Yo transitaba por mi vida como
si la vida me fuese ajena, como
si algún demiurgo cósmico se hubiese
empecinado contra mí y hubiese
confabulado el orbe contra mí
diluviando naufragios sobre mí.
Ni el manantial ni el sol me solazaban,
ni el pájaro o la luz me solazaban.
¿Qué podía yo hacer si no podía
conseguir el sosiego, ni podía
iluminar las sombras de mi mente
serenamente y sosegadamente?
En mi lluvioso corazón llovían
grises tormentas, y cuanto llovían
ahogaba mi sentir, mas no mi muerte
cotidiana de combatir la muerte.
Un rayo, una esperanza, alguna estrella
que desbocase el rumbo de mi estrella
hacia la dicha de la plenitud
es lo que yo esperaba: plenitud.
Vi unos ojos mirar mi sufrimiento
y supe que era el fin del sufrimiento.
Aquel cuerpo celeste hecho de tierra
me daba luz, me alzaba de la tierra.
Las criaturas, al fin, resplandecían:
en mi pecho su luz resplandecían.
Y yo amé aquellos ojos amorosos.
Pero, ¡ay!, que aquellos ojos amorosos
se cerraron un día para siempre;
y me abrazó la muerte para siempre.
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domingo, 27 de septiembre de 2020
Como una despedida.
Nada se me ocurría como entrada de hoy. Y me he puesto a improvisar esta casi atávica tontería, en forma de alevosos y contumaces pareados monorrimos, que me apresuro a descargar sobre el sufrido lector antes de que mi conciencia recobre la cordura:
Onirinia
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