Ravel: Bolero (versión original)
(A mis alumnos, de quienes tanto he aprendido)
Se preguntan los legisladores políticos de la enseñanza el porqué del
fracaso escolar: quieren
saber en qué se han equivocado, si los contenidos de las asignaturas son los
idóneos, si es que los adolescentes españoles sufren desnutrición de
inteligencia, si su cociente intelectual no tiene dos dedos de frente.
Pero la inteligencia natural poco tiene que ver con lo que ocurre en
las aulas, las casas y las calles. Tan listos o torpes son los jóvenes de hoy
como los de hace 30 años, por ejemplo; y sin embargo, cualquier lector que
fuese estudiante entonces -no importa ahora si eran peores aquellas
didácticas- recordará que a sus diez u once años estudiaba un libro de
Historia de España tan extenso en contenidos como la suma de todos los libros
de texto de la ESO, y a los doce o trece años estudiaba trigonometría, algo que
hoy no se ve ni en los bachilleratos.
Estudiaba y aprendía. Y no porque naciera
con un cerebro más capacitado que el de sus hijos o sobrinos. ¿Qué ocurre,
entonces? La respuesta está en que la inteligencia natural es una esponja, y se
sirve en su crecimiento cultural tanto de lo que posee como de lo que carece.
¿De qué puede vanagloriarse una mujer que ha nacido hermosa si no
utiliza su hermosura para hacer menos feo el mundo? ¿Qué mérito o demérito
tiene alcanzar el fruto de un árbol saltando o sin saltar, si la estatura no se
la debe uno a sí mismo? Meritorio es aquello que exige un esfuerzo triunfal,
capaz de convertir lo que poseemos en semilla para conseguir aquello de lo que
carecemos. No importa a qué altura está la cabeza, sino la mente. El hombre
primitivo no podía alcanzar en su carrera al animal que necesitaba para
alimentarse; pero se las ingenió, empujado por la necesidad, observando,
deduciendo y aprendiendo que, ya que con sus pies no llegaba hasta él, podía
llegar con su mano si lograba prolongarla en forma de lanza, onda, o flecha.
Aquellos hombres de escasa capacidad craneal desarrollaron su inteligencia
natural alimentándola con la necesidad, la observación y la tenacidad. Con lo que sabían aprendían a
saber más.
Hoy el adolescente no tiene necesidades perentorias y, por lo mismo, no
necesita esforzarse, ni aprender; tiene el mundo en sus manos sin haberlas
utilizado; y tiene el ocio ante su espíritu sin habérselo ganado. De modo que
se atrofia física y síquicamente y pierde los reflejos emocionales básicos, que
son los de la curiosidad activa y el del placer intelectual. Y la solución no
está en hacerle pasar hambre para que reaccione, sino en despertarle esas otras
hambres inmateriales que duermen en su cabeza. Sin embargo, como si de una
conspiración universal se tratase, parece que hay quienes persiguen crear un
organismo social con un electroencefalograma plano en sensibilidad y sensatez.
Unos medios tan útiles y decisivos como el cine y la televisión, empujados por
una publicidad que disfraza de oro la basura, se dirigen casi exclusivamente al
embrutecimiento sensorial. Por eso, como siempre, todo se compra: pero hoy solo
se compra con dinero, y casi nada se adquiere con valores humanos.
Claro está que los planes de estudio son mejorables. Aunque no es esa
la auténtica causa del fracaso de la educación y de la sociedad. No se trata
tanto de modificar lo que tenemos como de suprimir o enderezar lo que nos
sobra. Lo cierto es que al niño, al joven y al hombre actuales les faltan
motivos y motivaciones para el aprendizaje del bienvivir, y le sobran horas de
ocio convertido en negocio. Ocio que no proporciona descanso, sino que es
asimilado, primero, como insatisfactoria diversión; y luego, progresivamente,
como pasividad, hastío, anquilosamiento muscular, suicidio neuronal, toxinas
hacinadas dispuestas para el estallido, fatiga sicológica, desasosiego,
frustración, agresividad, violencia interior y exterior... Porque el
autorretrato que todos hacemos inconscientemente cada cierto tiempo nos muestra
a un ser indefenso, dependiente de todo lo ajeno y no muy digno de ser tenido en cuenta.
El camino de las libertades, tan necesarias, no nos ha conducido hacia
una libertad responsable, sino que nos ha transformado en esclavos de una
libertad libertina, en un mundo en el que la pereza síquica ha sustituido a la
voluntad y el entusiasmo. Por esa razón, a
pesar de las comodidades del “estado de bienestar”, vivimos en un permanente
Estado de Malestar, íntimo y colectivo, en el que los egoísmos de toda especie
derriban la solidaridad.
Asumido ese egoísmo generalizado, aceptemos que la relación entre los
menores y los adultos tiene esta consecuencia progresiva: son como los hacemos, y nos hacen como son. Y calculemos qué futuro estamos perpetrando entre todos.