la lectura,
si conlleva fatal persecución?
Tampoco la respuesta es complicada:
Queremos ser felices, por lo cual
debemos aprender a convivir
con nosotros y nuestros semejantes,
lo que exige saber, reflexionar
para elegir lo bueno para todos
y encontrar un edén sin servidumbres:
porque el error, en una democracia,
también lo legitima el ciudadano;
y, si no acierta, el pueblo se convierte
en la más execrable dictadura.
¿Y cómo puede derrocarse a un pueblo
cuyo criterio es la contumacia?
Sin un orden social no hay equilibrio
emocional, sosiego, vida plena.
No hay ciencia o pensamiento innecesarios
para la íntima paz y convivencia.
Por el contrario: quien no sabe tiene
asegurados todos los naufragios.
¿No es, pues, causa causal el buen saber,
es decir: una buena educación?
¿No nos debemos al conocimiento?
XVIII
Si yo tuviese que partir la Historia
en dos mitades, la dividiría
no en dos períodos consecutivos,
sino en dos concepciones simultáneas
y opuestas padecidas por el hombre:
la primera sería la de aquellos
que anhelan comprender, y la segunda
la de quienes condenan el saber.
Recuerdo algunos otros testimonios:
La Utopía de Moro, ¿qué nos dice?
Y los Viajes de Gulliver, de Swift,
¿qué son sino reproches a esta vida
y miradas a un mundo más feliz?
El platonismo condenó al poeta,
y el comunismo encadenó al artista
(el arte y la poesía siempre sueñan
con un mundo mejor que el del Estado:
no hay dictadura allí donde hay cultura).
Entre tanta condena y tanta exégesis,
¿Qué libros salvaremos de un incendio
nuclear? No aquellos que ayudasen
a reconstruir la civilización;
pero sí la cultura: aquellos que
nos recordasen el esfuerzo humano
y sus momentos álgidos, y al menos
un catálogo breve de hecatombes
que permitieran acordarnos siempre
que es más fácil el yerro que el acierto
y no es nuestra la infalibilidad.
XIX
No hay mejor talismán que el de los libros:
por ellos el cerebro es la mayor
biblioteca del cosmos: el oasis.
Muchos son los que en sus ensoñaciones
ven en la biblioteca un paraíso.
Confiesa Borges, como un don supremo:
Yo, que me figuraba el paraíso
bajo la especie de una biblioteca.
E indica Osho: para ser feliz
haz que tu casa sea una biblioteca… .
Si tienes biblioteca con jardín,
escribió Cicerón, lo tienes todo… .
Sólo he encontrado la felicidad
al lado de un buen libro, dijo Kempis...
Y es que, a pesar de las contraculturas,
en un lugar de un libro siempre espera
una frase salvífica que otorga
sentido jubiloso a la existencia:
una razón para seguir viviendo.
Posdata:
XX
Y no quiero acabar sin añadir:
¿Qué podría decirle a un estudiante
en este mundo en el que todos somos
alumnos expectantes de la vida?
Son seiscientas cincuenta y cinco mil
horas las que vivimos, de promedio.
Restémosles infancia, adolescencia,
un tercio para el sueño y otro tercio
para el trabajo. Todavía quedan
ciento setenta y cinco mil doscientas
horas de vida libre, ociosa, nuestra.
¿En qué las ocupamos sino en tedios
repetitivos que nos importunan?
¿De verdad nos sentimos satisfechos?
¿Cómo es posible en una sociedad
en la que el tiempo es oro, malgastarlo?
Para la dejación que aflige al mundo
sólo vislumbro una salida digna:
hay que inculcar la autointerrogación:
en todas partes a donde llegamos
hay un bosque de libros como frutos
madurados por hombres que aprendieron
a construir estantes en su mente
para que su experiencia nos sirviera
de mapas en el viaje del vivir.
¿Cuántas personas se comprenderían
y solucionarían sus conflictos
si supieran que lo que les ocurre
está descrito ya, y solucionado,
en tantos personajes prototipo
de tantas páginas que hubiesen sido
sus mejores y expertos consejeros?
En cambio, quienes, libres, se dedican
al silencioso estudio se lamentan
de que a lo largo de su vida apenas
pueden leer, y casi a vuelavista,
tan sólo diecinueve mil cien libros.
No tenemos por qué ser sabios todos.
Pero a ese estudiante le diría:
que nunca te domine la ignorancia;
antes de que el poder piense por ti,
deja que en tu interior piensen los libros
hasta que encuentres un criterio propio.
-----------------------------------------
Verdad es que también hay malos libros.
Incluso los autores más ineptos
hallan lectores que se les parecen.
Pues ya desde Pitágoras sabemos
que la suma integral de los catetos
es lo que hemos llamado muchedumbre.
Si admitiéramos que el factor común
de la humanity es la mediocridad,
aceptaríamos sin inculpaciones
que en nuestra sociedad, muy tristemente,
todos tienen derecho a la cultura
y pocos lo convierten en deber;
que sólo existe el adocenamiento;
que emergemos al mundo, lo sentimos,
lo transformamos en ideas y
lo vivimos como una realidad
que nos parece igual a la de todos,
pero es distinta para cada uno.
Nos une el inconsciente colectivo,
lo que tenemos de alma universal;
nos separa la íntima conciencia
que hemos desarrollado con saberes
o entumecido con nuestra ignorancia.
No existe el mundo; existe la experiencia
que tenemos de él: lo que aprendemos.
Lo demuestran las listas de best-sellers:
sobre lo sustancial triunfa lo efímero
porque la muchedumbre es epidérmica;
aunque el tiempo rescata las verdades
y muestra que el best-sellers más auténtico
es Homero, y Virgilio, y es Boccaccio,
y es Velázquez, y es Shumann, y es Etcétera.
Si un autor de hoy leyera libros clásicos,
el lector leería los modernos
sin padecer atrofia cerebral.
Ya Fogazzaro censuraba que
en los tiempos de La Fontaine hablaban
los animales; hoy también escriben.
Porque hoy hay solo un libro: La Pantalla;
y en tal libro está escrito: “no leerás”.
Hasta el mismo Cervantes, que es modelo
de templanza, empuja hacia la hoguera
cuantos libros nos insensibilizan
para apreciar la voz universal.