INSULA
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Misceláneo. Número 595-596.
Julio/Agosto |
ANTONIO GRACIA/
UNA POÉTICA PARA JUAN GIL-ALBERT
todo lo que anhelé y que no he
vivido.
Un alto muro a veces me separa
del mundo.
La actividad literaria de JGA nace de su inactividad social. Su radiografía
mental puede ser esta: 1) se reconoce distinto (clase social, cultura,
sensibilidad sexual...); 2) se aísla por ello; 3) tal aislamiento es una
defensa, una coraza frente a los otros —lo ajeno—; 4) pero también es una
automarginación; 5) que conduce a una marginación condenatoria del
mundo; 6) y que encuentra una reciprocidad marginatoria; 7) el autoexilio,
el enclaustramiento, la contemplación son las consecuencias; 8) la
aceptación del paraíso perdido, la literatura como mundo sustitutorio de la
realidad huida y la muerte considerada como reciclamiento de otra vida,
son los resultados. 9) El autocontemplativismo y la contemplación de «lo
otro», que no existe más que cuando entra en el ámbito de su mirada,
conforman su identidad.
El ocio
El ocio es una consecuencia del desahucio interior, precisado de una
liberación mediante la escritura, a través de la cual el ocio se convierte en
la única tarea y también en la premisa reflexiva de que la primavera juvenil
es el único edén y la vejez un acabamiento de la vida al tiempo que una
preparación para otra existencia. La misteriosa presencia de lo irreal
fascinador deviene las transformaciones a que la vida, como meta-física,
está sujeta. Porque la vida se muere: la juventud es un tránsito y una
belleza que hay que renovar; por eso la vejez, más que una senilidad, es la
antesala de la palingenesia, y la muerte su bautismo. La muerte es «esa
sombra / de un mortal ya dichoso» («La fidelidad, VI»). El amor inicial a
la vida —abortado— germina el «Amor, amor, amor, amor, amor»
(«Anacreonte o el enamorado») y concluye en el quevedesco «polvo
amoroso, olvido eterno» («Balada»). La aceptación y la celebración de la
vejez (como plenitud y desciframiento de la identidad) es paralela a la del
enciclopedista, cabalista del verbo y creador de universos literarios Borges
el memorioso: «La vejez (tal es el nombre que los otros le dan) / pueder ser
el tiempo de nuestra dicha... Pronto sabré quién soy.» Y el amor redentor,
más poderoso que la muerte, está presente en Salinas: «Por ti creo / en la
resurrección, más que en la muerte.»
Convaleciente de ilusiones ha sido siempre JGA. El ocio es un descanso
del desencanto, y el lujo de la escritura una serenidad en el desasosiego. Al
saberse apartado del mundo, decide apartarse de él. Rehuyó el mundanal
ruido porque se acomodó, después de la consideración del fraude de la
existencia y de la primera fuga en busca del acomodo de la soledad como
refugio ante el adverso mundo, a una estabilidad que podía ser perturbada
por cualquier seísmo emocional o brisa exterior. Porque cuando
escondemos el espejo —los otros— podemos creer que somos como nos
sentimos, no como nos reflejamos. Así que el mundo queda para mirarlo,
no para que nos mire: de las ideas o pasiones ajenas sólo toma como
compañía la de los libros, que se pueden cerrar cuando perturban. Pero esa
decisión voluntaria o inconscientemente asumida conlleva la deserción de
lo más preciado y que, no obstante, ciegos en la huida del fracaso,
despreciamos o abandonamos: la misma vida —cuya negociación
imposible, o su reverso, se persigue en la página, la partitura, el lienzo—.
Esclarecedora es una frase dicha en conversación a J. C. Rovira (Fuentes
de la Constancia, Cátedra, p. 28): «viví sin que nadie me molestara». Y en
Crónica General (vol. I, p. 183): «Vivir ha sido para mí recibir
sensaciones.» Igualmente en la Introducción a FC: «Reintegrado a mi
tierra, y más que nunca en diálogo silencioso con ella, no con sus
hombres...» Apartamiento, pasividad. Porque su íntima esencia es la de
«una incierta / vocación de vivir ensimismado / dejando hacer al tiempo»
(«Concertar es amor, XLV»). Difícil es, así, no caer en el autismo
torremarfilista. El mundo no existe en Gil-Albert más que como en la
caverna platónica: lo que ocurre fuera no le interesa. Con el tiempo, el
inicial egocentrismo defensivo será una egolatría autoestimativa, y el
individualismo insolidario una fraternidad intelectualizada. Había partido
de una concepción —mejor: percepción— catastrofista inductora de la
misantropía: y acaba, huyendo de los hombres por temor a cada uno en
concreto, hallando y amando —deseando, necesitando— al hombre como
abstracción. Refugiado en su mismidad, atrincherado en su mente, recuerda
que será sólo un recuerdo cuando muera; y se acuerda entonces que
aquellos que lo recordarán: «sola está el alma sola en su proceso / de vida y
muerte... pero cómo olvidar / lo que es más dulce, acaso, que la vida: / la
humana convivencia» («Lo póstumo»).
