Mussorgky: Una noche en el Monte Pelado
1.- El
poeta escribe lo que siente tras una melodía reflexiva que ordena cadenciosamente
sus palabras. Sus sentimientos se parecen a los de todos. Sin embargo, algunos
poetas traspasan los umbrales de la “normalidad” y sintonizan con la anomalía
cognitiva, la sensación ultrasensorial. Ahí comienza la lírica fantástica:
arranca, de esa zona irracional, lascas que luego pule en versos y poemas
-también en determinados cuentos, que son poemas sin verso- a veces
fantasmagóricos y otras sencillamente “extraordinarios”, en la acepción que Poe
utilizó para denominar sus realidades. Surgen de esta manera estados de ánimo,
espacios síquicos, mitos o “leyendas”, como las de Bécquer, en torno a “un más
allá” que está en el aquí y el ahora del hombre cotidiano, si bien solamente al
alcance del sentir de algunos hombres.
No puedo
detenerme en ello ahora; pero indicaré, siquiera, unos puntos de partida.
¿Qué
límites poner a esta poesía? ¿Cómo acotarla para que no se extravíen sus
ejemplos por demasía o por defecto? Por lo pronto, no distinguiendo entre verso
y prosa: siendo la lírica una de las pocas ventanas por las que se asoma la
inefabilidad, no parece idóneo eludir aquellos textos que nos abren hacia la
expresión y comprensión de lo inefable, trátese de La carta de amor, de Fragonard, o de la opus 131 de Beethoven.
Entiendo por lírica
fantástica -a falta de mejor nombre- aquella que provoca en el lector -al
asimilar la realidad del autor- una desubicación espacio-temporal, abocados los
sentidos, sin remedio, a la posibilidad y a la probabilidad de
otros mundos. Esa contingencia de mundos paralelos, sean cuales fueren
-sensoriales, espaciales, temporales- es la fuerza motriz de toda alteridad,
concretada en un otro yo o en una otra colectividad. Constituye la transgresión
de la realidad tradicional por la irrupción de lo insólito. Tal irrupción tiene
varias causas, aunque todas pueden resumirse en la difuminación de la
conciencia, como apunta la rima LXXV de Bécquer:
¿Será verdad que cuando toca el sueño
con sus dedos de rosa nuestros ojos,
con sus dedos de rosa nuestros ojos,
de la cárcel que habita
huye el espíritu
en vuelo presuroso?
¿Será verdad que, huésped
de las nieblas,
de la brisa nocturna al
tenue soplo,
alado sube a la región
vacía
a
encontrarse con otros?
La cita del alma con otras almas cuando la voluntad
desaparece, viene a decir Bécquer, recogiendo una atávica fantasmagoría. Ese recurso utiliza Leopardi en El sueño: el tópico de la duermevela para mostrar un
encuentro de ultratumba con su amada, huyendo de caer en la tramoya fantasmal,
pero recurriendo a las posibilidades que ofrece la ficción del muerto
aparecido. (También es en la duermevela de la siesta cuando el fauno de Mallarmée -que Debussy inmortalizara- vive su fantasía). Más sutilmente, Coleridge muestra el rostro sin rostro
de un espíritu en el poema titulado, precisamente, Fantasma -cuya libre
versión copio-:
Todo
cuanto pudiese recordar lo terrestre,
tanto en origen
como en similitud,
se había
desvanecido.
Erguido tras la
piedra trascendida,
nada quedó en el
rostro iluminado
sino su propio
espíritu:
ella, tan
solamente ella,
brillaba con luz
propia
a través de su
cuerpo transparente.
También
el malditismo -la conciencia violada por la desesperanza- es un estado del alma
por el que mirar al otro lado, como muestra Baudelaire en el Spleen siguiente:
Cuando el cielo cae
(...) sobre el espíritu gimiente,
...
las campanas, de súbito,
dejan caer su estruendo
...
y largos catafalcos, sin
tambores ni música,
desfilan lentamente por
mi alma...
La
muerte crea monstruos y fantasmas; pero también utopías, paraísos: estancias de
“el más allá” en las que prolongar “el más acá”. La ultratumba como una
persistencia de la antetumba, aunque sea dolorosa como un insoportable
purgatorio o un horrible infierno (en esa necesidad, sin duda, hay que buscar
el exitoso eco de la predicación de cuantos evangelios eclesiásticos se
disputan la carne del espíritu).
2.-
El elemento mágico raigal de la lírica fantástica es aquel que hace su
aparición en el Romance del Infante Arnaldos, y que no se explica -aunque así
se pretenda hacer- acudiendo a la hipérbole o alguna otra retórica: si se cree
en “un cantar / que la mar ponía en calma, / los vientos hace amainar...” es
porque lo divínico existe en la mente de quien observa la naturaleza. ¿O es
esta la que posee el don de transfigurarse “contra natura”?
Así
pues, lo sobrenatural es el rasgo distintivo de la lírica fantástica. Pero no
llamaría yo la atención sobre este punto si no fuera porque lo sobrenatural
entraña misterio; y es el misterio la sustancia que mayor atractivo ejerce
sobre el ser humano, ya que, como ser racional, el hombre necesita, inexorablemente
y como afirmación de su identidad, explicarse lo irracional, liberarlo de la
animalidad.
3.- En fin:
si hallase tiempo para tan atractivo tema, lo dividiría en dos apartados, más
adyacentes que autónomos:
a) Lírica de la
fantasía. Bien
pudiera denominarse Poesía de la realidad imaginada: acude a lo
ficticio como si fuera una realidad aceptada. Digamos que, como todo es
posible, las obras aquí consignadas serían aquellas que tratan una posibilidad, por muy remota que sea. El estudiante de Salamanca (Espronceda), El monte de las ánimas (Bécquer), o algún milagro de Berceo pueden dar idea
de su estrategia sensorial. Pertenecen a este conjunto invenciones metalíricas como El paraíso perdido (Milton), Fausto (Goethe), 1984 (Orwel),
Fahrenheit 451 (Badbury) o El planeta de los simios (Boulle).
Suelen arrastrar una fuerte carga alegórica.
b)
Lírica de la realidad desconocida y apenas vislumbrada. Indaga o
manifiesta esa porción del ser que se resiste a la conciencia y que cuando
aflora derriba a quien lo siente sin que este pueda evitar colocarse en
situación de sentir -y consentir- aquello que teme y que lo ama. Cuantas obras
citase en este grupo constituirían, a mi juicio, notables demostraciones de la probabilidad
de otra conciencia: aquellas obras que asoman al lector a un espejo que le
abruma, como ocurre con los autorretratos de Van Gogh. El cuervo (Poe),
El rayo de luna (Bécquer), Funes el memorioso (Borges), Todos los fuegos el fuego (Cortázar)... me parecen evidentes ejemplos. También cabe aquí
aquella poesía que apela a un ser no admitido por la lógica convencional, que
avizora o vislumbra otros mundos: la mística ronda esta literatura, que solo lo
es en cuanto que el hombre escribe para reconocerse, no para exhibir su
inteligencia de poeta o autor.
La construcción del poema