Primera de las cincuenta elegías del libro Tristes, escrito por Ovidio en su destierro (traducción de Luis T. Bonmatí).
Vas a viajar sin mí, pequeño libro
—aunque te estimo pese a tu tamaño—,
a donde le han prohibido regresar
a mí, tu autor: ¡a la Ciudad!, ¡a Roma!
Marcha, pues, pero ve desaliñado,
como a los desterrados corresponde,
y vístete conforme a mi desgracia.
Que en un estuche rojo no te guarden,
porque el color que tienen los arándanos
no es el mismo que tienen las tristezas;
que no escriban tu título con minio,
ese óxido de plomo azafranado;
que el aceite de cedro no suavice
tus hojas de papiro y no se tracen
en la negra portada adornos blancos:
esos lujos se quedan para libros
alegres y felices, pues no olvides
cuál es mi lamentable situación.
Que no pulan tus bordes con la frágil
piedra pómez y, así, podrás mostrarte
deshilachado y sin peinar: como eres.
Ningún borrón te debe dar vergüenza,
pues todos los que llevas son producto
tan solo de mis lágrimas aquí.
Cuando llegues, saluda los lugares
que yo tanto he gozado: de ese modo,
cuando menos, también los tocaré
con los pies que componen estos versos.
Y si, como es posible, aún me recuerda
alguien y te pregunta cómo estoy,
contéstale que vivo, pero niega
que esté bien de salud, pues, además,
mi vida cuelga solo del capricho
y el favor celestial del que es un dios.
A aquellos que te lean a la busca
de más de lo que tú, callado, dices,
¡guárdate de decirles lo que puede
no hacer falta que digas! Pues, si no,
ya advertido, el lector no tardará
en recordar de qué soy acusado
y me convertiré en un reo público
en boca de la gente. Si eso ocurre,
no debes disculparme, aunque me ofendan,
pues cualquier buena causa no hace falta
defenderla: con eso solo empeora.
Quizá encuentres también a quien me añore
en mi exilio, quien lea estos poemas
mojando sus mejillas con las lágrimas
a solas y en silencio —sin que nadie
lo escuche aviesamente— y se ilusione
con que, aplacado el César, dulcifique
mi castigo. Por este, sea quien fuere,
yo a los dioses les pido que no caiga
en desgracia, lo mismo que él les pide
que de mi sufrimiento ellos se apiaden:
¡ojalá que se cumpla lo que él ruega
y, ablandada, la cólera imperial
me permita morir allá en mi patria!
Pero, aunque cumplas estas encomiendas,
seguramente te reprocharán
que eres, querido libro, menos bueno
que otros que anteriormente me alabaron
alabando mi oficio. Mas no temas:
cuando ahonden los jueces en las causas
y circunstancias en que se producen
las cosas, tú serás más adelante
en tu justo valor considerado:
si los poemas deben derivarse
de un estado de ánimo sereno,
surgen en ti los míos de una vida
nublada de repente y desdichada;
si los poemas quieren del poeta
una vida tranquila y en retiro,
ahora se levantan contra mí
un encrespado mar, los vendavales
y el frío de un invierno ferocísimo;
si a los poemas los inmoviliza
cualquier clase de miedo, yo no dejo
en un solo momento de temer,
abandonado aquí, que venga a hundirse
en mi cuello una espada y me degüelle.
Cualquier juez imparcial se admirará
de lo que en ti yo he escrito y, tras leerlo,
acabará aprobándolo con gusto:
si traes aquí a Homero y lo sumerges
en las mismas desgracias que me acosan,
se extinguirá su ingenio por completo.
Recuerda, ya seguro de tus éxitos,
que te vas a marchar y que no debes
temer desagradar a tus lectores:
estamos en tan mala situación,
que preocuparnos de eso es tontería.
En cambio, cuando me encontraba a salvo,
me arrastraba el deseo por la fama
y perseguí la gloria con afán;
pero ahora ya es mucho que yo no odie
los poemas y aquella pasión mía
que tanto me han dañado, pues es mi arte
el que hasta este destierro me ha traído.
Mas, como a ti te dejan, viaja tú
en mi lugar a Roma, a contemplarla:
¡ojalá que los dioses consiguieran
transformarme a mí en ti! Y no supongas
que, por llegar de fuera a la Ciudad,
vas a ser un extraño para todos:
te identificarán por el estilo,
el mismo de otros libros y, aunque tú
quieras pasar inadvertido y yo
no figure en portada, se sabrá
que soy yo quien te ha escrito y tú eres mío.
