Visitas

Seguidores

jueves, 1 de marzo de 2012

La construcción del Romanticismo

Schumann / Stokowski: Adagio S. nº II (grabación histórica -1950-)


Poesía del Romanticismo
Ángel Luis Prieto de Paula
Cátedra

La construcción del Romanticismo

ANTONIO GRACIA

Poesía del Romanticismo
Ángel Luis Prieto de Paula
Cátedra

La labor del antólogo.- Grande es la responsabilidad de todo antólogo, puesto que tras su antología muchos autores serán los que queden postergados y algunos los que sirvan de semilla para los nuevos escritores. Por eso, en un elocuente discurso sostenido por la erudición y aproximado al lector con clara exactitud, Prieto de Paula -acotador en otros libros de otros momentos de la poesía española- ha profundizado en la identificación del Romanticismo, sus raíces, polémicas, orígenes y metas, y su paseo como un guerrero conquistador de los criterios europeos; y en ello y sobre ello se detiene y explicita: los factores históricos e ideológicos, la presencia del barroco, la visión romántica de lo español, los grandes autores extranjeros (Rousseau, Wordsworth, Byron, Shelley, Keats, Goethe, Schiller, Novalis, Chateaubriand, Victor Hugo…)… Guerrero poemático es el Romanticismo, que conquistó o sedujo la mayoría de las plumas de su tiempo y plantó sus predios para cuantos vinieron después, de manera que aún pervive en la conciencia o substrato de la pluma universal. Después trata de su afianzamiento en España, entre 1834 y 1844.
    Para configurar una imagen cabal del Romanticismo español, Prieto de Paula ha escogido un amplio muestrario de poetas; y así, poemas de diferente estirpe recorren esta selección, a fin de dar una imagen totalizadora: los bien trabados y los menos, los grandes y medianos y los chicos, con lo que viene a recordársernos que nuestro Romanticismo, aunque sin las altas figuras europeas, no lo conforman solo Espronceda o el tardío Bécquer. Leemos en la página 80: "Es esta una selección de poetas y, secundariamente, de poemas”. Y trae a 24 poetas españoles que suscriben de diferentes modos los principios irrenunciables del yo a la hora de mostrar su identidad, que es la escritura.

