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Soneto desde Azulinda (Estos días, poesía, VII)
Mentira disfrazada es la verdad (Estos días, poesía, VIII)
Imposible es evitar el impulso de la supervivencia, el principio fisiológico que nos lleva a sobrevivirnos en otro, a procrear al otro en el que seguimos siendo.
Fácil es, sin embargo, impostar esa pulsión, domesticarla, disfrazarla, imponerle otro rostro. Y así, el amor, el poderoso e idescriptible amor, transustancia su origen carnal en espíritu inmatérico, en efigie travesti. Y brotan las deidades, los ministros de dioses, las mitologías, las iglesias, los profetas de claros paraísos en los que la felicidad es el paisaje. Basta prometer, porque el que promete somete.
De tal modo, este soneto anónimo recoge ese amorío del trovador al más allá aduciendo que el amor que se le tiene no se debe a la dádiva o temor, el premio o el castigo que despierte su querencia o ausencia, sino al sencillo hecho de la piedad y, sobre todo, a que amor con amor se junta. Donde hubo amada sublime hay ahora un sublime amado. Y así el Amor puede llamarse Laura, Cristo, Gioconda, Isolda... (Obsérvese que, salvo la explicitud de "clavado en una cruz", todo, con un leve retoque, puede dirigirse a una mujer; y el mismo juego o embeleque de contrarios, cosa que volvemos a hallar en el soneto de Bergamín "A Cristo crucificado").
No solo se dialoga, así, con el amor sino que este augura a los amantes un lugar en el cielo.
A Jesús crucificado
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el Infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo yo te amara
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara
lo mismo que te quiero te quisiera.
Anónimo (s. XVI)
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