Quien recuerde el soneto "La sandía", de Salvador Rueda, tal vez sentirá ahora, también, el encendido sabor, y su perfume, de la granada esplendorosa, su fulgor de colores al desgranarse en perlas o rubíes. También es probable que le estallen en la mente las sombras del "poeta de Orihuela", las octavas del Miguel Hernández de Perito en lunas, aquí sin rimas, pero endecasílabas y sin laberínticos gongorinismos, si bien con apostróficas imágenes y en cascada de enumeración caótica que se va cadenciosamente arromanzando, describiendo el disfrute ritual del fruto como si el bodegón del título se dibujase en los sentidos del descriptor sensual y debussyano del placer frutal y rojo. Placer tan intenso que acerca al degustador al orgasmo místico del sanjuaniano Cántico espiritual, confeso en el verso cursivo y el mosto de granadas gustaremos.
Miguel Ruiz Martínez es autor de varios libros sobre su amada tierra oriolana, sus campos y escritores. El lector tal vez le reproche que haya dejado la poesía como una labor secundaria entre sus ocupaciones.
Bodegón de las granadas
Sobre la mesa, blanco, hay un mantel.
Encima, una fuente verdiblanca
muestra cuatro granadas ya maduras.
Están de pie. Trabajadoras manos
las cogieron del árbol. Cuidadosos
dedos en terracota las plantaron.
Frutas de otoño. Testas de astros rojos
coronadas con puntas en zigzag.
Colores encendidos, cutis tersos,
tanto tiempo colgaron las granadas
de las ramas pacientes y maternas.
Rubores permanentes. Rutilantes
ceras creadas por soles cotidianos.
Ocres, rojos, de Rubens la paleta,
mejillas sonrosadas de retratos
de niños, de cupidos y aldeanas.
Derechas van mis manos a coger,
a tocar las granadas una a una.
Sonríen las mejillas agraciadas.
Tacto agradable sentirán las yemas
de mis dedos. Esféricos planetas,
luceros. Verticales hemisferios
saludables. Sostengo los frutales
pesos sobre los cuencos de mis manos.
Colores granadinos y brillantes,
llegan luces de todos los rincones,
esferas que reflejan otros mundos
de clarores en curvas superficies.
Las ventanas se doblan, resplandecen
en espejos convexos. Me retrato,
mi cara solitaria está presente
en las frutas erguidas en el plato.
Odres, balaustres, cántaros, olores
del néctar de los dioses. Se aglomera
la saliva en mi lengua, esperando
que rueden las cabezas coronadas
tras tajos de cuchillos afilados.
Rodarán bustos regios por el suelo
y en el blanco mantel de la gris mesa
los granos rojos aún serán más rojos.
Espero que se abran las granadas
por donde las heridas verticales
y se cumpla del todo el sacrificio.
Una lenta explosión, y misteriosa,
abrirá ricos gajos desgajados
por el ansioso impulso de mis dedos.
Se rasgarán los velos interiores,
llorarán los rubíes vegetales.
Evoco las granadas ofrendadas
por tantos escritores granadinos.
Ricas frutas del campo y de la huerta,
que dibujó con tanto amor, a lápiz,
trazo a trazo, el poeta de Orihuela,
recomendables, ricas, prietas, dulces,
cabezas de frutales monarquías
surgidas de humildes saladares.
Pasarán de los gallos a mi mano
los dulces granos quietos, arrancados
de los tiernos cordones ombligales
que unidos los tenían a la madre.
Estallarán por dentro de mi boca,
apetecibles bayas interiores,
regando generosas las papilas.
Y el mosto de granadas gustaremos.
Se acuerdan de sus ramas las granadas,
de los verdes colores herrumbrosos,
de las hojas nacidas en la infancia,
de las yemas brotadas de la mano
de la luz, transparente primavera,
bailando entre las gotas cristalinas
en los haces, de nieblas que quedaron
tumbadas a los pies de los granados.
Del verde agrio, del verde ácido y fuerte
al rojo de los pétalos de amores.
Llegó el polen, el polvo enamorado,
a estallidos, placer por el pistilo
de flores que tejían sus coronas.
Mundos redondos, lunas tan crecientes,
primavera y verano, por la senda
del dulzor colorado y las semillas.
Ahora que el otoño se termina
camino del invierno solitario,
tienen ansia los frutos de la fuente
de los huertos de árboles desnudos,
de los troncos en filas ordenados,
de las hojas mojadas por la lluvia,
tumbadas en la tierra ya dormida,
que se besan de amores con el barro.
Sobre torneados tiestos, terracota
enterrada desde hace tantos años,
un alfarero, con paciencia y ocre,
granadas dibujó con fuerte trazo.
Granadas escondidas que esperaron,
bajo el beso amoroso de la tierra,
que manos inclinadas sobre el suelo
los granos de su sueño despertaron.
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