Si pudiésemos
comprimir los cuatro mil quinientos millones de años de edad de la Tierra en un
solo día, y contemplar sus gráficos en un panel, veríamos -según William
Bryson- que solo hacia las diez de la noche surgieron las primeras plantas
terrestres; que hacia las 23 horas nacieron los dinosaurios; y que la vida homínida
a la que pertenecemos apenas representa los últimos setenta y siete segundos de
esas 24 horas. ¿Cuántos segundos nos quedan, y por qué nos autodestruimos y
destruimos el planeta?
Necesitamos creer que
la vida tiene un fin; pero, ¿y si la vida fuese solamente una pulsión de la
energía del cosmos, que crea seres para descrearlos, y que somos materiales
fungibles aunque nos soñemos inmortales, reencarnables, dignos de alguna
metafísica misión? ¿Sería mejor atenernos solamente a la certeza de que los demás
nos necesitan hoy? ¿O acaso los derechos humanos que hoy nos amparan no
incluyen el amparo de nuestros descendientes y el deber de prevenir el mañana?
¿No somos todos iguales? Compartimos con todos los
seres humanos el 99’9 de nuestro ADN. Para mantenernos vivos, el corazón bombea
unos 340 litros de sangre por hora, 8.000 litros al día, tres millones de
litros al año, 225.000.000 durante una vida. Así desde nuestros inicios y hasta
nuestra extinción. ¿Adónde conducimos esa torrentera? La verdad es que, por
naturaleza, somos el último mono, lo que no significa que seamos el primer
eximio, como demuestran nuestros excesos. Somos todos iguales excepto en
nuestras concepciones de la igualdad, que es lo que configura el bienestar y el
malestar de las sociedades. Cada sociedad se desintegra para integrarse en otra
que debe ser mejor. Y ya no es posible vivir sin tener en cuenta que la nave
espacial llamada Tierra necesita de nuestros cuidados si pretendemos continuar
el viaje.
Contra la creencia
popular de que es improbable la vida extraterrestre, dice el Nobel Christian de
Duve que la vida es una manifestación inevitable de la materia, y que las
condiciones adecuadas para su aparición se dan un millón de veces en cada
galaxia; lo que quiere decir que, solo en la nuestra, es probable que tengamos
un millón de especies hermanastras. La Tierra ha engendrado -a lo largo de los
cuatro mil quinientos millones de años de su historia- 30.000 millones de
especies de criaturas, entre las que se encuentra el homo sapiens, cuya
edad apenas llega al 0’0001 de la terrestre. ¿Cómo no admitir que lo mismo ha
sucedido en otros lugares del universo y que existen otras inteligencias más
sensatas? ¿Iremos en su búsqueda, como en una mala película ficticia, cuando
aquí nos asfixiemos? ¿Encontraremos planetas también contaminados o repetiremos
allí nuestros errores?