Una «mortal ilusión»
Su realidad, que percibe como verdad incuestionable, no existe más que en
su mente. Su evocación es la de un tiempo ido, no vivido, sino observado;
y el presente tampoco lo vive: lo escribe. Para lo mismo acontecer mañana.
Ha dedicado su vida a contar su vida no vivida; a no vivirla más que en
palabras. (Algo semejante le ocurre a la mayoría de los poetas creadores;
pero no sustituyen la vida, sino que la complementan con su verbo.) Ha
dedicado su vida a contarse para cantarse. Y, como Narciso, ha caído en la
página en la que se miraba: no para permanecer levitante, sino devorado
por ella. Es el instante en el que la paligenesia se cruza en su camino como
salvación, por continuidad, de la existencia como inmortalidad después de
la vida mortal concluyente en la muerte: «siente la muerte / como una
inevitable trascendencia» («Omnímodo»). «Todo avanza lentamente / hacia transformaciones infinitas...» («Las transformaciones»): esa continuidad en
la disolución, tal materialización de lo que se inmaterializa, la
reencarnación de lo que prevalece entre las muertes sucesivas constituye la
esperanza; lo que se es y lo que se fluye conjuntados (Parménides y
Heráclito hermanados en la moneda —el óbolo— de la existencia) son la
clave de la inmortalidad. Es la diversidad de la esencialidad, el estar en el
ser (el ser en el estar), lo que fluyendo vario permanece como fluido
estático: «Esta congregación que se disgrega...» («Las trasformaciones»).
Porque a pesar del timbre odesco e hímnico, la joie de vivre de JGA es —o
me parece— una sonrisa de las que quedan cuando la alquimia del cerebro
acaba su engañoso elixir de la alegría. Lo que realmente hay en esa euforia
es una «mortal ilusión» («Cincuentenario»). Tras la mueca jovial hay un
rostro severo que considera rostro la jovialidad y que se engaña cada vez,
lentamente, menos. «Ser un hombre, / un hombre escuetamente aunque
vencido» («El amor propio»), «Esta zona clemente del espacio / donde la
enfermedad se llama vida» («Los átomos»): la existencia sentida como
tragicidad, con algún «trastorno de placidez», es la exaltación eufórica de
quien descansa de un dolor unamuniano más que un júbilo vitalista, un
reposo en el tedio más que una cima de la alegría. El tiempo es una
melancolía; aunque el instante pueda ser un optimismo. Como Quevedo
(«sólo lo fugitivo permanece y dura») «sabe que sólo vive lo fugaz»
(«Omnímodo»). Así se entiende sin exasperación que sea un lujo estar
ocioso: sereno, olvidada la agonía de estar vivo. Estar ocioso es estar libre
para poder mirar, y entonces el contemplativismo es una profesión de fe
que tiene como plegaria y exorcismo la escritura. En lo que se refiere a su
exaltacionismo vitalista, Gil-Albert se comporta como un galanteador de la
naturaleza que coquetea con la grecolatinidad para piropear la
mediterraneidad: lejos de ser un activista, como Hernández, es un pasivista.
Se comporta con la vida como un amante que, ante la sensualidad de la
amada, la requiebra y corteja con palabras sin actos temiendo herir su
honestidad, que es lo que la dama quiere evitar precisamente porque la
carne no se sacia con piropos sino con el tacto de otra carne. Su actitud me
recuerda la anécdota de Neruda en la que cuenta cómo, en medio de la
noctambulia y bacanal, García Lorca permanecía ajeno, entre místico y
cándido, con ojos beatíficos y puros.
Apartado del mundo por distintos motivos, desde el alejamiento y la
soledad ejercita una misantropía a veces clandestina, a veces manifiesta.