La construcción del yo.- Si hay un punto de confluencia de las distintas tentativas poéticas por hallar una dicción definitiva, ese es el Romanticismo. El romanticismo sentimental inherente al hombre crea, por fin, el Romanticismo literario. Distinguir entre ambos es cuestión de fechas y estéticas. 
     El Romanticismo es el movimiento poético en el que confluyen los anteriores y desde el que fluyen los posteriores. La antigüedad clásica mostró, con Protágoras, que "el hombre es la medida de todas las cosas", y el Renacimiento lo aplicó rechazando el teocentrismo y predicando la identidad antropocentrista, que, llevada a su extremo individualizador, se concreta en el yoísmo subjetivo, para el que y desde el que todo es autobiografía síquica, hasta el punto de que concebirá el irracionalismo surrealista como una apertura de las compuertas del subconsciente, donde subyacen los infiernos y los paraísos: los plantos y las odas. 
     Siguiendo a Rubén Darío, "¿quién que es no es romántico?". Y entonces, ¿quién negará que Quevedo es un romántico sentimental y existencialista, aunque no literario? ¿Y que El caballero de Olmedo, de Lope, con su mágica indefinición, no alimenta el substrato fantaseoso del Romanticismo español? ¿Y que El esclavo del demonio y El mágico prodigioso (Mira de Amescua, Calderón), con su belleza disuelta en esqueleto (Lope: “resuelta en polvo ya, más siempre hermosa…”) no anticipan la disolución final de El estudiante de Salamanca y del Tenorio de Zorrilla? ¿Y que la duda metafísica de Hamlet -y todo Shakespeare-, que tradujo Moratín, es una búsqueda del yo, cuyo atavismo guadiánico a lo largo de la Historia eclosiona y hace aquí su emerger definitivo?
     En el Romanticismo no nace el hombre, pero sí nace el individuo, extendiéndose al yo femenino: Mary Wollstonecraft, Mary Shelley, George Sand, George Eliot, Carolina Coronado, Rosalía de Castro… La sustancia interior se impone a la circunstancia exterior, y lo que era imitación de la Naturaleza pasa a ser confesión de la naturaleza íntima. Hasta entonces predominaban las circunstancias, orteguianas o no. Ahora es el yo el que devora o diluye todo su alrededor para elevarse como demiurgo de la vida y la escritura. Es la detonación de la antedicha frase de Protágoras. Cierto que el Romanticismo empieza por ser “la medida” y desmedida del yo, como lo empiezan siendo sus sucesores el surrealismo y etcéteras. Pero es el yo romántico el que indaga introspectivamente (ya lo hicieron Petrarca y Garcilaso; ¿y qué es el Robinson Crusoe de Defoe sino un largo monólogo escindido alrededor de la soledad del individuo, acosado por las circunstancias?; no en vano lo recomendó Rousseau) y abre la puerta para la exaltación lúgubre o entusiasta de los sentimientos, partiendo de un convulsionismo emocional desterrado por el mundo de las luces. Cierto es también que no es ajeno el sensorialismo de Locke, ni el Werther de Goethe, al liberar la expresión de la intimidad de sus ataduras convencionalistas. Pero igualmente cierta me parece -además de Rousseau, o el yo asaltador de la Bastilla, o Chateaubriand y Hugo- la intervención del elemento artístico, sobre todo la música, cuando se decide a mostrar el confesionalismo autobiográfico sentimental en un auditorio multiforme y fácilmente moldeable: como bien recuerda el prologuista, innegable, y constatable, es la presencia del lied alemán en Ferrán y Bécquer. Y aquí quiero detenerme: si es cierto que Mozart fue el primero en poner el corazón dentro del pentagrama y sobre el teclado, no lo es menos que K. F. E. Bach ya había adelantado que "se debe componer con el alma, no como un pájaro amaestrado"; por eso, según su amigo el crítico Schubart, sus obras son "el desahogo de un corazón". Mozart inició la liberación del yo artístico, luchando por dejar de ser un criado, como Haydn. Fue Beethoven quien lo consiguió. Solo desde esa autoafirmación puede entenderse la imposición soberbia del wagnerismo y su poco encubierto autorretrato en el Tristán e Isolda. Los mismos Beethoven y Wagner asedian el yo erótico y lo trasmaterializan y trasvasan cuando, refiriéndose A la Amada lejana y a Matilde Wessendord, dicen, respectivamente, “mi yo, mi todo” y “ya Tristán es Isolda…” (prefigurando este el “yo soy otro” de Rimbaud). El triunfo de la sensibilidad pulimentada por la inteligencia de esta trinidad musical (Mozart, Beethoven, Wagner) significa el del Romanticismo y el del rechazo de la inspiración como deidad, para serlo definitivamente de la voluntad y del canon elegido. Tal autobiografismo síquico alcanza a la Patética de Chaikoski y al -nacido como imposición terapéutica- Concierto nº 2 de Rachmaninov, y ha pasado a ser el mayor arbotante constitutivo del acerbo del poeta de los últimos siglos. Sirva, tal vez, otro ejemplo: en el impersonalmente aséptico don Juan de Tirso y Moliére se incrusta el autobiografismo sentimental de Mozart al pergeñar en Don Giovanni la figura del autoritarismo paterno, cuya identidad religiosista y milagrosa es similar a la del Don Juan de Zorrilla.       

     Tras el edén del yo.- Toda escritura -todo arte- es la construcción de un yo egregio y perdurable alternativo al de esta vida. Noble engaño, y fatal desengaño, el de ese yo. Conduce a la ilusión del paraíso en la tierra, entrevisto por los creadores de utopías -San Agustín, Campanella, los optimistas de la razón... -. Ya Cristóbal Colón había creído encontrarlo ante la desembocadura del Orinoco. Don Quijote lo configura en su Discurso de la Edad de Oro. La isla feliz del jardín de Epicuro, Platón o Aristóteles continúa en Utopía, Robinson o el Emilio, siempre a la sombra del paraíso bíblico, o el Shangri-La budista. El protagonismo de la individualidad ideal y edénica se extiende de lo personal a lo colectivo, reclamando la libertad personal y el yo de los nacionalismos, y el criterio del yo soy yo contra todos supone la enemistad del academicismo o lo establecido, convirtiendo así la espontánea y natural mismidad en heroicidad, puesto que mundo e individuo solo coinciden en que se oponen, y la autosuficiencia es un rechazo de la sociedad y la asunción de sus consecuencias. Las guerras interiores y exteriores (marginaciones, luzbelismos, edenes, desencantos, funebridades, suicidios...) ingresan en la vida y en la obra, de modo que se unen vida y literatura hasta el punto de que esta pasa a ser la única identidad de aquella. 
     
