Se negó a publicar Clemencia Miró los poemas que escribía (algún lector tal vez aplauda tal decisión, y no la de quienes la contrariaron), y dedicó su vida, alejada de su vocación de violinista, a guardar y editar la obra de su padre, Gabriel.
La sombra de este (el miedo a no estar a la altura del progenitor) se manifiesta en el final del primer poema que reproduzco, escrito el día del 7º aniversario de la muerte del autor de "El humo dormido"): "sabiéndome hija tuya y escribiendo / con esta pluma que guió tu mano".
El segundo, que tal vez sea un apunte, refleja la angustia ante el horror de la guerra y los combatientes muertos.
No puedo ver esa montaña alpina
apretada de abetos y de nieve,
donde fue modelando mi deseo
tu figura yacente,
exacto tu perfil en cielo puro,
profunda paz, inmensa, en tu descanso.
No puedo ver tampoco en este Mayo
esa isla gris que encierra tu misterio,
que en su deriva inmóvil recibía
rosas y lágrimas,
y tu silencio, ahogado por la tierra,
nuestro mensaje más desesperado.
Sólo puedo mirar hoy tu mirada
que diste a este paisaje
o en sus caminos encontrar tu paso,
pero te sentiré vital junto a mi vida
sabiéndome hija tuya y escribiendo
con esta pluma que guió tu mano.
(27, mayo, 1937)
Oh, tierra, abre tus brazos
y a tu entraña vayan,
para nacer en bosques de silencio,
estos hijos que mueren en plena
sed de vida, en un ímpetu claro
de victoria.
No habrá bastantes campos
ni bastantes coronas y laureles,
para labrar sus fosas
y recoger su sangre,
todos son héroes y su angustia pura.
Las aguas llevan su dolor y quejas,
toda la España huellas
de sus pasos,
y en cada roca queda hincado
un grito, y en cada valle
un cántico.
En estas noches claras,
recostadas en ancha paz idílica,
un frenesí de muerte se derrama,
acoge, madre-tierra estos soldados
y pide a las estrellas
la eternidad de sus lejanas lágrimas.
(Otoño, 1937)
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