«Cuando veo a los hombres sepultados / unos en sus trabajos y tormentos, /
otros en sus riquezas, infelices... / Qué solo el hombre / se siente en esta
selva indescifrable / con el nombre pomposo de cultura» («El pecado
original»), «La gran ciudad es selva y sólo selva» («Panorama»), «La tierra
es un ruido, el cielo calla» («Alegoria»). Versos significativos. Esa «selva»
es la que le lleva a reivindicar el ocio como sinónimo de fuga de la
contaminación social, como un infierno: para buscar el lujo de la
autenticidad, un paraíso, en un mundo en el que todos «fingimos
urbanamente al menos» («Tres cantos, II»). El autoostracismo (el refugio
en el rincón horaciano-luisiano) es la consecuencia de la identificación del
hombre social como «un ser ponzoñoso» («Bíblica»). ¿Es el ocio una paz y por eso un lujo? ¿Es ese sosiego el que sintió de niño en los lugares donde
nadie le contrincaba la serenidad? ¿Por eso la casa de campo y su
homónimo griego, el monasterio, es su nostalgia y su melancolía, su
proustiana recherche?
Grecia
Tales consideraciones le inducen a un particular «menosprecio de corte y
alabanza de aldea». La corte es la cultura espuria (la civilización
persecutora del dinero); la aldea, la inocencia, la primigenieidad (asible en
el enclaustramiento). La aldea sabia, no contaminada en su pureza, es
Grecia, el solar infantil, la infancia. En esos tres espacios mentales perdura
la inocencia, la genuinidad, como una ociosa inercia que deviene un
paraíso, un «lujo» de serenidad y ensoñación. Los cantos del «carretero que
cantaba», el «monasterio griego», la casa nostalgiada y elegiada, el arado
que el joven cabalgó... son voces que emergen desde ese paraíso perdido.
Y Quirón es la utopía inevitable: el conocimiento, la sabiduría. Los
pájaros, la siesta bajo el árbol en verano, el gorjeo de la naturaleza, todo un
beatus ille mental, un luisismo implícito (que se trasluce, por ejemplo, en
«Mi nostalgia». De «Elegía a una casa de campo» dice que es «mi voz»
(OPC, vol. I, p. 11); del poema «A un monasterio griego» que es «mi
retrato más feliz» (OPC, vol. II, p. 13). Dos lugares señoriales, dos
paraísos perdidos, dos cunas: del autor y de nuestra (su) cultura. Escribe en
el segundo: «Volver quiero al lugar donde es posible / mecerse en el
ascético deleite / de la hermosura; allí quiero entornarte / mundo de mi
pasión, como una siesta / que he de dormir en pleno mediodía.» La siesta,
tantas veces presente en su poesía, es sentida como un sueño, un dormitar
relajante; el sueño, como un olvido o paréntesis de esta vida. («Olvido
manso», dijo Quevedo del sueño; pero también: «a más honroso / sueño
entregó los ojos, no la mente».)
Del lujo así considerado surgen los aciertos, los errores: el ansia de crear y
la —en mi opinión— contumaz estética. La creación es un lujo paradójico:
el ocio del esfuerzo. La lectura, la meditación, la contemplación
desembocan en la escritura, que es refugio, trinchera y panacea —también
exorcismo, porque evoca la pureza de lo que aconteció— frente a la
«tregua pavorosa» de la existencia: «Sólo el hombre sentado ante su mesa /
con sus libros abiertos y el lucero / brillándole a través de su ventana /
parece dominar con su sonrisa / la tregua pavorosa» («Omnímodo»).
Como digo, estar ocioso es estar libre de sufrimiento o tedio (Meléndez
Valdés: «Doquiera vuelvo los nublados ojos, / nada miro, nada hallo que
me cause / sino agudo dolor o tedio amargo»; Bécquer: «Hoy como ayer,
mañana como hoy...) para poder mirar, y entonces «contemplar» equilibra
la vocación vitalista: el pájaro que canta, el arriero nostalgiador, el «pétalo
encendido» sobre el libro... significan vidas vividas con las que olvidar o
iluminar la propia vida gris desencantada. El luisismo horaciano y el
pindárico himno son lógicos entonces. Y se entiende que el oxímoron o la
paradoja sean frecuentes: «Brota de la fuente / de los placeres... un algo
amargo» («La ilustre pobreza»), «estar enfermo es dulce» («Nocturno n.o 1»), «lamento gozoso» («Y sin embargo»), «una maravillosa pena oscura»
(«A un carretero que cantaba»), «vivir es más dulce que las mieles más
amargas» («El paso permanente»), «sentirnos cuerpo, / leve y larga caricia
dolorosa» («Sensación de siesta»), «y de ese gozo / sube a mi faz con
débiles destellos / una espléndida sombra de tristeza» («Canto a la
felicidad»). Y se acepta el homenaje admirativo por quienes lucharon
contra el destino adverso, la náusea sartriana o la abulia existencial,
aquellos que encontraron placer entre el dolor mediante la escritura o el
arte: Proust, Cervantes, Unamuno, Chopin, Mozart... Muchos poemas se
apoyan en la evocación de sujetos heridos (condecorados) de
melancolismo: «Una sonrisa / pon en tu labio triste y oye el golpe / de su
júbilo herirnos las entrañas / ¿Se puede ser más dulce que esa muerte?»