     El naufragio del yo.- Pero la afirmación de Leibniz de que este es "el mejor de los mundos posibles" pronto sería materia de burla en el Cándido de Voltaire. ¿Cómo no oponer un paraíso a la ausencia de edenes que significaba la muerte de Dios o de los religiosismos, que ya afronta Jean Paul (p 48)? Ello empuja al desencanto y la mirada trágica y suicida -Cadalso, Novalis, Larra, Schumann (tan admirador de Jean Paul)... -. Frente a la mencionada afirmación de que “el hombre es la medida de todas las cosas” vencería el maleficio de Plauto / Hobbes: "el hombre es un lobo para el hombre", sobre todo para sí mismo, porque siempre el infierno acaba devorando al cielo. Es el yo buscador de identidad y paraísos, que ya aparece en el primer poeta antologado, Martínez de la Rosa: "¿No me basto a mí mismo?", dice; y en esa búsqueda del yo paradisiaco se contesta con otro de los temas fundamentales, el desengaño del vivir, el naufragio del yo: "... en vez de flores encontré un desierto" (p. 91). Este es el destino del héroe byroniano, gozador y sufridor de sus sueños y sus desengaños. Por una parte Young y Novalis son voceros de lo elegíaco, y las Noches lúgubres de Cadalso planta su fúnebre mirada, que llegaría hasta El estudiante de Salamanca esproncediano; por otra, el Preludio de Wordsworth paisajearía el canto luminoso hasta el Himno a la alegría y el Himno al sol, de Schiller y Beethoven, y de Espronceda

    La razón discursiva.- Ahora bien: una cosa es sentir con abundancia y otra abundar en el conocimiento de las formas expresivas para que sea la contención dictiva la que hilvane el poema y no la riada emocional, proclive a la oratoria. La escritura poética, la poesía -el arte en general- es la búsqueda de un lenguaje capaz de revelarnos la sustancia de la verdadera realidad: la que nos hace sentir vivos y revivir a los demás. El yo sentidor necesita otro yo reflexivo para construir entre ambos una lírica elocuente, no glosolálica (porque el hombre es “la medida”, no la desmedida). Se necesita, pues, una razón pulimentadora que amaine la pasión verbalista: un corazón reflexivo y una razón sensitiva. Premisa para ello pudo ser la contención autorrepresiva del enfatismo sentimental del dieciochismo. Poe, en su Método de composición, predicaba la necesidad de someter la pasión verbalizadora a la razón pulimentadora, cuestión que aprendería tal vez de Wordsworth (“la poesía es emoción recordada en la tranquilidad”) y que seguiría Bécquer, ("cuando siento, no escribo"), llegando hasta Valéry (“lo espontáneo no me parece bastante mío”) y "la gracia y la técnica del esfuerzo" de Lorca. Es esta razón discursiva, conciliadora de pasión y contención, la que late y va timbrando “el camino hacia Bécquer” (p 69) (que es tanto como alfombrar los de A. Machado y JRJ).

     En resolución: Toda selección implica borrar parte del pasado y sembrar para el futuro, ya que cada lector lee el presente formulado en cada antología. Son muchas las recopilaciones que recogen lo mejor de cada poética, siglo, o milenio. Al final lo que queda es el poema de validez universal, al margen de erudiciones, estéticas y demás paraninfos aclaratorios; pero para ello es preciso, primero, engolfarse en el pajar a fin de encontrar la aguja; y eso, desde el conocimiento exhaustivo del recopilador, y con vocación de selección definitiva, es lo que se hace en esta Poesía del Romanticismo. La unión de estudio introductorio -como marco troncal que sustenta y explica la existencia de un canon- y la subsiguiente antología -que lo ejemplifica en España- hacen de este un libro imprescindible tanto para el lector común como para el estudioso.