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martes, 8 de septiembre de 2020

Una lujuria castrada


Debussy: Preludio...

El hambre necesita saciarse; es ley de supervivencia. 
     Hay muchas clases de hambre, principalmente la fisiológica y la síquica. 
     El hambre de nuestro cuerpo suele satisfacerse con los mejores y más placenteros alimentos. 
      Sin embargo, el hambre síquica, tan múltiple, se descuida o incluso se condena en cuanto dejamos de ser niños. Creer en otra vida para paliar la pérdida de esta es una opción, tal vez imprescindible, para vivaquear diariamente al pairo de la muerte. La amistad y el amor son igualmente insuprimibles porque no nace el animal, ni el hombre, para no convivir y privar la sensibilidad corporal de sus afectos. 
     El cuerpo y todas esas prolongaciones del espíritu, santificado o maldecido por la muchedumbre del poder, precisan igualmente su satisfacción. 
     Y he aquí el tabú y el castigo: sin la satisfacción de la concupiscencia, la mente enferma; y el desequilibrio emocional se instala en la esencia del animal y la persona. Sin embargo, continúa el tormento: la prohibición o condena de la sexualidad, causa del terremoto de la conducta. Un cuerpo, romanticismos y santificaciones aparte, no es diferente a un plato de comida que nos quita el hambre hasta que mañana las biologías sicológica y física vuelvan a reclamarlo.
     Nadie puede negar, así, que la castidad, aceptada o forzada, es una lujuria castrada, una conclusión contra naturam
     Otra cosa es que las reglas sociales se hayan visto forzadas a canalizar, mal o peor, las prácticas sexuales para que los hijos deban ser reconocidos por sus padres.
     Ni libertinaje ni castración: respeto, acuerdo, compromiso.


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