(«El corazón de Chopin»): con lo cual el sentimiento evocado se trasiega a
la evocación que es el poema (y aquí una causa del culturalismo; otra: la
apoyatura referencial en la literatura ajena como embarazo y parto del texto
propio). Porque existe la «melancolía estimulante, ornato de su especie»
(«Lo que cambia»).
Los poemas de JGA no suelen exponer emociones directamente, sino a
través de una anécdota; es un narrador sin historia que contar o un poeta
cuyos sentimientos quieren mostrar la historia de la que nacen. Ese contar
sin cuento, ese deambular desde la introspección, es lo que facilita al lector
de la alta poesía la lectura, porque encuentra un apoyo concreto en la
abstracción que es todo lirismo. La música de la lírica nace de la melodía
interior, la idea fluyente que no emerge como filosofía, sino como vibrante
chispa. Porque la poesía es la conclusión de una filosofía liberada del
silogismo. No obstante, la poesía gilalbértica se detiene demasiado a
menudo en retóricas plúmbeas, organiza meandros expresivos, se vetusta
en un léxico anodino, se quebranta en hipérbatos tortuosos, en melismas
afónicos, en enclitismos viejos.
Decadentismo
Conceptualmente, es una poesía de la confidencia, de la experiencia íntima,
que es tanto como decir lectora —pero lectólatra—, porque ésta determina
la rememoración y expresión de aquélla. El poeta cerca con su verbo un
episodio de su mente y lo expone ante sí y, por ello, al lector. En este
sentido es una poesía —de intención— moderna porque conecta con la de
siempre. Estilísticamente, es la experiencia libresca en su aceptación verbal
—la versolatría, la rapsodofagia— la que acosa la pluma y le dicta un
lenguaje demasiado cercano a otros instantes literarios del pasado como
para no parecer decadentista. La dicción parece surgida de otro tiempo, un
Frankenstein hecho con retazos modernistas, románticos, neoclásicos.
Decadentismo que a veces se asume o se identifica involutariamente con la
vetustez. Tiene Gil-Albert el ojo proustiano, la boca neoclásica.
Aunque hay muchos ejes conceptuales (amor, nostalgia, exilio, belleza,
ensimismamiento...) el tema principal de su poesía es la mirada sobre sí
mismo y su escritura, de uno a través de la otra y al revés; es decir: su vida
es una poética de la pasividad y la observación, y su poética literaria es una vida con la que pretende justificar, suplantar o sustituir la primera. Otea,
observa el escaso movimiento de su vida y el anclaje de su pluma, y
contempla, se autocontempla: de ahí el contemplativismo (muchas veces
un musarañasismo) como inductor o primer motor inmóvil, tan cercano y
lejano al de Unamuno, porque no es crítico, rebelde, revelador, creador,
sino conformista. Ha vivido el tiempo suficiente para revivirse y escribirse
como poética a posteriori, aunque la fuese derramando in medias res,
nunca a priori.
El paso de JGA, como tantos otros, de la lectura a la escritura la expone
bien Cadalso (quien, humildemente, llamó a sus «obrecillas» «Ocios»):
«Por remedio a mi tristeza / de Ovidio y Garcilaso la terneza / leí mil
veces... Huyendo de los hombres y su trato / cuántas horas pasé con los
sentidos / en tan sabrosos metros embebidos! Mi tristeza en consuelo
convertía / y mis males yo mismo celebraba / por la delicia que en su cura
hallaba... Así los tristes versos que leía / templaban mi fatal melancolía.»
«¿Por qué lo que otro dice nos consuela?», escribe en «El cajista de
imprenta». Porque la escritura puede ser —es— una solidaridad íntima. Y,
tal vez, en ello encuentra una justificación para su ociosa escritura: «Un ser
puede / con sólo abrir sus labios encantados, / haber brotar de sí la dicha
ajena» («Canto a la felicidad»). No obstante, JGA, puesto a decir, olvida
que (Cándido María Trigueros): «todo lo que es exceso es pernicioso».
A. G.—ESCRITOR
Insula: revista de letras y
ciencias humanas
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