Field: nocturno nº 1
Conócete leyendo
En el antiguo templo de Delfos figuraba la célebre inscripción “Conócete a ti mismo”, máxima que podemos considerar causa del bienestar o malestar del hombre según sea, o no, cumplida. Porque quien se desconoce difícilmente podrá gobernar su existencia.
Ciertamente, pocas cosas exigen tanta voluntad y observación. Sin embargo, siendo imprescindible saber quiénes somos, cómo somos y de qué manera podríamos mejorarnos para ser más dichosos, tan dificultosa tarea se vuelve más asequible si nos ayudamos de quienes ya dedicaron sus vidas a conocerse -y, por ello, a conocer al ser humano- pulsando sus pasiones, desvelos, desengaños... y legándonos sus descubrimientos.
Basta abrir el libro adecuado para reconocernos y evitar cuanto nos perjudica mientras acrecentamos lo que nos beneficia. Porque un libro es una radiografía íntima o social en la que, quitado lo circunstancial, podemos reconocernos en lo esencial. Lo que la ciencia aún no ha conseguido plasmar, que es el contenido del corazón y la conducta a la que el cerebro lo somete, está en los libros, la pintura, la música. Nuestras obras y palabras nos definen, y, aunque la propia mirada siempre es subjetiva, mucho nos enseñan si atendemos a ellas con sinceridad. Pero podemos completar y autentificar nuestro retrato mirando en el espejo de las artes. Pues si nos identificamos, parcial o totalmente, con personajes cinematográficos, ¿cuánto más lo haremos con aquellos que se pormenorizan en un libro? Llegaríamos, así, a desenmascararnos hasta quedarnos con el propio rostro, ese que solo aparece cuando estamos solos y que luego ocultamos por inseguridad o estrategia interesada. Claro está que primero debemos estar dispuestos a admitir que podemos mejorar, lo que implica aceptar que tenemos defectos: y esto último pocos lo admiten. El lector hará bien, para empezar, en aprender a enfrentarse a sí mismo sin miedos, jactancias ni culpas, porque somos inocentes de lo que la sociedad -padres, vecinos, calle, televisión, iglesia, educación- ha hecho de nosotros hasta que decidimos tomar las riendas de nuestras propias vidas. Y para ello, nada mejor que una selección de los “Ensayos” de Montaigne, en los que el autor habla de sí mismo con amenidad y sin reparos.
Quien crea que la lectura es innecesaria, lea la ficción de Bradbury “Farenheit 451” y conocerá dónde quedan los derechos del hombre si desaparecen los libros. Por el contrario, el poder seductor de la palabra se hace evidente en “Cyrano de Beryerac”, de Rostand. Quien se mantenga íntegro acuda a “Soy leyenda”, de Matheson, para comprender por qué el mundo llama anormalidad a su integridad. Aquel que desee contagiarse de una percepción vitalista de la existencia acójase a los “Ensayos” de Emerson. La feminista malcasada hará bien en analizar la heroica -y egoísta- decisión final de “Casa de Muñecas”, de Ibsen, y compararla con la crisis de “La señorita Julia”, de Strindberg, y con el altruismo sentimental de “Jane Eyre”, de C. Bronte. La maltratada observará su horror reflejado en “Almacén de antigüedades, de Dickens (especialmente, en el capítulo IV). Póngase a prueba el creyente adentrándose en la “Vida de Jesús”, de Renán. Mucho aprenderemos sobre nuestros idealismos sociales, y sus derrumbamientos, con “La madre”, de Gorki, y “1984”, de Orwell, así como con su popular “Rebelión en la granja”. Controle sus celos el celoso advertido por el “Otelo” de Shakespeare y por el protagonista de “El túnel”, de Sábato...
Pero no sólo sirven lo libros para conocernos, sino que nos previenen sobre las personas que se parecen a sus personajes, para esquivarlas o ayudarlas. Miremos la caricatura del avaro en el mismo título de Moliére, su rostro en “Eugenia Grandet”, de Balzac, y su castigo en “El mercader de Venecia” chespiriano. Observe sus miserias el ludópata en “El jugador”, de Dostoieski, o en la autojustificación que se da en el ya mencionado “Almacén de antigüedades” (cap XXX). El trepador social de guante blanco delata sus sutilezas en “Bel Ami”, de Maupassant, o “Rojo y negro”, de Stendhal. Para reconocer al político bastará mirar el cuadro de Chirico “El político melancólico”. Quien considere que la violencia es un remedio, vea los respectivos cuadros de Rousseau y Chagall titulados “La guerra”, y repase el Guernica, de Picasso -cosa que olvidó hacer la satanísima trinidad mortalizada en la foto de las Azores-. Pero el que quiera poner música a la paz, tanto en su corazón como en el mundo, sosiegue su espíritu escuchando, por ejemplo, las “Canciones sin palabras”, de Mendelsohn, o la “Música callada” de Mompou.
Hay tantas páginas, partituras y lienzos como matices de cuantas emociones puedan concebirse; porque no en vano somos herederos de una humanidad generosa, preocupada por sí misma y por sus descendientes. La humanidad ha sido autodidacta; pero ha sabido dejar un maestro para cada hombre. ¿Y quién rechazaría la herencia más fructífera?
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