Itinerario.
Como de una satanísima trinidad, tuvo Miguel Hernández que librarse de tres esclavitudes: la eclesiástica, la política, la literaria. Hasta poco antes de su muerte, Hernández sólo había ambicionado una cosa: salir de su terruño, ser alguien; ser un nuevo rico de la poesía. Para ello posó de genio poético surgido del analfabetismo; piropeó el eclesiastismo; y coqueteó con la política cuando, habiendo huido del mundo catolicista, tropezó con el opuesto, que le abría más amplios horizontes literarios. “Perito en lunas” es la obra de un versificador con atributos poéticos que tiene mucha prisa en que le reconozcan el talento que aún no ha demostrado. “El rayo que no cesa” es el libro de un poeta que ha aprendido de muchos poetas y desemboca su decir en el decir de los mejores. “Viento del pueblo” es la búsqueda del triunfo en otros espacios y multitudes. Los tres libros son coyunturales, aprendizajes, nemotecnias miméticas, caminos, pirotecnias unas veces y fuegos reales otras, aldabonazos en la puerta del triunfo -lo que no impide que sintiera lo que en ellos decía porque escritura y vida nunca van desparejas-. Se amarró a esas estéticas porque eran, con retraso, las que le prometían el aplauso. Igual que escribió “me libré de los templos”…, pudo escribir “me libré” de maestros y consignas. Igual que escribió que se mentía a sí mismo en su etapa eclesiástica, pudo escribir que se mentía en su etapa política. Finalmente debió de asumir a Antonio Machado: “Líbrate mejor del verso / cuando te esclavice”. Me parece innegable que solo fue verdaderamente él cuando -en la cárcel del cuerpo y los barrotes, sitiado por las ausencias, desnudo ante la vida y encarado a la muerte- el hecho de ser hombre se impuso al de poeta, como la sustancia ante la cualidad, y todo lo demás era adventicio. Entonces renegó, voluntaria o inconscientemente, de sus servilismos y sintió y escribió en libertad, guiado por el corazón vital más que por el de la pluma -aunque esta, tantas veces anacrónica, ya era sabia en biendecires-. Llega así al esencialismo universal del “Cancionero” y sus aledaños, que constituyen su verdadero testamento humano y poético. Superó, en fin, el literaturismo: el “Cancionero” es el fruto de una agónica toma de conciencia del hombre sufriente en primera persona que universaliza su dolor hasta la segunda y la tercera: el hombre universal.
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