Lleva mucho cuidado, aunque de incógnito
te presentes, pues pueden mis poemas,
destrozarte la vida: ya no tienen
la bula, que, aclamados, poseyeron.
Y si alguien cree que, solo por ser mío,
no debes ser leído y te rechaza,
dile que lea el título y verá
que tú no das consejos amorosos
como mi Arte de amar, que ya ha cumplido
el castigo que a pulso se ganó.
Quizá estés esperando que te ordene
subir hasta el palacio en que reside
el poderoso César, pero no
—¡y que me excuse ese lugar augusto
al igual que los dioses que en él viven!—,
pues desde allí me fue lanzado el rayo
a la cabeza y, aunque yo recuerde
la copiosa bondad de esas deidades,
también las temo porque me dañaron:
una paloma herida por las garras
de un gavilán se aterra al menor roce
con sus plumas; la oveja redimida
de los dientes de un lobo, no se atreve
a abandonar de nuevo su redil;
y, si Faetón viviera, evitaría
ir recorriendo el cielo y acercarse
a los caballos de su padre Febo,
que tanto deseó como un imbécil.
A mí me ocurre igual y te lo digo:
temo el poder de Júpiter, que ya
he sufrido y, con solo tronar, creo
haber sido alcanzado por su rayo.
Cualquier superviviente de la escuadra,
que, al regresar a Grecia desde Troya,
se hundió en el arrecife Cefareo,
sortearía las aguas de ese punto;
y mi pobre barquilla, que una enorme
borrasca cierta vez zarandeó,
se espanta cuando piensa en acercarse
al sitio donde fue vapuleada.
Teniendo en cuenta todo lo que he dicho,
lleva mucho cuidado, libro mío:
observa alrededor con precaución
y deberá bastarte que te lea
gente poco endiosada y sin poder:
cuando quiso subir Ícaro al cielo
con sus frágiles alas consiguió
dar nombre al mar contra el que fue a estrellarse.
Desde el sitio en que estoy me es muy difícil
aconsejarte que volando vayas
o que viajes usando de los remos,
pero las circunstancias y el lugar
orientarán mejor tus decisiones.
Si se te recomienda en un momento
de tedio; si el entorno es sosegado;
si, tras la ira, sus fuerzas se licúan;
si hay quien, hablando poco, te presenta
como algo vacilante y temeroso,
ve hasta él y ojalá que te reciba
mucho mejor que a mí, tu dueño, y logres
aliviar mi desgracia de ese modo.
Porque, al igual que Aquiles en el caso
de Télefo, tan solo quien me hirió
puede curarme. E intenta no dañarme
con tu ayuda, pues es mucho mayor
que mi esperanza el miedo que le tengo
y es posible que su ira, amortiguada,
se remueva, reviva y otra vez
por tu causa de nuevo me condene.
Si vuelve a colocarte en el lugar
dedicado a mis obras —un estante
combado por el peso—, será aquel
tu nuevo hogar y, al lado tuyo, allí
verás a tus hermanos, alineados
y en orden, a los cuales ofrecí,
igual que a ti, mi afán y mis insomnios.
En esa ubicación, de todos cuelgan
a la vista sus títulos y tienen
con claridad inscrito en la portada
mi nombre: el de su autor;
pero verás más lejos otros tres
escondidos en un resguardo lóbrego,
los tres que enseñan lo que nadie ignora
y que el Arte de amar componen juntos.
De estos aléjate, mas, si te atreves,
llámalos como a algún gran parricida:
Telégono o Edipo, por ejemplo.
Y aunque su dueño diga que los ama,
si quieres a tu padre, que soy yo,
no demuestres que estimas a ninguno.
Otros quince volúmenes aparte
de mis Metamorfosis hay también
(salvados no hace tanto de la hoguera,
a la que los eché, por un amigo);
te ordeno que les digas a esos cambios
que hay que incluir entre ellos el del rostro
de mi propia fortuna: la de ahora
ya se ha cambiado en otra muy distinta
de la anterior: la actual es lamentable
mientras que la pasada fue dichosa.
Podría darte muchos más avisos
si sigues preguntándome, mas temo
retrasar de esa forma tu andadura
y, además, libro mío, si llevases
contigo cuanto sufro, pesaría
demasiado ese saco sobre ti.
¡El camino es muy largo, vete ya!
Yo he de seguir viviendo aquí, en el fin
del mundo y alejado de mi patria.
Traducción (XIII): Rimbaud / Mª Antonia Lozano Ñeco
Nuria P. Serrano: Le ParthénonTraducción (XI): L` infinito. Leopardi / versión propia
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